«Los hombres prácticos que creen estar a salvo de cualquier influencia intelectual suelen ser los esclavos de algún economista obsoleto». (John Maynard Keynes)
La inflación volvió a la carga recién iniciada la década, como hace medio siglo. Los bancos centrales reaccionaron y subieron los tipos de interés (el precio del dinero, idea metafísica donde las haya) elevando el coste de las hipotecas y estrangulando así la economía familiar de los más modestos. Eso sí, la constante del enriquecimiento de los más ricos no se ve alterada como se constata por los resultados de beneficios conocidos estos días en la banca y en las grandes petroleras, mientras desde la política se oyen voces, como la de Pedro Sánchez en la Reunión Anual del Foro Económico Mundial en Davos y la de Joe Biden en el Congreso norteamericano, que denuncian la injusticia de la distribución de la riqueza que se produce con el esfuerzo de todos, con los recursos naturales que no son en realidad propiedad de nadie, pero que explotan unos pocos, poniendo en peligro el bienestar de todos.
Dicen que es distinto esta vez. Que no se están afrontando de igual manera los últimos traumas globales de la pandemia de la Covid y de la guerra de Putin en Ucrania, que sus efectos económicos están siendo tratados con una estrategia económica más expansiva. Quiere decirse que los organismos competentes no están decretando la austeridad como cuando el desastre financiero de 2008; que hay dinero para dar que sirva como recurso motor de la actividad económica.
Pero la inflación es uno de los ogros del capitalismo, difícil de manejar con los recursos de la «ciencia» económica, enormemente dañino en sus efectos sobre la vida cotidiana de quienes se hallan sometidos al imperio del libre mercado. Fue la que quebró la confianza en el paradigma económico keynesiano hace cincuenta años, cuando la llamada crisis del petróleo puso fin a las tres décadas de crecimiento económico y reducción de la desigualdad tras la Segunda Guerra Mundial.
Lo explica muy bien el periodista y escritor británico Nicholas Wapshott en su libro aparecido en castellano el año pasado bajo el titulo Samuelson versus Friedman: la batalla por el libre mercado. En él pone en evidencia lo controvertida que es la condición de ciencia de la economía. A lo largo de sus páginas son confrontadas dos visiones del capitalismo que han marcado su desarrollo a lo largo del siglo pasado, dos paradigmas económicos podríamos decir, en el sentido de que ofrecen dos maneras de entender la forma en que el libre mercado debe relacionarse con el Estado.
El concepto de paradigma lo acuñó Thomas Kuhn y lo desarrolló en su libro La estructura de las revoluciones científicas de 1962. Cada paradigma constituye un sistema de creencias, valores principios y premisas que determinan la visión que una comunidad científica tiene de la realidad, que delimita el ámbito de preguntas y problemas que es posible estudiar, así como los métodos para hacerlo. Dentro del paradigma el objetivo de la ciencia (también de la economía supuestamente) es ofrecer modelos teóricos capaces de explicar la mayor cantidad de observaciones dentro de un marco coherente. Idealmente se trata en fin de sobreponerse al prejuicio ideológico mediante la honestidad intelectual que afronta los hechos y se somete a la normatividad racional.
Ciertamente es más fácil decirlo que hacerlo, porque la ciencia es un producto de la actividad humana, es decir, de seres sujetos a la espontaneidad psíquica que no es de suyo racional. Cuando hablamos del estudio de la realidad social, el ámbito del que se ocupan las ciencias sociales o humanas como la economía, el estudioso se tropieza con la dificultad de fundamentar un conocimiento riguroso de un objeto altamente complejo. Por otro lado, al tratarse de algo tan cercano en interés al ser humano –a fin de cuentas se trata de estudiarnos a nosotros mismos– resulta muy complicado mantener el desapego necesario que nos garantice el nivel suficiente de objetividad. Tampoco hay que despreciar el efecto distorsionador en aquellas materias que, como la economía y las ciencias políticas especialmente, se hallan necesariamente conectadas con la dirección de la actividad social que implica intereses de poder a menudo en contraposición. Lo hemos comprobado recientemente en nuestro país con las acusaciones que se han dirigido contra la política económica de nuestro actual Gobierno, tachada desde la oposición de ideología, porque –claro está– la ciencia la aplicará el PP cuando vuelva a ser suyo el poder ejecutivo (léase mi artículo ¿Quién pone la ideología por encima de la economía?).
