Tal parece que un requisito casi imprescindible para convertirse en contertulio de los grandes medios de comunicación es haber sido «rojillo» alguna vez. No rojo, que suena demasiado ortodoxo, casi estalinista, sino «rojillo», un término más entrañable y familiar. Y tampoco recientemente, sino entonces, cuando la dictadura justificaba, incluso, ciertas veleidades comunistas a los que […]
Tal parece que un requisito casi imprescindible para convertirse en contertulio de los grandes medios de comunicación es haber sido «rojillo» alguna vez. No rojo, que suena demasiado ortodoxo, casi estalinista, sino «rojillo», un término más entrañable y familiar. Y tampoco recientemente, sino entonces, cuando la dictadura justificaba, incluso, ciertas veleidades comunistas a los que hoy fungen de oráculos y árbitros de la opinión pública.
Al paso que vamos, no me sorprendería que, cualquier tarde, hasta contertulias tan habituales en la radio y la televisión como Paloma Zorrillo, cuya incontinencia verbal sólo es comparable a su verbal incontinencia, reconozca haber llegado al Opus desde su pasada militancia troskista.
Y es que contar con un pasado «rojillo», así fuera tan fugaz que no quede ni memoria del viaje, ni siquiera constancia en muchos casos, para mejor arremeter contra su espejo, sirve a algunos amigos de tangos y milongas como común coartada con que cubrirse «la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser».
Coartada, por otra parte, que goza, no por casualidad, de especial predilección en las gerencias y despachos en las que se reparten cámaras y micrófonos, además de otras gracias y retribuciones.
Habrá quien piense que la revelación del remoto pasado «rojillo» en boca de tantos contertulios sólo busca enfatizar en el ánimo de la audiencia un mayor conocimiento de causa a la hora de discutir un problema, cualquier conflicto, pero lo que en verdad revela es la absoluta falta de criticidad o pensamiento en eso que se ha dado en llamar «derecha», que tiene que nutrirse en la otra orilla de voces que la representen, o alardear, como virtud que se persigna, de haber estado alguna vez al otro lado.
Por ello nunca vamos a escuchar a un contertulio que, actualmente, siga siendo «rojillo» o, simplemente, rojo, reconocer que fue facha o macho enjaulador o embaucador de almas o déspota patrón. Como excepción, quienes alguna vez hemos dado gracias a Dios y a su Iglesia por nuestro presente ateismo.
Y es que la derecha siempre ha tenido una pésima opinión de sí misma, lo que explica la dificultad que ha manifestado siempre para definirse. Mientras algunos partidos, con mayor, menor, o ningún derecho, se disputan el favor de encarnar la izquierda, en la derecha nadie se reconoce como tal, todos se dicen partidos de centro. Tampoco vamos a escuchar nunca a uno de sus representantes, sea en el Congreso o en un medio de comunicación, reivindicar su espacio o su opinión a nombre de la derecha. Haber sido «rojillo», sin embargo, no sólo ya no es causa de vergüenza, ni siquiera pone en riesgo el empleo.
Además, el que se haya extendido entre tantos contertulios esa costumbre de reconocerse memorias «rojillas», que casi ya parece una epidemia, para mejor ilustrar sus actuales desvaríos, sirve a las empresas de comunicación para reducir la nómina de oráculos y ahorrarse algunos sueldos, dado que ahora cuentan con dos contertulios en uno. El mismo invitado que, por ejemplo, ha defendido las ventajas del tren de alta velocidad, capaz de depositarnos en la puerta de la oficina de empleo una hora antes, es también, desde su pasado «rojillo», el encargado de traducir la opinión contraria, caso de que exista, y hasta valorarla.
El problema es lo aburridas, lo falsas, lo insulsas, lo insoportables que se vuelven las tertulias.