Lo puedo decir más alto, pero no más claro: se están confundiendo las cosas. Lo que empezó el 11 de septiembre de 2001 – sean quienes fueran los autores- y continuó el 11 de marzo de 2004, es una especie de III Guerra Mundial, una guerra de guerrillas a la que, desde nuestra cultura occidental, […]
Lo puedo decir más alto, pero no más claro: se están confundiendo las cosas. Lo que empezó el 11 de septiembre de 2001 – sean quienes fueran los autores- y continuó el 11 de marzo de 2004, es una especie de III Guerra Mundial, una guerra de guerrillas a la que, desde nuestra cultura occidental, llamamos terrorismo. Esta guerra aparece, en efecto, en cualquier lugar del planeta, sobre todo en aquellos lugares donde la avaricia y la depredación, propias del poder mercantil, es mayor. El terrorismo -voy a ceñirme a la terminología políticamente correcta- es el efecto, no la causa. La causa es la dinámica propia de un sistema -el Mercado- que tiene tras de sí una historia de millones de atropellos y asesinatos para, de esta forma, poder cubrir sus necesidades y las necesidades que fabrica en una minoría de la población planetaria.
Por tanto, la causa profunda de todo hay que buscarla en casa, no fuera. El auténtico enemigo está en casa. Podemos hacer lo que queramos: podemos echarle la culpa a «los moros», a los fanáticos, a los fundamentalistas, podemos llamarles «hijos de puta», como hace Antonio Burgos en El Mundo. Se puede acusar a este artículo de apología del terrorismo y a quien lo firma de amigo de terroristas. Pero eso no contribuirá a solucionar ni a paliar el problema, sencillamente se será fuerte con el débil (en este caso mi persona, que al lado del Poder no es nada) y se seguirá mirando para otro lado en lo que a la actividad ancestral de ese Poder se refiere.
Claro que hay fanatismo, claro que hay fundamentalismo. Nosotros, los occidentales, hemos sido los primeros en ser fanáticos y fundamentalistas. Y de ese fanatismo han nacido otros fanatismos que ahora han llegado a nuestras ciudades alegres y confiadas. ¿Por qué se llevó a cabo la época de extensión imperialista del siglo XIX? Porque lo exigía nuestro sistema socioeconómico. ¿Por qué se ha invadido Irak? Porque los EEUU viven muy por encima de sus posibilidades, no se conforman con su propio petróleo sino que precisan el petróleo y el gas y el agua de otros lugares: Venezuela, México, Irak… Para ello no se duda en exagerar peligros y en falsear informes.
México no puede explotar sus reservas del estado de Chihuahua, por ejemplo, porque entonces afectaría a las explotaciones de Texas. EEUU lo impide a cambio de concesiones comerciales. La Administración mexicana está atada de pies y manos sea quien sea el gobierno que la ocupe. Y si se rebela que se atenga a las consecuencias, porque el 90 por ciento de las transacciones comerciales de México tienen como destino los EEUU. Hugo Chávez ha sacado los pies del plato, y ahí lo tienen: condenado por la Comunicación occidental, el sustancial altavoz del Nuevo Orden Mundial, que celebró el golpe de Estado de 2002 contra un presidente elegido según nuestro sistema de valores.
En Brasil, Lula está intentando hacer una tortilla sin romper los huevos. Eso le está pasando factura. Poco antes de ganar las elecciones, un portavoz de un banco español advirtió de que, fuera cual fuera el resultado, la reestructuración o las reformas económicas tenían que seguir adelante. ¿Qué significa esto? Que, una vez más, los intereses privados económicos se superponen a la voluntad popular. La Comunicación y el Marketing tratan de conducir el voto, pero si, por desgracia para «ellos», se produce lo que se llama una disfuncionalidad comunicacional (es decir, que la gente vote o haga lo que no está previsto) entonces hay que atenerse a las consecuencias.
