El 21/11/2010, Rebelión publicó de manera destacada un artículo titulado «El comunismo jurídico«, firmado por Carlos Rivera Lugo y dedicado al gran jurista cubano Julio Fernández Bulté. Ese artículo, que defiende tesis a nuestros ojos escandalosamente erradas, tiene sin embargo la paradójica virtud de presentarnos en una especie de espejo invertido todo lo contrario de […]
El 21/11/2010, Rebelión publicó de manera destacada un artículo titulado «El comunismo jurídico«, firmado por Carlos Rivera Lugo y dedicado al gran jurista cubano Julio Fernández Bulté. Ese artículo, que defiende tesis a nuestros ojos escandalosamente erradas, tiene sin embargo la paradójica virtud de presentarnos en una especie de espejo invertido todo lo contrario de cuanto llevamos intentando defender en nuestras últimas publicaciones y, en especial, en Educación para la ciudadanía (cuya edición cubana fue, por cierto, presentada en la Universidad de La Habana precisamente por Julio Fernández Bulté, quien dijo sentirse tan sorprendido como interesado por nuestra interpretación del Derecho) y en El orden de El capital (Akal, 2010). No es que queramos tomarla en particular con el autor del artículo, al que no conocemos. Queremos decir unas palabras sobre el asunto porque ahí se condensan unos cuantos tópicos que son muy habituales entre nosotros, los comunistas o los anticapitalistas.
El artículo de Carlos Rivera Lugo comenzaba citando a Badiou, Daniel Bensaïd, Álvaro García Linera, Gianni Vattimo, Slavoj Zizek y Jean-Luc Nancy para defender la idea de que el comunismo es, ante todo, un movimiento. Hace ya mucho tiempo que se pretende que esta idea es interesantísima. Pero el caso es que no lo es. Que el comunismo es un movimiento, una ideología o un proyecto político es algo que sabemos sin necesidad de recurrir a tanta cita, porque ya lo dice el diccionario. La dificultad está, sin duda, en poner el acento en aquel «ante todo». Así pues, el comunismo es, «ante todo», el movimiento que lucha por instaurar el comunismo. Con ello se pretende estar diciendo algo por lo visto muy profundo. Pero no es así. Bajo ese «ante todo» lo que se esconde por lo habitual es el pistoletazo de salida para algún tipo de cántico místico a lo «vivo», lo «móvil», lo «creador», lo «dinámico», lo «constituyente», lo «fluido» o lo «líquido». Como resulta que el comunismo es ante todo el movimiento comunista, ya no hace falta decir lo que es el comunismo, ya que lo importante es luchar por él. Incluso, a la postre, podría decirse que esto es lo bueno que tiene el capitalismo: que nos permite seguir siendo comunistas contra él.
Aunque a veces ni siquiera es cuestión del capitalismo: el comunismo sería entonces la continua crítica y deconstrucción del orden establecido (de cualquier orden establecido) que tendría de malo, en definitiva, precisamente eso: ser un «orden» y ser «establecido».
Ahora bien, la verdad es que así no se hace mucha justicia al movimiento histórico comunista. Los comunistas no tuvieron nunca -nos parece- muchas ganas de ser comunistas. Ni creo que las tengamos ahora. Somos comunistas porque el capitalismo es intolerable y creemos que el comunismo sería un orden más justo y sensato. Si somos comunistas es porque querríamos ser ciudadanos -no comunistas- en un orden social comunista. Históricamente, ser comunista no ha tenido ninguna gracia, pues ha consistido en hambre, clandestinidad, exilio, sacrificio, prisión, torturas y muertes. Los comunistas no luchaban para poder seguir luchando, sino para poder dejar de hacerlo. Es decir, para instituir algo, algo a lo que, precisamente, hay que llamar «comunismo». Luchaban para ganar, no para agotarse en una lucha sin fin.
Santiago Alba Rico dijo una vez con acierto que el comunismo se había inventado para gente cansada. Los comunistas no queremos agitarnos todo el rato. Queremos descansar. Lo que no nos gusta del capitalismo no es que sea muy rígido, sino, precisamente, que es tan flexible que nos ha hecho migas. Puede que algunos se inclinen más que otros a ser nómadas, pero nunca tanto como el capitalismo, que sería muy capaz de meter en pateras a toda la humanidad. No queremos vivir en un perpetuo poder constituyente incapaz de dejar nada constituido, porque eso es, para nosotros, lo que precisamente tiene de malo el capitalismo, que nunca da nada por bueno, que no respeta ni a su padre (mejor dicho, que por no respetar, no se respeta ni a sí mismo). Contra él, queremos más bien todo lo contrario: instituciones que se sostengan en pié por sí solas, sin necesidad de agotar en ello la vida de los seres humanos.
