Dentro de diez días hará diez años de los atentados famosos en Nueva York y Washington. La población del mundo, convertida en público, vio miles de veces las mismas imágenes de aviones impactando a unas torres que se deshacían de inmediato. Tres mil muertos certificaban la gravedad del asunto. Desde entonces la ideología imperialista de […]
Dentro de diez días hará diez años de los atentados famosos en Nueva York y Washington. La población del mundo, convertida en público, vio miles de veces las mismas imágenes de aviones impactando a unas torres que se deshacían de inmediato. Tres mil muertos certificaban la gravedad del asunto. Desde entonces la ideología imperialista de la lucha contra el terrorismo se impuso, a tal punto que hasta sus opositores se ven en la necesidad de utilizarla, y muchos terminan adaptando su pensamiento a ella. Esa victoria es mayor que las obtenidas en una década de «batallas contra los servidores del mal». Claro que la utilización impune y descarada de la violencia contra las personas y los pueblos inermes ha sido y sigue siendo lo habitual, pero lo fundamental para el dominio del capitalismo imperialista a escala mundial es el control de las opiniones y los pensamientos que consumen las mayorías, es el paso de la estrategia y las técnicas antisubversivas a una gigantesca operación dirigida al control permanente de los valores, la vida espiritual y las capacidades de esas mayorías.
Diez años de asesinatos en masa o selectivos, agresiones armadas a países, derribo descarado de gobiernos, ocupaciones militares, imposiciones abiertas, bombardeos de ciudades o bodas, secuestros, campos de tortura, son algo muy incómodo para una operación que pretende lograr el consenso de la mayoría de los oprimidos y dominados. ¿Cómo desmontar los extraordinarios avances en el ordenamiento internacional, el aprecio y reclamo de convivencia humana y la capacidad de rechazo y condena a los crímenes y los abusos de los poderosos, que se extendieron tanto en el mundo durante el siglo XX? Ya no podían apelar a ideologías de supremacía abierta, chovinista y racista, de «pueblos elegidos», que justificaran y exigieran ser despiadados, como fue el fascismo. Sin desdeñar el manejo de gran número de formas tradicionales que perviven, de subestimación de unos seres humanos por otros, de prejuicios y de usos crueles, el sistema combina la exaltación manipulada de valores centrales -como el individualismo–, la producción y el consumo masivos de informaciones, opiniones y gustos rigurosamente seleccionados, organizados e impuestos con medios y métodos totalitarios, y la naturalización de todos los eventos sociales que considera convenientes. El conjunto constituye un formidable complejo cultural favorable a la permanencia de la dominación capitalista.
¿Se trata del triunfo de la astucia y la sagacidad, o de una necesidad crucial que ha encontrado un buen modo de solventarse? Asomémonos a las condicionantes de la cuestión.
Está en curso la liquidación progresiva de la soberanía nacional y la autodeterminación, que después de 1945 casi todos los pueblos del planeta obtuvieron, o tuvieron la conciencia de que eran valores superiores que era imprescindible obtener. La soberanía y la autodeterminación han estado en la base de la personalidad cívica de miles de millones de personas, han sido una motivación para sacrificios y heroísmos supremos y el contenido más visible del sistema internacional de la segunda mitad del siglo XX. Durante siglos, el capitalismo pudo ser y desplegar todos sus logros a costa de negarles soberanía y autodeterminación a las mayorías del planeta, mediante su empresa universalizadora más criminal y de consecuencias más trascendentes: el colonialismo. Después de 1945 esa situación cambió radicalmente por la conjunción de dos grandes procesos: las luchas y los sacrificios de cientos de millones de personas que hicieron revoluciones o movimientos independentistas; y las transformaciones del sistema económico y del poder de las potencias en el seno del capitalismo, que generalizaron el neocolonialismo.
