En el devenir de nuestros países se registran momentos excepcionales de búsqueda de lo nuevo, de cambios que nos acerquen al bien común. En Ecuador, uno de esos momentos de síntesis transformadora se dio en la coyuntura de la Constituyente de 2007 – 2008. Un consenso del mayor alcance social fluyó por múltiples vías […]
En el devenir de nuestros países se registran momentos excepcionales de búsqueda de lo nuevo, de cambios que nos acerquen al bien común. En Ecuador, uno de esos momentos de síntesis transformadora se dio en la coyuntura de la Constituyente de 2007 – 2008. Un consenso del mayor alcance social fluyó por múltiples vías y se plasmó en un texto constitucional que llenó de orgullo a la mayoría casa adentro y se proyectó como ejemplo al mundo. Fue un momento de entusiasmo y toma de conciencia colectiva que permitió adoptar la lógica de los derechos por sobre la primacía de los intereses particulares o sectoriales, el horizonte inédito del Buen Vivir como alternativa desde lo propio.
Ese compromiso mayoritario con un cambio integral y la legitimidad incontestable de la Constitución vigente no aseguran, sin embargo, su viabilidad per se. Esta depende de dinámicas imbricadas de gobierno y sociedad capaces de disputar el poder, de afirmar y ampliar condiciones para el cambio, más aún en contextos de desigualdades estructurales y poderes fácticos que buscan perennizarlas.
El asedio a los consensos históricos de la Constitución y de otros instrumentos derivados de ésta -por ejemplo la Ley de Comunicación- ha sido una constante desde grupos de interés integrantes de la oposición. Su añoranza de fórmulas previas de mesas de ‘diálogo y concertación’, de pactos ad hoc, acompañó su condena a la primacía del interés público y a los límites puestos al poder del mercado. Otro frente un tanto inesperado de asedio ha provenido de formatos de ‘participación’ local que generan micro decisiones y acuerdos puntuales en torno a intereses y hasta caprichos grupales o momentáneos por sobre definiciones estratégicas, derechos y normas.
En los años transcurridos los avances, si bien desiguales, han sido apreciables. Los pasos en recuperación de lo público, de la soberanía, los adelantos en la institucionalidad democrática -hoy injustamente denostada-, el sentido de preeminencia de los seres humanos por sobre el capital, la mejoría de condiciones de vida, son, entre otros, pasos de enorme significado en una búsqueda post neoliberal contracorriente.
Así, ¿cuándo y cómo evaluar la validez de un modelo constitucional de estos alcances? Sin duda no en el corto plazo y con miras a ‘desechar’ partes atendiendo a presiones de grupos de interés. Lejos de esto, crear condiciones para seguir avanzando fue el desafío implícito en el resultado electoral de 2017, cuando en compleja disputa la mayoría refrendó la voluntad de proseguir con un proyecto y un proceso que desborda personas e incluso los límites de las organizaciones políticas. Una decisión en firme que se esperaba fuera así asumida por los electos.
Pero asistimos a un desconcertante fenómeno de transformación de victorias en derrotas, de autodestrucción. El nuevo Presidente Moreno, en legítimo afán de marcar estilo propio y condiciones de gobernabilidad, optó por el extraño camino de desacreditar a su antecesor y su legado, de distanciarse del movimiento Alianza País y su programa de gobierno. En cambio, para diversificar su entorno, generó diálogos con sectores empresariales, políticos y otros, concediendo igual estatus a intereses y derechos. También se ha modificado el balance entre criterios personales y estructuras y lineamientos institucionales, en beneficio de los primeros. El ex Presidente Correa, a su vez, reacciona desde su domicilio en Bélgica con una lógica defensiva, dejando un vacío de liderazgo estratégico, de conducción de proceso.
Una derecha ya fortalecida por errores ajenos más que por méritos propios, encuentra este nuevo momento de cosecha a costa del debilitamiento de las condiciones para sostener un proyecto transformador. El caudal de apoyo a la Revolución Ciudadana se erosiona con el desacierto de apuntar a conflictos con adversarios equivocados, con temas y modos erráticos.
En este ambiente, tan distinto de aquel de refundación constitucional del Estado ecuatoriano, se ha convocado una Consulta Popular y se ha llegado a hablar también de una nueva Asamblea Constituyente. Ejemplos no faltan para mostrar que no siempre una Consulta refleja o refuerza la democracia. ¿Podría, acaso, resultar lo contrario cuando se trata de usar la Constitución como escudo para dirimir diferencias políticas o para legitimar arreglos basados en intereses?
La Constitución y las institucionalidad derivada ofrecen mecanismos para avanzar con un sentido de proceso sin afectar su esencia, para hacer frente a los asedios provenientes de grupos de interés. Han permitido avances cualitativos inéditos en todas las funciones del Estado y para impulsar mecanismos de redistribución, por ejemplo un esquema tributario progresivo. Al abrirse, como se ha hecho, una recolección de preguntas que serán base para definir la Consulta, se da paso a evaluaciones superficiales, interesadas, marcadas por resentimientos o ambiciones particulares, que no pueden ser la pauta para desechar sin más, cerrando una oportunidad irrepetible, esfuerzos válidos que deben ser continuados.
La Constitución no puede ser manejada como desechable en partes, a conveniencia, ante todo porque se estaría desechando un resultado histórico que difícilmente podrá reeditarse, ni en el corto ni en el largo plazo. Se trata justamente de ese consenso amplio logrado, que tuvo como eje la búsqueda del bien común, la recuperación y ampliación de soberanías, la integración inédita de la noción de Buen Vivir.
Los asuntos de ajuste institucional o normativo aludidos como motivo para este ejercicio electoral, bien podrían ser abordados y resueltos a través de los mecanismos existentes, abonando a su consolidación y fortalecimiento, tal el caso del Consejo de Participación Ciudadana, que representa un paso adelante de todo lo previo, con miras a fortalecer su capacidad de acción y respuesta, su pertinencia como función encargada de articular los procesos de control entre otros. ¿No convendría maximizar la aplicación de los mecanismos existentes en lugar de declarar prematuramente su obsolescencia?
¿Qué resultará de una Consulta en estas condiciones? Tal vez sólo podrá derivarse la victoria pírrica de refrendar un supuesto caudal político ‘propio’, proposición que forma parte del collage de tesis opositoras al cambio, a costa de debilitar un proyecto que es origen y horizonte del gobierno electo y que puede quedar en el camino.