Y en fin, para ello precisamente hace falta, «ante todo» (esta vez sí), eso que el artículo de Carlos Rivera Lugo tanto denostaba: el Derecho. Aquí se concentra el principal dislate que hemos intentado contrarrestar con las publicaciones mencionadas. Por supuesto, el problema -y el foco de los malentendidos- surge al plantear si eso a lo que estamos llamando Derecho es lo que el marxismo ha llamado el «derecho burgués».
Para contraponer al «derecho burgués» un «comunismo jurídico» o un «derecho vivo» o «revolucionario» habría que haber diagnosticado muy bien en qué reside el carácter «burgués» del derecho burgués. Y a tenor de lo que luego se vine a decir, todo hace pensar que el diagnóstico no ha sido el correcto. Cuando se reclama un «derecho vivo», «en manos del pueblo», que «surja de la sociedad», «más allá del «fectichismo de lo jurídico», más allá del «culto a la ley», cuando se reclama un derecho «revolucionario» en ese sentido, se está contradiciendo, en realidad, no lo que el derecho burgués tiene de burgués, sino lo que tiene de derecho. Y entonces se está imposibilitando lo que es más esencial hacer: criticar el derecho burgués a favor del derecho. «A favor del derecho», y no para dejar paso a una ocurrencia mejor que el derecho.
Lo hemos repetido muchas veces. El Derecho es la única escalera que ha inventado el ser humano para elevarse por encima de la religión y la tradición. Si te empeñas en dar un paso más al llegar arriba, vuelves a caer al suelo. El Derecho es la única escalera que puede situar a a la sociedad por encima de la autoridad de los ancestros, de los dioses y de los reyes. La única manera en que una sociedad puede tener una visión de sí misma más allá de su tejido cultural, más allá de la la constelación de supersticiones que conforman su «visión del mundo», más allá -dicho althusserianamente- de su «macizo ideológico». Es la única forma por la que el hombre puede instituir sociedad elevándose por encima de las constricciones antropológicas, sociales e históricas. Esta «elevación» no es, por supuesto, ni más ni menos misteriosa que eso a lo que llamamos libertad. Un más allá del Derecho, no es un más allá de la Libertad: es el más acá del que habíamos partido, el mundo de la sumisión religiosa a lo que fácticamente se impone por la fuerza.
No es extraño, por supuesto, que todos los intentos del «socialismo real» por superar el «derecho burgués» desembocaran en algún tipo de culto a la personalidad. El Estado de Derecho es la única mayoría de edad posible para la sociedad. Más allá del Estado de Derecho no está más que la vieja minoría de edad. Quien se somete a Leyes, es libre. Pero quien pretende someterse a algo más allá de la ley, acaba sometido, en realidad, siempre, a la palabra de un tirano. Y cuanto más allá de la Ley se quiera imaginar la voz de la tiranía, más se retroalimenta el circuito religioso y más infantil se vuelve la servidumbre en cuestión.
De este modo, el Derecho no sería más que la gramática de la libertad. Se dirá que eso es, en todo caso lo que el derecho tiene de derecho, no lo que tiene de burgués. Y efectivamente, esto es lo que el pensamiento de la Ilustración, concibió como «el Derecho». Y lo importante es que, al criticar el derecho burgués no demos al traste con el pensamiento mismo de la Ilustración de tal modo que nos veamos compelidos (aparte de a ser más listos que Kant o que Hegel, lo que suele conducir a un pasarse de listo inevitable) a inventar algo más allá, más elevado, más alto o más revolucionario que la idea misma de Derecho. Lo que hay más allá de la mayoría de edad, si no es de nuevo la infancia, no puede ser otra cosa que la ignorancia.
