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Con erudición, racionalismo temperado y sin sectarismo

Fuentes: Rebelión [Imagen: cubierta del libro]

Prólogo de ‘Godlauss: ateísmo, librepensamiento y existencialismo’ (Mendoza: Grito Manso, 2022), de Federico Mare.


La filosofía de fondo que mueve las páginas de este nuevo libro de Federico Mare que tengo el honor de prologar se puede resumir en dos afirmaciones:

La primera: “¿Libertad a la intemperie o seguridad en cautiverio? Libertad a la intemperie. Siempre. Toda la vida, y por la vida. Llueva a cántaros o brille el sol. Ateo soy”.

La segunda: “No hay mejor vida más allá de esta vida porque no hay un más allá de esta vida. Por lo demás, esta vida, con sus luces y sombras, es nuestra; y sin dejar de serlo, puede ser mejor. Puede ser mejor si queremos, si lo intentamos, si perseveramos. Y mucho mejor si somos muchos quienes nos decidimos a luchar mancomunadamente por ella. El cielo nunca estuvo allá arriba, tan lejos de la vida que vivimos… La gloria está al alcance de la mano. Nuestro destino es aquí y ahora.”

Si discrepan parcial o totalmente de estas consideraciones de Mare, no cierren el libro, se lo ruego. Les señalo a continuación las razones para no hacerlo, el núcleo de esta presentación.

Tres breves anotaciones iniciales a modo de preámbulo:

La primera: Godlauss no es un libro escrito sólo para ateos, irreligiosos, anticlericales, agnósticos, creyentes monoteístas (o politeístas), católicos, calvinistas, descreídos, humanistas, materialistas, analíticos, neopositivistas, budistas, idealistas, espirituralistas, cristianos de base, gentes con ismos, gentes sin ismos, socialistas, liberales, marxistas, neomarxistas, libertarios, o personas de cualquier otra tradición filosófica, cultural o teológica que podamos tener en mente. No lo es, en absoluto. Todos somos llamados, todos somos convocados sin exclusiones, independientemente de nuestras posiciones, sólidas, en construcción o en estado de incertidumbre y búsqueda, a ser lectores de estas páginas, hermosas, documentadas y sensibles. Brillantes es palabra ajustada.

La segunda: Federico Mare ha tenido el buen criterio de distinguir su aproximación crítica y afable (obligación de todo filósofo que se precie; el autor lo es y con pensamiento propio) a posiciones culturales que no comparte, y el respeto por las posiciones políticas anexas a las las creencias religiosas o irreligiosas de cada cual, relación, como sabemos, nada mecánica y muchos menos sencilla. Nada de A implica inexorablemente B, punto y final y a otra cosa.

Como el Ser aristotélico, el ateísmo se dice filosóficamente de muchas maneras y políticamente de formas aún más diversas. No hay en Goðlauss-¡qué hermoso título!- descalificaciones precipitadas. Tampoco elogios infundados. Hay ateos defensores de políticas serviles a Imperios, a la reacción y a la descreación y aniquilación del planeta, y hay creyentes (de creencias diversas) que llevan años de lucha y esfuerzo -a veces toda su vida- a favor de una sociedad más libre, más humana, menos desigual y más armónica con la Naturaleza y con el buen vivir. Francisco Fernández Buey (1943-2012), un gran filósofo marxista español, autor de Marx (sin ismos), lo expresó con estas palabras: “Por eso hace mucho tiempo […] que la tribu de los justos, tanto si se siente tocada por lo que suele llamar gracia, verdad o espiritualidad como si se siente inspirada por el daimon socrático, viene diciendo que el compromiso con la igualdad y la justicia se tiene que renovar aquí y ahora, siempre en la práctica social de cada época. Y por eso también la tribu de los justos, al renovar el compromiso secular con la igualdad y la justicia, se remite una y otra vez a los orígenes, a los textos fundacionales, contra lo que considera degeneración institucional de los principios.”