El libro de Nicholas Wapshott es un excelente exponente de esa difícil posición que ocupa la economía como ciencia social, sustentada siempre en presupuestos filosóficos muy cuestionables, que implican todas las áreas de la filosofía, incluida la fundamental de la ontología, la antropología y la ética. Una ciencia (supuestamente) que no puede dejar de lado en ningún momento su vertiente práctica que la vincula necesariamente con la política y que, en consecuencia, ha de moverse en el pantanoso territorio de los medios y los fines, la confrontación por el poder y el conflicto de intereses. Esta es ya una cuestión previa objeto de debate a la hora de decidir el paradigma económico: si la economía debe limitarse a establecer los mejores medios para alcanzar unos fines determinados o si también le concierne prescribir cuáles deben ser esos fines en sí mismos –cuestión más propia del dominio de la ética o incluso de la política–.
El citado libro de Nicholas Wapshott, además de ser una apasionante lectura desde el punto de vista histórico, es un excelente documento que da prueba de la complicada encrucijada en la que se halla instalada la economía en su intento de comprender un aspecto de la realidad humana trascendental para la subsistencia de nuestra especie y la definición de nuestro destino colectivo; clave, en definitiva, para afrontar con éxito los retos globales que se nos presentan. Página tras página demuestra el inapreciable valor de la historia, que en su caso es la del enfrentamiento que, dentro de una buena relación de amistad, mantuvieron a lo largo de las décadas de la segunda mitad del siglo pasado dos economistas punteros: Paul Samuelson y Milton Friedman. Ambos muy influyentes tanto en el mundo académico como en el ámbito de las decisiones políticas. El primero, epígono del inconmensurable John Maynard Keynes, el gran economista que lo fue todo para la política económica que orientó a los gobernantes más poderosos de Occidente tras la Gran Depresión, inspirador del New Deal de John D. Roosevelt y del proyecto del estado del bienestar del primer ministro británico Clement Attlee.
Keynes fue el más conspicuo crítico del paradigma económico del laissez faire, esa idealización del libre mercado que lo concebe como un sistema que, sin el lastre de la regulación estatal, supuestamente debía llevar a las personas al súmmum de la prosperidad, pero que a juicio del economista inglés peor funciona cuanto más difíciles son los tiempos. Tenía para sí más bien que un verdadero sistema del laissez faire no era otra cosa que un mito, una quimera. Quienes sólo confían en la libertad de mercado caen del lado de la economía entendida como un acto de fe y no como método de evaluación de hechos objetivos. En la actualidad, un experto en el mercado financiero como Jonathan Tepper se dedica a demostrar por extenso y mediante un análisis del crecimiento de los monopolios y el deterioro de las condiciones para la libre competencia lo certero de la sospecha de Keynes. Su planteamiento radical en el libro titulado El mito del capitalismo, coescrito con Denise Hearn, le lleva a advertir en sus páginas finales lo siguiente: «La economía no es una ciencia, y no está preparada para explicar qué valores queremos fomentar o cómo deseamos organizar la sociedad». Lo cierto y verdad es que décadas de desregulación no nos han conducido a un mercado más libre donde se fomente la competencia sino a todo lo contrario.