Con el derecho pasa lo mismo que con la ciencia. Si se intenta superar el pensamiento científico con una ocurrencia mejor que la ciencia, es inevitable darse de narices con la religión, la ideología y la ignorancia, es decir, con todo eso de lo que precisamente nos salvaguardaba la ciencia. Eso no quiere decir que la ciencia no pueda ser criticada, siempre que se haga a favor de la ciencia. De hecho, eso es precisamente la historia de la ciencia: la continua e incansable discusión de los científicos por criticarse unos a otros en favor de la ciencia. Pero la aventura de mirar a la ciencia misma por encima del hombro no se puede hacer más que en defensa de la superstición y el misticismo. Lo mismo hay que decir del derecho, la otra de las varas con las que cuenta la humanidad para medir su mayoría de edad. Así pues, una vez bien sentado lo que es el derecho en sí mismo, hay que dejar bien acotado aquello que tiene de burgués eso que llamamos «el derecho burgués». Y no es desde luego la idea de Ley, ni el culto a la Ley, ni el fetichismo de lo jurídico, y mucho menos, desde luego, eso que se suele decir sobre su carácter «formal». El problema tampoco está en que sea demasiado sólido o rígido, de modo que tuviéramos que espabilarlo con un poco de vida o con un poco de aire fresco. Dar vida al derecho se llama, en todo caso, prevaricar. Poner al derecho a la altura de la sociedad se llama linchamiento. No es el Derecho quien debe de estar en «estado de sociedad», sino la sociedad en «estado de derecho». No será la «vida» la que nos traiga un derecho más auténtico. Un derecho auténtico se logra haciendo que el derecho sea derecho, no haciendo imperar la vida sobre el derecho.
Según Carlos Rivera Lugo -pero no es ni mucho menos el único que lo piensa así, todo lo contrario-, Marx demostró la imbricación entre lo jurídico burgués y lo económico capitalista. Y lo hizo -según él- contra la pretensión burguesa de ver ahí dos cosas distintas e incluso contra una tradición marxista que mordió el anzuelo y no siempre vio clara esta copertenencia entre derecho y mercado capitalista. Nos parece esto un pésimo diagnóstico de lo que realmente estuvo y está en juego. Para empezar no hay ninguna «íntima imbricación» entre lo que se llama el «derecho burgués» y el capitalismo. Todo lo contrario, lo que hay en medio de esas dos cosas es una impostura, una ficción jurídica como la copa de un pino, una ficción que los padres del derecho burgués no habrían aceptado jamás: la ficción por la que se puede considerar propietario a un sujeto que no tiene más propiedad que llevar al mercado que su propio pellejo. La ficción, en suma, por la que se pretende llamar «ciudadano» a alguien que carece la más elemental condición de la ciudadanía: la independencia civil. Un ciudadano debe ser independiente y libre. De lo contrario, su voz en el espacio público está vendida a las instancias de las que depende su supervivencia. Sin independencia civil, no hay ciudadanos sino, precisamente, «siervos».
De hecho, en estricta coherencia con su postura de clase burguesa y patriarcal, los grandes fundadores del derecho «burgués», es decir, los filósofos de la Ilustración -como por ejemplo, Kant-, no fueron nunca partidarios del sufragio universal, sino del sufragio censitario. ¿Por qué? Porque jamás aceptaron la ficción «napoleónica» de que la propiedad de fuerza de trabajo sería suficiente para consolidar la independencia civil que es condición sine qua non de la ciudadanía. Puesto que las mujeres dependen necesariamente de su marido, decía Kant, otorgarle el voto a la mujer sería como otorgar dos votos a las personas casadas. Puesto que los asalariados dependen de su patrón, otorgar el voto a la clase obrera sería tanto como otorgar cientos o miles de votos a cada capitalista. Esto ni siquiera se remedia imponiendo que el voto sea secreto. Pues en unas condiciones en que la clase obrera depende a vida o muerte de que les vaya bien a sus empresas (es decir, de que sus propietarios obtengan suficientes beneficios), el voto obrero está atado de piés y manos: no puede votar más que por los intereses del enemigo, ya que depende enteramente de su suerte. Ahora que las empresas pueden deslocalizarse de la noche a la mañana en cuanto no les conviene una legislación nacional o una coyuntura sindical, se ha hecho más patente que nunca la fuerza increíble de este chantaje que anula por completo la independencia civil de la mayor parte de la población.
Sin duda fue una gran victoria de clase la conquista del sufragio universal, lo mismo que fue una gran victoria feminista imponer el derecho al voto de la mujer. Pero estas victorias no fueron acompañadas de una verdadera consolidación ciudadana de las personas que luego tenían que votar. Los obreros siguieron sometidos a la dictadura de los capitalistas y las mujeres, en gran medida, siguieron sometidas a la dictadura patriarcal. Desde el punto de vista del pensamiento de la Ilustración, su ciudadanía seguiría siendo hoy en día una mera ficción.
Ahora bien, esa ficción se ha mostrado muy rentable desde otro punto de vista. Porque permite hacer pasar por Estado de Derecho a la dictadura capitalista y patriarcal. Esa ficción jurídica, que desde el punto de vista de la Ilustración no es más que una impostura, es la columna vertebral de lo que en nuestras publicaciones hemos llamado la «ilusión de la ciudadanía».
