Cuenta Gregorio Marañón que en la pared de «un palacio viejo de un pueblo de la Mancha» vio una lámina con el retrato de Isabel de Borbón, la primera esposa de Felipe IV, pintado por Velázquez; «debajo del nombre de la reina, una mano antigua había escrito, con tinta que apenas se leía ya: ‘la […]
Cuenta Gregorio Marañón que en la pared de «un palacio viejo de un pueblo de la Mancha» vio una lámina con el retrato de Isabel de Borbón, la primera esposa de Felipe IV, pintado por Velázquez; «debajo del nombre de la reina, una mano antigua había escrito, con tinta que apenas se leía ya: ‘la novia de Villamediana'». Y con razón ve en ello el largo eco de la leyenda de Juan de Tassis, el conde, que nació por azar en Lisboa en 1582 y fue asesinado en plena Plaza Mayor de Madrid en 1622, cinco días antes de cumplir los 40 años. La leyenda de su extremosa vida y de sus amores con la reina fue quizá primero verídica historia y, transmitida de boca en boca, extendida luego por todo el continente; La Fontaine le dedicó unos versos que hablaban de «un alma española más grande que loca», los viajeros y diplomáticos extranjeros la incorporaron a sus relatos, y los autores locales no la han abandonado nunca, empezando por la riada de poemas en el momento de su muerte -todas las grandes firmas del Barroco- o por Tirso de Molina, para quien, al decir de Marañón, habría servido como catalizador del primer Don Juan; a ellos se sumarían Hartzenbuch, el Duque de Rivas, Dicenta, Rosales…
Juan de Tassis heredó de su padre un condado aún reciente y el cargo de Correo Mayor. Fue poeta y cortesano, célebre por el lujo de sus atuendos y el impacto de sus gestos, figura de torneos y festejos, desterrado por deudas de juego, muy próximo al poder y repetidamente alejado de él, exhibicionista y de audacia sin límites, seductor y homosexual, amigo de Góngora, enemigo manifiesto del Conde-Duque de Olivares, el valido de Felipe IV. Pero es su presunta relación con la reina el origen de las anécdotas más repetidas, las que remiten a 1622, cuando ella tiene veinte años y él ya va a morir. Encargado de organizar una fiesta para la corte en Aranjuez, escribe una obra alegórica en la que Doña Isabel tendrá una pequeña intervención; en medio del espectáculo, él mismo provoca un incendio para verse obligado a rescatar en sus brazos a la reina. O acude a un torneo con un traje hecho de reales de plata y la ambigua divisa: «Son mis amores reales». La leyenda hace desembocar tanto alarde en su muerte; el relato de Góngora es memorable en su crudeza: «Sucedió el domingo pasado a prima noche, viniendo de palacio en su coche con el señor don Luis de Haro, hijo mayor del Marqués del Carpio; y en la calle Mayor salió de los portales que están a la acera de San Ginés una sombra que se arrimó al lado izquierdo, que llevaba el Conde, y con arma terrible de cuchilla, según la herida, le pasó del costado izquierdo al molledo del brazo derecho, dejando tal batería que aun en un toro diera horror». La idea de la muerte por amor coronó el mito de este eterno adolescente. Fue enterrado en Valladolid, en la bóveda de la capilla mayor de San Agustín; su cadáver seguía incorrupto años después a causa de la cantidad de sangre derramada.
En 1928 Narciso Alonso Cortés publicó el proceso póstumo que se le incoó por sodomía, turbando la romántica inmortalidad. Es de ver cómo a partir de aquí los sesudos académicos y los eruditos a toda prueba condenan, descalifican, se horrorizan. El mito se agrieta, la muerte parece vejamen en vez de traer un premio de gloria. Fue Luis Rosales, aun con la sombra de estos prejuicios, quien respondió en 1969 con Pasión y muerte del Conde de Villamediana, empresa detectivesca que no se deja bloquear por tabúes monárquicos o religiosos, y que exprime los documentos con inteligencia y, también él, con pasión; su estudio, pese a algo de inacabado y reticente, no solo compone esta rara figura, sino que abre vías de agua en el control ideológico que la imagen de nuestra historia ha sufrido por siglos. Según él, el poder de las sátiras políticas que difundió Tassis -con tal popularidad en el cambio de reinado entre Felipe III y Felipe IV, que se le atribuían incluso las que no eran suyas- le colocó a las puertas de una alta carrera política, que deseaba y procuraba; el asesinato fue tramado por su rival, Olivares -mecenas probado del sicario-, quien pudo obtener el consentimiento del rey gracias a los excesos de Villamediana con la reina; el proceso póstumo habría sido un intento de desarmar la indignación que su muerte produjo. La doble moral institucionalizada -tan propia del concepto español de honra– y la podredumbre de un sistema sin otra finalidad que perpetuarse quedan con su vergüenza a la luz; la mirada al sesgo sobre la historia viene a recordar la conducta de una élite autista en medio de la miseria general y muestra prácticas habituales como la de dictar sentencias de muerte secretas y sin juicio.