Eso sucedió en Chile en 1973 y en Argelia en 1991 y en Venezuela o en la Serbia de Milosevic. De inmediato, se pone en marcha un dispositivo mediático que es la voz de su amo. Los profesionales de la información hacen lo que pueden, son trabajadores por cuenta ajena. Pero poco pueden aportar en su abnegado y competente trabajo. Internet y las páginas de los confidenciales cibernéticos se han llenado de quejas últimamente, por primera vez hay una fuerte corriente de periodistas que están gritando bien alto que han sufrido censuras en su trabajo. A veces son tan escandalosas y evidentes que los mismos medios de comunicación del Mercado no pueden ocultarlas y, además, se hacen eco de una mínima parte de ellas para autojustificarse ante el público como medios plurales e independientes. Pero no lo son porque forman parte del propio Mercado, son un elemento esencial de dominio de éste y, por tanto, ni pueden tirar piedras de auténtico peso contra su tejado ni pueden morder la mano de quien les da de comer. La situación actual del periodismo, en líneas generales, es patética y tremendamente injusta con sus trabajadores y con sus receptores.
Para que la disfunción no se produzca, se apelará al miedo: si los sandinistas llegan al poder, volverá la guerra; si el FMLN -de El Salvador- vence en las elecciones, de nuevo guerra civil y huída del capital occidental: caos. Hasta Felipe González apareció medio lloriqueando en el referéndum de la OTAN en España, a mediados de los ochenta, pidiendo el sí para no despegarnos del progreso occidental. La localidad que más le apoyó fue precisamente Rota, donde se encuentra la base que EEUU utiliza para bombardear Irak, por ejemplo.
Y lo malo es que González tenía razón. La OTAN tiene ya más miembros en su interior. Sin embargo, ¿dónde está ahora el comunismo, la razón de ser de la OTAN? No existe, es testimonial, Cuba y Corea del Norte se hunden poco a poco y China anda en una esquizofrenia histórica que terminará por dejar al Partido Comunista sólo con el nombre o sin él. Entonces, ¿contra quién apuntan las armas de la OTAN? ¿Contra el terrorismo? No, sobre todo, contra su propia población y a favor de las empresas de armamento que crean enemigos virtuales. Hace falta crear miedo en la gente para que comprendan que es preciso un ejército de ejércitos, para que entiendan que no se está seguro en parte alguna. Y quien disienta de esto, quien exija cordura, será acusado de terrorista, amigo de terroristas, simpatizante, etc.
Es, de nuevo, la paranoia interesada del enemigo: la conspiración judeo-masónica-marxista de Hitler y Franco pero en versión siglo XXI. Es una dictadura con una diferencia esencial: ahora, en esa dictadura, funciona una articulación israelita-protestante, en lugar de germana, al tiempo que existen tribunas -como Internet y las nuevas tecnologías en general- que, aunque controladas (todas son de propiedad privada, lo que va por la Red puede ser vigilado), sirven para expresarse en un maremagno útil aunque desarticulado. Y, además, es una dictadura hermosa, con apariencia de libertad. Es una dictadura implícita, sobre todo para las minorías conscientes. La comunicación procura que la mayoría ande despistada y alienada porque, en lo que respecta a su faceta «educativa», sigue comportándose como ya analizaran detenidamente los filósofos de la Escuela de Frankfurt, cuyas ideas y metodologías han sido casi borradas de la mente de los ciudadanos, por supuesto, como han sido borrados los espíritus inquietos de otros momentos clave de la historia reciente. Un personaje de una viñeta publicada por El Roto en El País le decía a otro, más o menos: eliminado el comunismo, vamos ahora a por el 68. Y en otra, un anciano pensaba: «Una riada de noticias se ha llevado mis recuerdos».
En efecto, otra de las formas de «educar» que tiene la Comunicación es por hiperinformación que, al final, conduce a la misma consecuencia que la censura tradicional: que la gente no se entere de lo que está pasando y, además, que olvide su formación sincrónica (si es que existió) y caiga en el hastío y en la dejadez: un pueblo con miedo y hastío es un pueblo orweliano. Añádase a esto el capitalismo de ficción del que habla Vicente Verdú, una especie de espejismo que oculta la esencialidad cruel y materialista de la economía de mercado, y tendremos buena parte del panorama actual. Por supuesto, el que analice de esta forma, como lo hago yo ahora, es un antiamericano, un anacrónico y un infantil.