La pretensión de Rivera Lugo, en apariencia muy radical, de que «el derecho debe estar subordinado a la sociedad» no es sino una descripción apologética de lo que de hecho ocurre bajo el capitalismo: allí donde la sociedad ha quedado enteramente absorbida en el mercado el derecho se somete de manera ininterrumpida a los dictados sociales. Lo contrario es lo que debe ocurrir si hemos de defender, como condición misma del comunismo, el principio de la independencia civil, tal y como lo expone, con sencillez meridiana, la historiadora francesa Florence Gauthier: «De una parte, la libertad personal es concebida por oposición a la esclavitud civil. Un esclavo mantiene una relación de dependencia con su amo. El ser humano libre no puede someterse al poder de otro ser humano. Por otra parte, la libertad en sociedad se opone a la esclavitud política (despotismo, tiranía): se es libre en sociedad cuando se obedece a las leyes, y no a los seres humanos, y a leyes en cuya elaboración se ha participado».
Así pues, en opinión del pensamiento de la Ilustración republicana, entre capitalismo y el Derecho no hay una bisagra natural, sino todo lo contrario: lo que hay es una impostura, una ficción, una mentira monumental. Lo que se llama derecho burgués no tiene por tanto nada de «derecho». Y lo que bajo el capitalismo se llama «estado de derecho» no es más que un «estado de sumisión» a los intereses capitalistas. Para hacer esta denuncia -obsérvese- no necesitamos inventar ningún derecho «revolucionario», «vivo» o «creativo»: basta con obligar a la Ilustración a ser coherente con sus propios principios. Es decir, basta con obligar al derecho a ser auténticamente el derecho.
Carlos Rivera Lugo nos dice que «hay que romper con los viejos moldes de la filosofía y la teoría del Derecho que prevalecieron (incluso) bajo el llamado socialismo real europeo e instituir en su lugar un nuevo marco apuntalado en las ideas seminales acerca del Derecho legadas por Marx». A ello conviene responder que sí, pero que las ideas seminales legadas por Marx, en realidad, se parecen bastante a las de «los viejos moldes de la filosofía y la teoría del Derecho». Con lo que hay que romper no es con esos «viejos moldes», sino con la vieja ficción que nos separó de ellos.
¿Se trata de una cuestión meramente terminológica? Puede que sí. Lo que pasa es que escribiendo artículos tampoco se cambian las cosas. Se cambia el diagnóstico teórico de las cosas que están en juego, y en eso, las cuestiones terminológicas son muy importantes. No es que nos empeñemos en luchar por las palabras. Es que la teoría es un negocio con palabras. ¿Qué más quisiéramos que poder cambiar las cosas escribiendo libros o artículos? Ahora bien, la teoría tiene sus efectos. Pues un diagnóstico u otro lleva a luchar en una u otra dirección. Porque lo que se impone no es terminar con el «legicentrismo» para inventar un «derecho vivo», sino mucho más sencillamente -aunque ni mucho menos más fácilmente- librar al derecho del golpe de Estado burgués que lo ha tenido hasta ahora secuestrado.
Bajo condiciones capitalistas, el derecho es un instrumento de dominación de clase. No hay más que ver, para empezar, quiénes son los que suelen ir a la cárcel. En la cárcel no hay más que gente pobre. Cuando los ricos son llamados a juicio, lo normal es que los jueces sean expedientados, no que ellos sean condenados. Y cuando excepcionalmente la clase obrera ha logrado, contra toda corriente, imponer legislaciones que perjudicaban al capital, los banqueros se han pagado un golpe de Estado o una guerra civil que diera al traste con toda apariencia de Derecho.
A todo ello se suma que el acceso a la carrera judicial está planteado de forma que garantiza una extracción social de los futuros jueces cercana al elitismo. Que la policía no es más que un cuerpo de mercenarios al servicio de quien pueda pagarles (aunque sea a través del aparato de Estado). Y sobre todo: un sistema judicial no es tal si los mejores juristas no ejercen, precisamente, de abogados de oficio. Pero, para ello, habría sido necesario convertir el turno de oficio en algo tan importante y tan sólido, al menos, como debe ser el sistema de instrucción pública. Igual que los mejores profesores siguen aún estando en la enseñanza pública, los mejores abogados deberían estar en el turno de oficio. Pero ello no se puede lograr más que con leyes que prohiban a los abogados enriquecerse con el ejercicio de su profesión.
