Siempre he sido de la opinión que los seres humanos, sea por gracia divina o genoma humano, estamos dotados de dos cerebros. Uno suele ser utilizado, ocasionalmente, para pensar, reflexionar, expresarnos…hasta, incluso, para escribir esta columna, aunque haya quien lo dude. El otro cerebro, algo más voluminoso, tiene entre otras funciones y usos, tan placenteros […]
Siempre he sido de la opinión que los seres humanos, sea por gracia divina o genoma humano, estamos dotados de dos cerebros.
Uno suele ser utilizado, ocasionalmente, para pensar, reflexionar, expresarnos…hasta, incluso, para escribir esta columna, aunque haya quien lo dude.
El otro cerebro, algo más voluminoso, tiene entre otras funciones y usos, tan placenteros como innombrables, el de permitir que nos sentemos.
Curiosamente, hay seres humanos, y todos conocemos unos cuantos, a los que, por congénita carencia o simple falta de uso, se les atrofió el cerebro de arriba, viéndose en la necesidad de apelar a un intensivo uso del de abajo, con independencia de sus propias funciones.
Las consecuencias de la atrofia cerebral superior, involutiva y acelerada, ligada, casi siempre, a la extrema debilidad del pensamiento racional, genera en el sujeto afectado por la merma cerebral una incontinencia oral sin restricciones, tipificada como «hablar mierda», de la que existen numerosas especies que, no sólo no corren peligro de extinción alguno sino que se multiplican como la verdolaga, especialmente, por ciertos canales de televisión.
Y todo ello se agrava al disponer de un solo cerebro para funciones tan disímiles como opinar y defecar.
El resultado de tantas malolientes paradojas es el llamado contertulio, suerte de prominente trasero dotado de humana resonancia que, para no contrariar la máxima aquella de que la función crea el órgano, ha logrado, a base de constancia, paliar sus limitaciones cerebrales superiores, reproduciendo desde sus más hondas entrañas sonidos casi pensantes, casi racionales.
Ayer uno clamaba contra la violencia «a las buenas o a las malas», y otro más sumaba su evacuación a la tertulia con otra escatológica precisión… «y a las peores también».
Cuando ya fueron tres los invitados a tanta excrementosa y televisada exhibición, acaso porque el último «cueste lo que cueste» podía no ser debidamente interpretado, un cuarto contertulio, aprovechó su licencia para conducir exabruptos y concluyó: «…a los violentos hay que escupirles en la cara».
Con la sosegada exhibición de bien pensantes concluida, una postrera sentencia de otro postrero contertulio quiso cerrar la puerta: «…y que se pudran en la cárcel».
Al día siguiente volverían a hablar de Paquirrín, la Pantoja y el alcalde.