Así se forma el estado mortecino, policial y militar en que Occidente se está convirtiendo. Occidente ha empezado a tocar con su palo mortífero en el interior de un nido de avispas llamado mundo islámico, Tercer Mundo, etc. Lo viene haciendo desde hace décadas, siglos. Los amigos de ayer (Bin Laden, Sadam Husein o Noriega) son enemigos de hoy en el momento en que se salen del círculo establecido. Entonces, como Milosevic, son genocidas y terroristas. Pueden neutralizarlos a todos, matarlos, pero las avispas ya han volado de su ubicación natural (que es su país, no lo olvidemos) y se están extendiendo por todas partes, se organizan entre ellas, y pican donde pueden y nosotros nos alarmamos porque siempre hemos creído que las catástrofes y las matanzas son algo muy lejano a nuestras vidas. Hay muchas avispas, se han constituido en obreras, en guardianes del panal de avispas o de abejas, me da igual. Están encabronadas, las hemos encabronado, tienen poco que perder -unos harapos- y mucho que ganar: un puesto junto a Alá.
Bien, ya están aquí. Ahora, ¿qué hacemos? Podemos seguir con las mismas superficialidades de siempre: que si no ganarán, que si serán vencidos, que si hay que colaborar, que si hay que votar, que si son alimañas, etc., etc. Es decir, podemos seguir con las bravuconadas de dos mediocres fanáticos como Aznar y Bush (éste último ha metido al mundo en una dinámica de inseguridad sin representar a nadie, ni a sus propios ciudadanos, porque llegó al poder en 2000 de una forma vergonzosa: es un dictador bendecido por el mundo mediático). O podemos usar la razón.
Y aquí está la diferencia entre Europa y EEUU. Hay que vencer en Europa el síndrome de Estocolmo y tener agallas para decirle a los estadounidenses que así no se va a parte alguna y decírselo en voz alta para que se enteren los ciudadanos de Europa y recobremos nuestro lugar en la Historia. Cañones, no, mantequilla. Europa inventó el Renacimiento, el Humanismo y la Ilustración, que fueron interrumpidos por nuestros totalitarismos y nuestros miedos a la libertad (un deseo fundamentalista de aferrarse a lo mítico, la eterna lucha entre la razón y la fe). Tenemos la asignatura pendiente de recuperar la razón y el respeto por los pueblos. Los pueblos tienen derecho a equivocarse y a evolucionar y nosotros tenemos el deber de ayudarlos en esa evolución. Pero no asesinando a diestro y siniestro en nombre de la democracia y la libertad que, en realidad, se llaman de otra forma: ambición, mercados, control de riquezas naturales porque, a este ritmo de crecimiento, que no desarrollo, las bases energéticas se están agotando y entonces necesitamos justificar nuestra voracidad -que está matando al planeta- en nombre de grandes ideales en realidad inexistentes.
La mentalidad yanqui llama cobarde a Europa. No hay que hacer caso: esa mentalidad, medrosa, insegura, paranoica, acostumbrada al rifle, no ve más allá de una bala y confunde la cobardía con la prudencia y con la civilización. ¿Pueden decirme los EEUU en cuántos países de los que han invadido en nombre de la democracia existe una democracia asentada, similar a la de ellos o a la de Inglaterra o a la de España? Europa y el mundo no pueden estar a merced de unos pardillos de la Historia, de unos nuevos mercaderes que se han enriquecido gracias a la guerra. La única cobardía que tiene Europa es la dependencia de ellos. Ambos procedemos de la misma civilización pero hay que estar juntos, no revueltos o uno bajo el dominio del otro.