La farsa del derecho burgués se hace patente en especial en que no hay un sistema de justicia capaz de hacerse cargo de los delitos económicos. Ni siquiera cuando esos delitos económicos están llevando al abismo -ante la mirada perpleja de la población- a la sociedad en su conjunto. Pero es que el poder legislativo no está en esto mejor situado que el judicial. Los diputados no legislan más que en el margen que les lega el poder económico y éste suele ser muy estrecho. El hecho de que un programa de mínimos como el de ATTAC sea considerado una utopía legislativa, es la mejor prueba de ello: el poder legislativo no puede cargar al poder económico ni con un mínimo lastre político de un 0.05 por ciento. En estas condiciones, el poder ejecutivo no puede hacer otra cosa que administrar los intereses de los verdaderos amos del negocio: los bancos, los inversores, los «mercados», es decir, de las grandes corporaciones económicas que, enteramente al margen de la ley, se reparten a mordiscos el planeta.
Todas estas objeciones contra el llamado derecho «burgués» son tan sólo la consecuencia de la principal de las objeciones que hay que plantearle. Y esta objeción fundamental es, como venimos diciendo, la de no ser precisamente aquello que dice ser: derecho. Y la razón de ello no es ninguna ocurrencia izquierdista o vitalista. No: se trata de algo perfectamente comprensible desde los principios mismos del derecho constitucional «burgués». Pues no hay «constitución» posible sin división de poderes. Y lo que no hay bajo el capitalismo es, precisamente, división de poderes.
«Ley» no significa otra cosa que «separación de poderes». Sin separación de poderes, las leyes no son leyes, son las órdenes de un tirano. En Educación para la Ciudadanía lo expresábamos diciendo que el lugar de las leyes tiene que estar vacío. Esto es lo que significa el viejo dicho jacobino (o platónico) «que gobiernen las leyes, no los hombres». Para lograr ese vacío o para garantizarlo, se inventó la separación de poderes (y no se ha inventado nada mejor).
Pues bien, bajo condiciones capitalistas, no hay división de poderes. Se distingue, sí, un poder legislativo del poder ejecutivo o judicial, pero esa diferencia se hace no donde reside realmente el poder, sino donde se pretende que está. Se separa el poder legislativo del ejecutivo y el judicial, pero el poder bajo el capitalismo sigue estando en otro sitio. Es muy bonito negocio ése de dividir el poder político muy concienzudamente y dejar al poder económico entera libertad para chantajearlo o incluso para, llegado el caso y si las cosas se ponen serias, suprimirlo mediante un golpe de Estado.
Pero si bajo el capitalismo no hay separación de poderes, bajo el capitalismo no hay leyes sino apariencia de leyes y órdenes de tiranos. Estos tiranos, por cierto, que ahora se llaman «los mercados», empiezan además a estar, cada vez más, como una cabra. Son bastante más imprevisibles y caprichosos que Calígula o Nerón. Y si no hay leyes, lo que no hay es, como es obvio, Derecho. Lo que hemos llamado derecho burgués no es más que la forma en la que el capitalismo destruye la posibilidad misma de las leyes.
La conclusión importante de todo ello es que el derecho burgués no debe ser criticado por ser derecho -por su legicentrismo, por ejemplo, como dice Carlos Rivera que hace Paolo Grossi- sino por no ser lo que dice ser. Debemos criticar el derecho burgués, por tanto, a favor del derecho, no a favor del oscurantismo vitalista y del misticismo.
De lo contrario, la izquierda anticapitalista habrá regalado al enemigo sus mejores armas teóricas: todo el legado teórico y conceptual del pensamiento republicano. Y se habrá obligado a sí misma a inventar la pólvora en una patética huida hacia adelante. No es que tengamos razón, es que estamos más vivos. No es que aspiremos a la justicia, aspiramos a inventar algo nuevo. No es que digamos la verdad, es que tenemos imaginación. No nos conformamos con la lógica, tenemos la dialéctica. No es que nuestra lucha sea justa, es que es más alegre. No es que nos asista el derecho, es que tenemos una potencia que no tiene, por lo visto, el poder. No luchamos por ser ciudadanos en lugar de proletarios: luchamos contra la ciudadanía, a favor de un hombre nuevo, aunque éste acabe siendo el nuevo hombre proletario. No luchamos por la Ilustración, sino contra la Ilustración, para instituir una nueva cultura y una nueva comunidad. Pero no queremos instituciones, porque somos nómadas. De nada vale que Negri y Hardt encabecen esta huida hacia adelante. No se puede subir un peldaño más en la escalera de la Ilustración porque te estrellas contra el suelo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.