El abandono del laissez faire que propugnó hace un siglo Keynes le llevó a la incorporación del Estado al sistema capitalista, puesto que el mercado, abandonado a su suerte, era un mecanismo inapropiado para garantizar la prosperidad de todos; con palabras que él mismo dejó escritas: «es evidente que una sociedad individualista abandonada a sí misma no funciona bien, ni siquiera de forma tolerable». Esta evidencia convertida en axioma fue empíricamente constatada en la Gran Depresión de 1929, que supuso un auténtico cataclismo social con gravísimas repercusiones en el plano político a escala internacional. Es indudable que tuvo su importante cuota en la causación de los trágicos acontecimientos de las décadas de los treinta y cuarenta, particularmente en los ascensos de los fascismos y la Segunda Guerra Mundial. A partir de esa amarga experiencia histórica la política económica situó en la prioridad de sus objetivos la lucha contra el desempleo, asumiendo el fracaso del libre mercado en la procura de su consecución. El capitalismo requería de una gestión eficaz y el Estado debía hacer lo que los individuos no eran capaces de llevar a cabo dentro de los límites que permitía el libre mercado. Contra Friedrich Hayek, que advirtió en 1944 en su libro Camino de servidumbre (biblia del antisocialismo económico) contra cualquier mínimo elemento de política económica intervencionista por ser preludio seguro de la liquidación de la libertad del individuo, Keynes reivindicaba en carta personal dirigida a aquél el valor de la ética para garantizar que la participación del Estado en el mercado no se vuelva autoritaria: «el regreso de la filosofía social a los valores morales adecuados», reclamaba. En la sociedad que se rige por el principio del individualismo mercantilista los problemas de todos no son problemas de nadie, mientras que la buena sociedad entiende que los problemas de todos son problemas de todos.
A partir de los años treinta del siglo pasado la filosofía económica imperante fue la definida por el paradigma keynesiano. Y así se mantuvo durante décadas; pero fue un periodo de tiempo, no obstante el éxito desde el punto de vista de la prosperidad y la disminución de la desigualdad en los países del mundo industrializado, en el que hubo siempre una voz discrepante que mantuvo viva la llama de la utopía del capitalismo libertario, epígono en cierta medida del pensamiento de Hayek y adalid apasionado de la cruzada del antisocialismo económico, el maestro de la escuela de Chicago, Milton Friedman. Al igual que Hayek fue el antagonista de Keynes, Friedman lo fue de Samuelson, neokeynesiano éste último que dio forma científica a las ideas más relevantes de la economía en un manual de la disciplina editado multitud de veces a lo largo del siglo, Economía (Economics, publicado por primera vez en 1948).
Para Friedman, como para los libertarios en general, la panacea para los males de la sociedad se encontraba en las fuerzas del libre mercado; la virtud cívica por excelencia no venía definida por la preocupación por la justicia o la solidaridad, sino por evitar el endeudamiento público y el gasto gubernamental. Desde su perspectiva, la intervención estatal dirigida a aliviar las dificultades por las que pudiera pasar la ciudadanía efecto de las dinámicas económicas –de suyo amorales– propias del capitalismo podía estar inspirada por la mejor de las intenciones, pero adolecía del sesgo ideológico socialista, en contradicción con la verdadera ciencia económica, y era contraproducente al inhibir el buen funcionamiento del libre mercado, frenando así el crecimiento económico, el único y válido objetivo a preservar.
La prueba del imperio casi absoluto del paradigma keynesiano durante prácticamente cuatro décadas del siglo pasado en lo referente a la macroeconomía y al diseño de las políticas económicas es la frase que pronunció el Presidente norteamericano Richard Nixon en 1971: «ahora todos somos keynesianos»; y lo decía un republicano, es decir, un político conservador. Tal era la fuerza del consenso en torno al modelo económico (y era cuando la tasa impositiva a la riqueza de los muy ricos alcanzaba el setenta por ciento).
