Robert B. Laughlin, Un universo diferente . La reinvención de la física en la edad de la emergencia . Katz editores, Buenos Aires, 2007 (ed original 2005). Traducción de Silvia Jawerbaum y Julieta Barba, 277 páginas. Un universo diferente está estructurado en 16 capítulos y tiene como finalidad básica, si bien no única, argumentar […]
Robert B. Laughlin, Un universo diferente . La reinvención de la física en la edad de la emergencia . Katz editores, Buenos Aires, 2007 (ed original 2005). Traducción de Silvia Jawerbaum y Julieta Barba, 277 páginas.
Un universo diferente está estructurado en 16 capítulos y tiene como finalidad básica, si bien no única, argumentar en contra del reduccionismo científico y de la tesis adyacente del fin de la ciencia, idea que el autor considera no sólo incorrecta sino incorrecta y ridícula. «Estamos rodeados de misterios y milagros físicos, y el trabajo de los científicos, continuo e inacabable, es desvelarlos» (p. 264).
Cree el autor que la antiteoría suprema de nuestra época es la idea de que no queda ningún fenómeno fundamental por descubrir. Vivimos en un mundo, se dice, que no es sino un enjambre de detalles que no pertenecen a ningún ámbito en particular. Por tanto, debe abordarse con tácticas comerciales: gestión de recursos, publicidad o supervivencia del más apto. «Un corolario de esta antiteoría es que no existe la verdad absoluta, sino sólo productos (hamburguesa, camisas, lo que sea), que se descartan cuando ya no son útiles» (p. 260).
Laughlin sostiene, por el contrario, que la única frontera que hemos atisbado es, precisamente, el fin del reduccionismo, la aniquilación del programa metacientífico que cree posible comprender el mundo macroscópico a partir únicamente de los elementos y leyes del mundo subatómico. No es el caso en su opinión. Las leyes fundamentales de la física emergen a partir de la organización colectiva, de la organización de grandes cantidades de átomos. Su tesis central cierra el volumen: «Nuestra época no verá el fin de los grandes descubrimientos sino el fin del reduccionismo. Serán tiempos en los que la razón y los hechos den por tierra con la falsa ideología del dominio por parte del hombre de todas las cosas por medio de leyes microscópicas. Eso no quiere decir que las leyes microscópicas sean incorrectas o no tengan utilidad alguna, sino que, en muchas circunstancias, sus descendientes, las leyes organizativas del mundo, las vuelven irrelevantes» (p. 267).
No se trata de afirmar que el reduccionismo, la idea de que para entender realidades globales o complejas es conveniente descomponerlas en partes, sea absurdo y que no alcance ni toque conocimiento. Nadie puede pensar que la reducción mente humana-circuitos componentes-genes que los diseñan-partes químicas de esos genes-piezas físicas últimas sea un sinsentido, y que la búsqueda de quarks o de leyes fundamentales de la materia, o de «cuerdas» en espacios de varias dimensiones, sea un camino sin fruto ni racionalidad. Pero, en cambio, es más discutible que una vez hayamos alcanzado los «componentes últimos» y las ecuaciones básicas seamos capaces de generar o reconstruir los elementos que pueblan el universo. Por ello, el esquema conceptual que todo físico lleva en su mochila -las leyes macroscópicas son secundarias y se derivan de las leyes fundamentales de la materia-, como recordaba Javier Sampedro, es simplemente erróneo.
El autor sostiene que incluso en niveles básicos existen también principios de organización, de forma tal que las leyes esenciales que el físico ha encontrado o encuentre en su viaje sin término son tan colectivas como las supuestas leyes secundarias.
Es consciente Laughlin de su heterodoxa posición. No ha dudado él mismo de calificar su libro de provocativo. Lo es porque, con sus propias palabras, «afirma que la ciencia esta influida por sistemas de creencias, igual que los demás campos de conocimiento. Así, por ejemplo, los teóricos de las supercuerdas opinan sobre mi trabajo que es una obra de un loco. Lo mismo pasaba en la Edad Media, cuando se discutía la visión correcta de Dios».
