El diálogo entre culturas elige a menudo caminos caprichosos. «Leyendo chino -escribía Ernest Fenollosa- no parece que estemos haciendo malabarismos con fichas mentales, sino que vemos a las ‘cosas’ llevando a cabo su propio destino», y así alimentaba este bostoniano de raíces malagueñas su fascinación por la cultura de Extremo Oriente; catedrático de economía y […]
El diálogo entre culturas elige a menudo caminos caprichosos. «Leyendo chino -escribía Ernest Fenollosa- no parece que estemos haciendo malabarismos con fichas mentales, sino que vemos a las ‘cosas’ llevando a cabo su propio destino», y así alimentaba este bostoniano de raíces malagueñas su fascinación por la cultura de Extremo Oriente; catedrático de economía y de estética en Tokio a finales del XIX, creador del museo imperial de Bellas Artes, al parecer nunca llegó a saber chino y leyó la poesía clásica de esa lengua gracias a mediadores japoneses. La muerte interrumpió el trabajo, y los cuadernos con sus borradores de traducción fueron confiados por su viuda a un joven Ezra Pound; con intuición afortunada, pues ni se conocían ni el poeta había mostrado aún interés por ese campo. Pound encontró en las versiones de Li Bai [más conocido en Occidente como Li Po] la precisa fórmula poética que estaba buscando y, más, le pareció reconocer en los signos de aquella escritura el mismo tipo de simultaneidad de la vida moderna, el mismo que le llevó a su definición de imagen: «un complejo intelectual y emotivo en un instante temporal, la presentación instantánea de este ‘complejo'». Catay, su reelaboración de esas versiones sin saber chino tampoco, resultó un libro determinante en el arranque de la modernidad.
El modo en que, según Fenollosa y Pound, las cosas reales se identificaban con los caracteres de la escritura china, y cómo estos se iban yuxtaponiendo para componer nuevas cosas-palabras y multiplicar su potencia de sentido, representó también para Eisenstein un punto de partida. El cineasta ruso -con similar precariedad y mediación japonesa- vio en ese mecanismo una teoría del montaje cinematográfico como la que él investigaba en la década de 1920: que la combinación de cosas produjera un concepto le parecía corresponder «exactamente a lo que hacemos en el cine: combinar tomas que son ‘representativas’, únicas en su significado, neutrales en su contenido, dentro de contextos y series ‘intelectuales'»: una forma de relato-pensamiento que el conflicto entre sus componentes hacía avanzar y que él llamó montaje de atracciones.
Fenollosa, Pound, Eisenstein: la escritura china, con sus milenios de antigüedad, dio base a la imagen y la sintaxis, al collage y el montaje de las vanguardias, a la sacudida que hace un siglo trastornó los fundamentos del arte. Y esto ocurrió aunque sus análisis partieran de un conocimiento mínimo que mitificaba el origen pictográfico, representativo, de los caracteres (ideogramas o jeroglíficos, los llamaban). Se diría que la forma misma de recibir esta influencia incluía ya una ruptura lógica, la exclusión de la exactitud racional como pensamiento único, pretendidamente científico.
Sin embargo, es la descripción que hizo Henri Michaux del encuentro con la escritura china la que personalmente prefiero: «Trazos en todas direcciones. En cualquier sentido, comas, bucles, ganchos, acentos, a cualquier altura, a cualquier nivel; desconcertantes marañas de acentos. Arañazos, fragmentos, inicios que parecen haberse detenido de golpe. Sin cuerpo, sin forma, sin figura, sin contorno, sin simetría, sin un centro, sin recordar nada conocido. Sin regla aparente de simplificación, de unificación, de generalización. Ni sobrios, ni depurados, ni despojados. Como dispersos, tal es la primera impresión». Reconozco esta experiencia de perplejidad, de conmoción al sentir una falta de sistema que supondría no ya una lógica distinta de la occidental, sino su envés. Aunque se resiste a abandonar la ilusión de lo pictográfico, Michaux advierte, quizá por su doble mirada de pintor y poeta, que si en la escritura china alienta una conexión con la naturaleza, no es por representarla; por eso evoca otra leyenda del origen, la del cortesano que, en el remoto siglo XXVII a.C., se fijó en las formas de los insectos y en las huellas de los pájaros sobre la arena húmeda, y las imitó pintando en un panel de bambú con un palo mojado en barniz. El nexo directo con la naturaleza no sería figurativo ni analógico, sino de una especie que no recuerda «nada conocido».
La escritura china procede de un prolongado proceso de abstracción -durante más de cuatro milenios- que no ha producido un sistema de signos limitado y susceptible de articulación, como los alfabéticos, sino una combinatoria de elementos heterogéneos (figurativos, semánticos, fonéticos, gráficos) potencialmente ilimitada. Y ese proceso no discurre de forma lineal, sino que va alternando la abstracción con formas peculiares de concreción e incluso de regreso a la realidad extralingüística. Por ejemplo, ciertos usos idiomáticos se deciden por el tamaño o la forma de los objetos reales (así, los determinantes que presentan objetos alargados -pantalones o ríos- o laminares -papeles o mesas). O se mezclan en la formación de un carácter, de modo variable y no reglado, componentes fonéticos o componentes de sentido, que funcionan como piezas de mecano y cuya aparición no es previsible ni idéntica a sí misma. Y, pese a todo, nunca deja de darse un efecto visual, una expresividad gráfica, una infiltración de la dimensión plástica en el espacio del sentido. Lo sensorial y lo intelectual, lo motivado y lo arbitrario no cesan de fundirse.
¿Hay ahí alguna ley? Forzosamente ha de haberla: una de las grandes culturas históricas se conforma en esta escritura. Y tiendo a pensar que contiene respuestas a algunos de los problemas pendientes en Occidente, como los que plantean las relaciones fundamentales entre lenguaje y mundo, entre naturaleza y pensamiento. Respuestas como las que sugería Pessoa-Caeiro al decir: «la Naturaleza es partes sin todo». No es que en su sistema estos problemas no existan, ni se trata de propiciar esas conversiones tan frecuentes en los orientalistas (el propio Fenollosa fue uno de los primeros budistas americanos). Quizá lo que hicieron Pound o Eisenstein fue aprender a mirar lo nuestro con unos ojos ajenos, asumir esa mirada para vernos desde fuera y abrir campos.
Lecturas:
— Jean-François Billeter, Essai sur l’art chinois de l’écriture et ses fondements. París, Alia, 2010.
— Ernest Fenollosa y Ezra Pound, El carácter de la escritura china como medio poético. Traducción de Mariano Antolín Rato. Madrid, Visor, 1977.
— Ezra Pound, El arte de la poesía. Traducción de José Vázquez Amaral. México, Joaquín Mortiz, 1970.
–, Cathay. Traducción de Ricardo Silva Santisteban. Barcelona, Tusquets, 1972.
— S. M. Eisenstein, «El principio cinematográfico y el ideograma», en La forma del cine. Traducción de María Luisa Puga. México, Siglo XXI, 1999.
— Henri Michaux, Ideogramas en China. Traducción de José Luis Sánchez-Silva. Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2006.
— Fernando Pessoa, Los poemas de Alberto Caeiro, 1. Traducción de Juan Barja y Juana Inarejos. Madrid, Abada, 2011.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.