Pero pocos años después llegaría el momento en el que tendría lugar ese punto de inflexión que nos llevó al cambio de paradigma, coincidiendo con la concesión del Premio Nobel de Economía a Milton Friedman en 1976, hasta entonces una luminaria solo para los más conservadores que soñaban con el paraíso en la tierra que él propugnaba, el del capitalismo libertario. Cuando sobrevino la crisis del petróleo lo que le proporcionó el espaldarazo definitivo a su propuesta de paradigma fue la llegada de la estanflación, el nulo crecimiento acompañado de alta inflación. Este aciago acontecimiento puso a prueba las certezas de la economía entonces ortodoxa que era la keynesiana y tuvo su efecto también sobre las dinámicas políticas, algo que quedó patente de forma casi desesperada en el discurso del Presidente Jimmy Carter de julio de 1979. Palabras proféticas las suyas cuando dijo: «estamos en un punto de inflexión en nuestra historia». Y a renglón seguido advirtió del camino hacia el que parecía dirigirse la nación norteamericana –y con ella el orbe entero–, un camino que según él conducía al fracaso a través de la fragmentación social y el imperio del interés egoísta. «Bajo esa senda –advertía– se halla una idea equivocada de libertad, la idea de conseguir para nosotros alguna ventaja por encima de los demás». Esa idea estaba presente en Capitalismo y libertad, quizá la obra de mayor divulgación de Friedman aparecida en 1962 (por cierto, sin apenas ruido festivo en su cincuentenario que fue el año pasado).
Este es un presupuesto ético del neoliberalismo que supo ver en ese momento de inflexión histórica el Presidente Carter. También Milton Friedman, quien por entonces resumió el momento con la frase «la marea está cambiando». Suyo es el mérito del exitoso cambio ideológico. Él fue quien facilitó así el relevo de paradigma económico que se implantaría hasta nuestros días con la cruzada de Reagan contra el Estado y los impuestos, y el prolongado mandato de Maragaret Thatcher en Gran Bretaña planteado políticamente a partir del axioma de que no existe la sociedad sino únicamente el individuo.
El monetarismo de Friedman, su gran teoría económica, eso sí, no pudo ser llevado a la práctica tal como él proponía. Su propuesta de control del flujo monetario a partir de una medición exacta del dinero circulante en cada momento y la velocidad a la que circula es algo técnicamente difícil por no decir imposible de lograr. Pero sí que ha sido evidentemente exitoso su ataque al Gran Estado. Su idea de que éste solo es el responsable de la inflación, así como su repulsa al déficit y al endeudamiento como recursos para afrontar las crisis. Paul Samuelson lo reconoció a su muerte; al tiempo que subrayaba sus inconsistencias en el plano estrictamente de la economía reconocía en carta dirigida a su viuda que «Milton Friedman, más que ningún otro erudito del siglo XX, ha movido a los economistas eruditos hacia la derecha, hacia el libertarismo del libre mercado». Su gran éxito consistió en haber hecho creer que su ideología era la verdadera ciencia económica, una ciencia positiva de la misma condición que la física o la química. El sesgo ideológico es evidente cuando sistemáticamente –como comprobamos en nuestro país– se tacha de ideología la política económica de la izquierda y de ciencia económica lo que guía las decisiones de gobierno de la derecha.
Las declaraciones de los líderes políticos referidas al comienzo de este artículo parecen expresar la intención de corregir la deriva hacia el libertarismo económico que culminó con la gran crisis financiera de 2008, y que ha venido favoreciendo a la élite de los millonarios en perjuicio de la inmensa mayoría. Quizá esta ola de inflación actual, nostálgica de los setenta, que a tientas se trata de aflojar traiga consigo una vez más un cambio de paradigma económico, aunque no sea de índole radical. Desde luego la coyuntura crítica actual derivada de la pandemia y de la guerra de Putin no se está afrontando desde el dogma friedmanita de la austeridad (lo que sí se hizo en 2008 en Europa). Ahora bien, hace falta mucho más que discursos si se pretende prevalecer políticamente sobre los poderosos intereses que existen y que conjuran al fantasma de Milton Friedman para que siga haciendo que les tiemblen las piernas a nuestros gobernantes progresistas a la hora de tomar las decisiones verdaderamente congruentes con la justicia social y el bien común.
José María Agüera Lorente es catedrático de filosofía de bachillerato y licenciado en comunicación audiovisual.
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