Esto ocurría ya en los tiempos de la transición de la Edad Media a la modernidad. Ha seguido ocurriendo hasta los tiempos presentes.

La tercera y última anotación: si alguna reflexión es motor de esta brillante ópera humanista-racionalista es este deslumbrante pasaje marxiano, citado por el autor (yo lo hago ahora de forma entrecortada), bellamente traducido y comentado por él, de la Introducción a la Contribución a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel: “El hombre hace la religión, la religión no hace al hombre. La religión es, en realidad, la autoconciencia y la autoestima del hombre que, o aún no se ha ganado para sí completamente, o que ya se ha perdido para sí de nuevo… La religión es la teoría general de este mundo, su compendio enciclopédico, su lógica en forma popular, su espiritual point d’honneur, su entusiasmo, su sanción moral, su complemento solemne, y su base universal de consolación y justificación… La lucha contra la religión es, por lo tanto, indirectamente, la lucha contra ese mundo del cual la religión es su aroma espiritual… La crítica de la religión es, por lo tanto, en germen, la crítica de ese valle de lágrimas del cual la religión es el halo… Es, por consiguiente, tarea de la historia –una vez que el otro mundo de verdad se haya esfumado– establecer la verdad de este mundo.”

De este modo, concluye el padre de Jennyschen, Laura, Tussy y Friedrich, “la crítica del Cielo deviene una crítica de la Tierra; la crítica de la religión, una crítica del Derecho; y la crítica de la teología, una crítica de la política.”

Pero, asunto no menor, si el lector/a transita por coordenadas algo o muy alejadas, antagónicas incluso con lo señalado, no debería en ningún caso -insisto de nuevo- interrumpir la lectura de este ensayo.Goðlauss enseña a todos, sin excepción. Vale la pena el esfuerzo (y el goce) de su lectura.

¿Por qué? Por lo siguiente.

En 1964, en la presentación que escribió para su traducción del clásico engelsiano (“La tarea de Engels en el Anti-Dühring”, Antología (esencial), Buenos Aires: Editorial Marat, 2021, pp. 29-66), el marxista y filósofo de la ciencia español Manuel Sacristán Luzón (1925-1985), sostenía en nota a pie de página que una vulgarización demasiado frecuente de la tradición insistía en usar laxa y anacrónicamente, como en tiempos de la “filosofía de la naturaleza” romántica e idealista, los términos “demostrar”, “probar” y “refutar” para las argumentaciones de plausibilidad propias de las concepciones del mundo. Se repetía así, por ejemplo, la inepta frase de que la marcha de la ciencia había demostrado la inexistencia de Dios que, literalmente, era un sinsentido, un non sense. La ciencia no podía demostrar ni probar nada referente al universo como totalidad, sino “sólo enunciados referentes a sectores del universo, aislados y abstractos de un modo u otro”. Ninguna ciencia empírica podía probar la inexistencia de “un ser llamado Abracadabra abracadabrante”, pues, ante cualquier informe científico-positivo que declarara no haberlo encontrado, cabía siempre la fácil respuesta, el epiciclo salvador o encubridor, de que el Abracadabra en cuestión se encontraba más allá del alcance de nuestros telescopios y microscopios más potentes, “o la afirmación de que el Abracadabra abracadabrante no es perceptible, ni siquiera positivamente pensable, por la razón humana”.

Lo que las ciencias, hablando estrictamente, podían fundamentar era la afirmación de que la suposición de la existencia del tal Abracadabra abracadabrante no tenía función explicativa alguna de los fenómenos conocidos, ni estaba, por tanto, sugerida por éstos.

Por lo demás, finalizaba el traductor de Historia y consciencia de clase y de El capital, la frase de la “demostración de la inexistencia de Dios” era una ingenua torpeza que cargaba a las filosofías materialistas con la absurda tarea de demostrar o probar inexistencias. Pero las inexistencias, en general, no se prueban; se prueban las existencias. “La carga de la prueba compete al que afirma existencia, no al que no la afirma”.