La condición de poeta de Tassis ocupa un lugar central: incluso el lema que aceleró su fin es recogido por Gracián como ejemplo de equívoco en Agudeza y arte de ingenio. Auténtico creador de la sátira política y «nuestro primer poeta de amor», según Rosales, es alguien a quien hay que releer. Sus poemas todavía no gongorinos -que Juan Manuel Rozas llamó el cancionero blanco– tienen un tipo de transparencia, una capacidad conjunta de emoción y reflexión, de eslabón entre Garcilaso y el conceptismo, que hace evocar a otro poeta de vida breve, Francisco de Aldana, como si se tratara de una rama abortada de la historia que hoy, en su pura posibilidad virtual, nos interroga. «Derrita el sol las atrevidas alas, / que no podrá quitar al pensamiento / la gloria, con caer, de haber subido», había previsto Villamediana, identificándose con Ícaro.
Pienso en esta latencia de otros desarrollos ante dos lecturas recientes del mito del Conde, muy distintas de las anteriores y también entre sí. Una es la de José-Miguel Ullán, que ya cerraba su libro De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado con las citadas palabras de Góngora sobre el asesinato, y que luego dedicó a Tassis «El desimaginario», extenso ensayo-poema de extraordinaria intensidad. Apurando la oposición que Lezama Lima había intuido, turbiedad y cristal, entre Villamediana y Góngora -«el mineral, los diamantes, los frutos de Góngora se alejaban del lacustre, del junquillo de agua estancada de Villamediana»-, Ullán encuentra en el Conde un ejercicio de pasión que, al quebrar la razón y la medida gongorinas (y también su madurez), lleva la poética a la vida; a la ruptura del orden, las palabras. Reivindicando la «doblez bisexual» y un terrible mal-decir, sería posible a partir de él proponer una poética singular, en la convicción de que solo lo desviado e inasimilable es verdadero, según la práctica existencial prueba: «Solo su ejemplo es hechicero en patria de siluetas uniformes. / Aquí no hay coba: la cuchilla sabe».
La segunda lectura es de Bernardo Atxaga: un largo relato, «Nueve palabras en honor del pueblo de Villamediana», casi inadvertido en el seno del libro que le dio a conocer fuera del ámbito vasco, Obabakoak. Un forastero pasa una larga temporada en el pueblo de ese nombre, en la provincia de Palencia, y su mirada extrañada y su atención ofrecen una de las imágenes actuales más fuertes de Castilla. La belleza sin detalles de la llanura, la sorpresa del bosque sobre el páramo, el color memorable de las estaciones. Y también las gentes, poco a poco descifradas en el curso de los días. Una mirada de fuera que permite hacer consciente la oposición de mundos entre agricultores y pastores, o la separación cotidiana y como islámica de los géneros, o la realidad de un país que tiene su corazón en ruinas -trescientas casas, zonas completas del pueblo-. La imposible figura de un enano que se hace llamar Enrique de Tassis, culto y solitario, conecta el recuerdo de su ficticio antepasado con una apuesta por el desvío, la ruptura de las normas -sobre todo, de las normas tácitas, las más rígidas-, que desvela un límite existencial. Fue lo último que el forastero le oyó decir, sin saber entonces que era una despedida: «¿Sabe cuándo fue empleada por primera vez la palabra ‘desolación’? En 1612».
Lecturas:
– Gregorio Marañón, Don Juan. Madrid, Colección Austral, Espasa-Calpe, 1995.
– Luis Rosales, Pasión y muerte del Conde de Villamediana. Madrid, Gredos, 1969.
– Narciso Alonso Cortés, La muerte del Conde de Villamediana. Valladolid, Imprenta del Colegio Santiago, 1928 (facsímil en internet).
– Conde de Villamediana, Obras (1629). Estudio y edición de Juan Manuel Rozas. Madrid, Castalia, 1980.
– José-Miguel Ullán, Ondulaciones. Poesía reunida (1968-2007). Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2008.
– José Lezama Lima, Sierpe de don Luis de Góngora. Barcelona, Tusquets, 1970.
– Bernardo Atxaga, Obabakoak. Traducción del vasco del autor. Barcelona, Ediciones B, 1989.
(Este texto ha sido publicado en «La sombra del ciprés», suplemento del diario El Norte de Castilla)
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