Por último, hay otra forma de enfocar el problema: diciéndole a los ciudadanos la verdad, que es revolucionaria. Creo que puede ser ésta: como nos interesan las riquezas y la posición geopolítica de ciertos pueblos, los invadimos y los masacramos y así podremos extender nuestra civilización democrática por todo el mundo que interese. Por tanto, una vez que nos hayamos adueñado de sus territorios y de sus riquezas y hayamos instalado allí gobiernos dóciles e hipotecados de por vida con y por nosotros, tendremos más oportunidades de trabajar y de consumir y de vivir mejor, de estar más seguros y ser más felices. Para eso precisamos de meses, años tal vez, como ha sucedido en otras ocasiones de la Historia con diversas guerras coloniales muy crueles, sobre todo para la población ocupada. Pero el fin justifica los medios.
Claro que en esta ocasión, como en otras, pueden surgir algunos efectos colaterales pero made in siglo XXI. Por ejemplo, si usted va a trabajar en un tren de cercanías pueden estallarle una docena de bombas y matarle; si usted está contemplando algún evento folklórico o deportivo, una mochila puede reventar o un individuo puede inmolarse por Alá y matar a unas decenas de personas. No sabemos por dónde nos pueden llegar estos efectos colaterales, haremos lo posible por anticiparnos a ellos pero no le damos seguridad. Este es, para empezar, el precio que hay que pagar por alcanzar más prosperidad y más felicidad en tiempos venideros. ¿Quiere usted pagarlo?
Sin embargo, el tema se está enfocando al revés. La causa es efecto y el efecto es causa. La problemática se presenta distorsionada y un asunto de guerra de guerrillas, propio de desarrapados, de gente culturalmente atrasada que ha caído en el fanatismo tal vez por desesperación, se utiliza para tratarnos, una vez más, como retrasados mentales. Aquellos polvos de la avaricia, la ambición y el liberalismo salvaje, han traído estos lodos llenos de sangre y terror. Nosotros tenemos la CNN, la BBC, Euronews… Cuando nos sucede algo inmediatamente lo sabemos al milímetro: nos han matado a algunos de los nuestros, encima que luchaban por la pacificación y la democracia. Por tanto, hay que seguir matando y buscando a los asesinos. Los desheredados de la revolución tecnológica no han tenido una CNN con la que mostrarnos los horrores que les hemos infringido desde hace mucho tiempo. Ahora han surgido Al Jazira y Al Arabiya. Y tratamos de ahogarlas (también a veces los mismos árabes lo intentan). Porque sólo queremos una voz en el mundo: la nuestra.
Y el apunte final: lo que se acaba de desarrollar es una interpretación de lo existente, nada más. Por supuesto, ni me gusta lo que está pasando ni apruebo nada. Sólo constato. A mí me sería más fácil sumarme al coro general de las firmas respaldadas por éste o aquel grupo mediático. Pero eso traicionaría mi forma de pensar. Lo único que persigo es un poco de paz mediante lo racional y el diálogo (sí, hay que dialogar, con todo el mundo, decir que no se debe dialogar es apostar por la guerra, intentar el diálogo es apostar por la esperanza). No estoy ni orgulloso ni avergonzado con la historia de mi civilización. Simplemente es mía, es mi historia y la acepto. Pero mi historia tiene varias vertientes: la de la guerra y la invasión mercantil y la de la paz, la cultura, los derechos y la formación espiritual. Ya es hora de dedicarle tiempo a estas últimas, darles vida fuera de los libros, e ir dejando a la otra de lado.
*Ramón Reig es periodista, licenciado en Geografía e Historia y doctor en Ciencias de la Información por la Universidad de Sevilla. Actualmente es profesor de Estructura de la Información de la Universidad de Sevilla. Es autor de una veintena de libros entre los que destacan Sobre Comunicación como dominio (1992), La mente global (1994), Medios de comunicación de masas (1995), Medios de comunicación y poder en España (1998), El éxtasis cibernético (2002) y Dioses y Diablos Mediáticos (2004).