La temperanza y lucidez racionalistas que iluminan esta reflexión de Manuel Sacristán, inspirada probablemente en aproximaciones afines, las de Bertrand Russell o Norwood Russell Hanson por ejemplo, son también características esenciales del poliédrico ensayo que nos regala Federico Mare.

No es la única herencia filosófica. Dejándome muchas notas de un denso, poblado y diverso archivo de apuntes de lectura, añadiré las que considero más centrales:

La primera, la que creo una de las virtudes principales del libro: su belleza, la belleza y corrección expositiva y argumentativa desplegada a lo largo de todas sus páginas. Sin excepción. Cautivan a cualquier lector, y éste, razonablemente, se dejará cautivar por estos meditados textos filosóficos. Esta excelencia expositiva, por supuesto, no se contrapone a la bondad de la argumentación desplegada.

La segunda, su erudición. Los ejemplos se acumulan. Lean, por ejemplo, las página dedicadas al Jesus histórico. Deslumbrantes.

La tercera nota: el pensar con su propia cabeza. ¿Qué es el ateísmo según el autor? Con sus palabras: “Ateísmo es hacerse a la mar en la barca del logos sin las amarras de ningún dogma prefabricado, desembarazados del veto teológico, juramentados contra la bárbara alienación del sacrificium intellectus.”

Es echarse a caminar, añade, “por los senderos de la praxis sin los grilletes de ninguna hierocracia iluminada”, apartados, con decir nietzschiano, de la mansedumbre del rebaño, “enfrentados a los pastores de almas con ínfulas redentoras y punitivas”. Ateísmo es, pues, librepensamiento y libre albedrío. En una palabra, “es libertad”.

Los corolarios antropológicos y sociales que extrae Federico Mare son potentes. Rechazar la idea de Dios, afirma, “es hacerse cargo radicalmente de nuestra humana existencia. La libertad a pleno, pero también, inexorablemente, la responsabilidad a pleno”. Es entender -asunto no siempre fácil si pensamos con profundidad- que “ningún ser supremo guarda nuestras espaldas, que no somos inmortales y que nuestra razón, sin ser todopoderosa, puede mucho, pero mucho, si la fe no la señorea”, es decir, si no hace servil a su autoridad incuestionable.

Mare es, además, partidario de una concepción amplia del ateísmo. No sólo se trata de rechazarla existencia de dios/es sino también de ser partidario de la “repulsa de toda metafísica sobrenaturalista en general (vida después de la muerte, reencarnación, karma, nirvana, tao, espíritus, predestinación, milagros, ángeles, astrología, etc. etc.)”. No es en la hipóstasis de lo divino y su veneración, señala, “donde debe buscarse el común denominador de las creencias religiosas”, sino en un plano más general: “el de la reificación de lo sobrenatural y su sacralización, que incluye pero excede ampliamente al primero”. Su ateísmo, en síntesis, es un ateísmo categóricamente asertivo, “un ateísmo convencido y desiderativo, de intensa convicción humanista, de vocación prometeica o existencialista”.

Suena a anuncio televisivo mil veces visto y usado pero digamos que hay aquí un SÍ a la vida plena, justa y rica.

El ateísmo que se defiende en Goðlauss se resume en un enunciado: no creencia en la existencia real de Dios ni demás entes y fuerzas sobrenaturales; no hay pruebas fehacientes al respecto. Empero, añade, independientemente de ello y en conformidad con sus ideales (el elemento subjetivo de su posicionamiento), “prefiero y anhelo vivir en una realidad unitaria, libre de presencias numinosas”. Este ateísmo valorativo, dador de sentido, perfectamente armonizable con el ateísmo puramente escéptico de la ciencia, añade el autor, “se sitúa indudablemente más allá de la jurisdicción de esta última”.