Un universo diferente representa además una apuesta por la física experimental. Para el autor, las ciencias son, esencialmente, experimentos y no conceptos. Por medio de la precisión experimental se pone de manifiesto la falsedad. Las percepciones correctas se diferencian de las erróneas en que aquellas se vuelven más claras cuando se mejora la exactitud de los experimentos. Cuando un experimento funciona, las propiedades quedan demostradas para ese caso concreto, pero de ahí no se pueden derivar leyes generales. La existencia de constantes universales que pueden ser medidas con certeza es el sostén de la física. A veces los físicos se olvidan de esta verdad tan elemental «porque estamos tan familiarizados con los valores fundamentales que los fosilizamos y los transformamos en clisés» (p. 36).
La influencia del contexto, a la que, reiteradamente hace referencia Laughlin en este libro, puede ser explicada del siguiente modo. Se suele pensar que la carga del electrón es una unidad de la naturaleza que no necesita de ningún contexto colectivo para tener significado propio. La experimentación refuta esa idea. La carga del electrón sólo tiene sentido en un contexto proporcionado por el vacío del espacio que modifica la carga de los electrones y las longitudes de onda de los átomos, o por cierta materia que predomine sobre los efectos del vacío. De hecho, en su opinión, «todas las constantes fundamentales dependen del contexto» (p. 42).
Si tesis de Un universo diferente fueran defendidas por algún filósofo dialéctico no reciclado o poco informado podría pensarse en falta de información básica, en marcos no revisados, en fidelidad excesiva al Engels del Anti-Dühring o de Dialéctica de la Naturaleza, o incluso en algún renacimiento a destiempo de la periclitada lucha de clases en el ámbito del conocimiento positivo. Nada de eso. El autor de Un Universo diferente es nada menos que doctor en físicas por el MIT en 1979, investigador de los Laboratorios Bell y en el Laboratorio Nacional Lawrence Livermore, profesor de la prestigiosa Universidad de Stanford desde 1985 y Premio Novel en 1998, junto con Daniel C. Tusi y Horst Störmer, por el descubrimiento de una nueva forma de fluido con excitaciones fraccionalmente cuánticas, conocido como el efecto Hall. El efecto sostiene que los electrones, en un campo magnético muy poderoso, pueden formar un fluido cuántico en el que pueden identificarse fracciones electrónicas no enteras.
Lo confieso: desconozco la importancia del efecto Hall, incluso dudo si he captado su significado, pero parece confirmado que Robert B. Laughlin no es ningún diletante en el ámbito de las ciencias físicas ni en las reflexiones epistemológicas anexas. No habla ni conjetura de oídas. Parece sostener posiciones filosóficas y epistemológicas de interés que, curiosamente, no van en sentido contrario de algunas sospechas, conjeturas o intuiciones de la tradición dialéctica no cultivada talmúdicamente y, sin duda, también a favor de ideas sistémicas. Sin ello implique, claro está, ninguna demostración «físico-científica» de nada.
Laughlin reconoce explícitamente (p. 17) que elementos esenciales de su posición pueden encontrarse en trabajos de Ilya Prigogine, concretamente en El fin de las certidumbres, y en el famoso ensayo de Philip Anderson publicado en Science en 1972, «More is different». Para él, este ensayo sigue siendo tan actual y brillante como cuando se publicó hace más 35 años. Aún más: su lectura y comprensión es condición sine qua non para todo estudiante que quiera trabajar con este heterodoxo físico experimental, que no tiene ningún reparo en señalar, con alguna vacilación en nota (p. 36), que los filósofos postmodernos, y aquí cita a Lyotard, Lefebvre y Foucault, han dado en la tecla al señalar que las teorías científicas siempre contienen un componente subjetivo que responde no sólo a una tendencia de la época sino a una determinada codificación de la realidad objetiva (Aquí, dicho sea entre paréntesis, no es imposible que Laughlin hable de oídas).
De forma realista, nuestro Premio Nobel reconoce que hoy nadie paga miles y miles de dólares «para que te preocupes por la verdad». Ese no es el objetivo que mueve la inversión y el desarrollo científico en su opinión, pero es, en cambio, un asunto central en política y desarrollo de la ciencia. Vale la pena tratarlo en otra ocasión.