La cuarta nota: su potente y precisa defensa del existencialismo ateo. Pero mientras que el creyente monoteísta, politeísta o panteísta busca zanjar la sinrazón irreductible del mundo, comenta Mare, “postulando el misterio -totalmente ilusorio- de una providencia, hado o karma inescrutables, el escéptico existencialista reconoce dicha sinrazón en toda su crudeza, para, acto seguido, rebelarse numantinamente contra ella en nombre de la dignidad humana”. La diferencia en este punto, afirma, “es abismal, y merece ser subrayada”.

El existencialismo ateo, en cambio, consciente de que es imposible desprender el nudo gordiano del absurdo, “opta sin más por cortarlo: si el mundo y la vida no tienen sentido en sí mismos, entonces deberemos dárselo nosotros mismos, desde nuestras propias entrañas, urdiendo con los hilos de la filosofía, el arte, la política, el amor, la memoria, etc., un entramado simbólico acorde a lo que cabalmente somos, a nuestra humana conditio”.

La quinta nota apunta a una virtud cartesiana siempre buscada: la claridad de la posición defendida, al igual que de su exposición. Una muestra: “Aunque las religiones prediquen hasta el hartazgo lo contrario, la vida no tiene sentido per se. Pero puede tenerlo. Puede tenerlo si nosotros se lo damos, si queremos y sabemos dárselo. Algunos, eligiendo la seguridad de las «certezas definitivas», y sacrificando la libertad de las inquietudes sin tregua, le dan a la vida el sentido prefabricado que las religiones les imponen o dispensan desde afuera. Otros, eligiendo la libertad de las inquietudes sin tregua, y sacrificando la seguridad de las «certezas definitivas», preferimos crearlo libremente desde nuestras propias entrañas, a través de la experiencia y reflexión propias, en diálogo con semejantes a los que no reconocemos ningún mandato ni superioridad del más allá.”

La sexta y última: la cuidada y sorprendente información que maneja el autor. Véase, por ejemplo, el apartado dedicado a la geología.

No tengo espacio para más. Pero debo finalizar dando las gracias. Agradeciendo informaciones, nuevas ideas, buenas argumentaciones, excelentes comentarios, pero, sobre todo, las páginas conmovedoras que Federico Mare dedica a un pensador español, culto, racionalista, consistente e ilustrado donde los haya, bastante olvidado en su propio país, mi país: Gonzalo Puente Ojea, alguien que sufrió como tantos otros, puesto en pie, el poder autoritario y sectario de la jerarquía católica vaticana.

Gracias, compañero, gracias, por el ejemplo. Como escribió otro heterodoxo español, Luis Cernuda, pero girando su sentido: no ha habitado el olvido en Mare, quien, por afortunada casualidad, se llama del mismo modo que otro gran poeta andaluz, español y universal, amigo del autor de La desolación de la quimera, asesinado en Granada en agosto de 1936 por el fascismo español, Federico García Lorca

Justo es finalizar con estas sentidas y hermosas palabras del autor de este ensayo cuya lectura les recomiendo vivamente: “¿Qué tiene que ver todo este asunto con Puente Ojea? ¿Por qué razón traigo a colación, en este texto dedicado al autor de El mito de Cristo, la crítica orteguiana a la parcelación sin fin del saber? Por una razón muy sencilla: Puente Ojea fue, a contramano de su época, un diletante polímata, un sabio de cultura enciclopédica, un genio aficionado a muchas ramas diferentes del conocimiento; y como tal, un digno heredero de la tradición humanista del Renacimiento y las Luces. Fue un «antiespecialista», o, si se prefiere, un especialista en la no especialización. Si en la sanidad se necesitan clínicos que compensen con su holismo la subdivisión al infinito de la medicina (cardiología, oftalmología, ginecología, etc.), ¿por qué no habrían de necesitarse más intelectuales como Puente Ojea en las humanidades y ciencias sociales, capaces de integrar el saber producido por los expertos?”.

Así, pues, no se lo pierdan. Pasen, lean y no se olviden de comentárselo y recomendárselo a sus amistades. Filosofía para la vida, muy lejos de aquel (heideggeriano y cenizo) Ser para la muerte.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.