En esa segunda mitad del siglo, el desarrollo de aquella mayoría del mundo –que llamaban «subdesarrollada»– fue el objetivo de innumerables proyectos, esfuerzos, estrategias y gastos de energía. Revolucionarios y reformistas, aliados y enemigos de los imperialistas parecían compartir ese ideal, aunque lo cierto es que lo identificaban de maneras muy diferentes. Lo que tenían en común –lograr el llamado desarrollo– era una lección extraída de la historia económica del capitalismo, y las condiciones en que lo intentaban eran las de una nueva fase de la universalización imperialista. Pero su contenido divergía mucho, ya que unos pretendían que su país fuera dueño realmente de sus recursos y sus decisiones, y tenían como objetivos beneficiar a la mayoría de su población y ser autónomos respecto al sistema mundial. Otros, por el contrario, asumían nuevas integraciones subordinadas al sistema mundial, mantenían la explotación capitalista de los recursos y del trabajo y repartían la mayoría de las riquezas entre los extranjeros y minorías del propio país. Es decir, unos se debían al socialismo de liberación nacional y otros al capitalismo.
El neocolonialismo constituyó la madurez de la universalización del capitalismo. Considerado en un sentido más amplio que el dominio económico con medios indirectos, reconocía, en varias dimensiones y hasta cierto punto, las libertades, los intereses y la dignidad de los dominados. En el mundo real -que no se parece al de los sectarismos– existieron y se desplegaron realidades y experiencias muy diversas a lo largo del planeta, con resultados sumamente variados para las personas y los países. Se crearon más de cien nuevos Estados; la mayor parte de ellos se reconocieron como perteneciente a un mundo que llamaron «tercero», y llegaron a establecer algunas coordinaciones, aunque eran muy diferentes, en ciertos aspectos a un grado abismal. En esta región se establecieron –unidas, combinadas o mezcladas– todas las contradicciones que dimanan del proceso histórico que han llamado modernidad y las propias de las culturas y los sistemas previos a las colonizaciones, desde las provenientes de las formas más terribles de desigualdad y los más bajos niveles de calidad de la vida hasta las procedentes de los intentos de constituir sociedades socialistas de liberación. Pero era un mundo que albergaba realidades, proyectos y estrategias propias, y esperanzas.
Como resultado de la época de crisis que sufrió entre 1914 y 1945, el capitalismo se vio obligado a profundizar, en sus países centrales, políticas sociales beneficiosas para amplios sectores de población, y a darles legalidad y permanencia a medidas reformistas. Con diferencias, casi siempre el Estado fue su garante o ejecutor. El alto nivel de las luchas de clases y el descomunal conflicto armado de 1939-1945 estuvieron en la base de esos logros, pero el sistema llegó a pensarlos e integrarlos como parte de su economía política y sus políticas económicas. Amplios pactos sociales respaldaron y fortalecieron los sistemas políticos. En muchos países «subdesarrollados», las revoluciones, movilizaciones y resistencias populares conquistaron políticas sociales y reformas favorables a mayorías; en cierto número de países, gobernantes y sectores dominantes locales viabilizaron esas conquistas y las integraron a su gestión. En todos los países «subdesarrollados» que continuaron dentro del sistema capitalista se mantuvieron gigantescas diferencias en la actividad de las personas, el ingreso, los servicios y la calidad de la vida, injusticia social atada al carácter de las relaciones sociales fundamentales y al carácter de las relaciones del país con el sistema capitalista mundial. Pero hasta los más humildes supieron que el hambre tiene causas sociales, las mayorías exigían políticas sociales y reformas que los favorecieran y el mundo político, los empresarios y los gobiernos estaban obligados a tenerlos en cuenta.
En esa época se generalizaron bastante en el planeta el gobierno por representaciones, los sistemas políticos con partidos y elecciones periódicas, la participación de mayorías en las jornadas cívicas, los equilibrios de los poderes públicos a escala nacional y local, el predominio de ideas que se suelen llamar democráticas y las demandas de que los gobiernos y los Estados las realicen o las respeten. Es cierto que ha sido un campo de batalla entre las formulaciones, instituciones, sentimientos e ideas, por un lado, y por otro sus incumplimientos y defectos, y las violaciones y manipulaciones que han colmado su existencia. El capitalismo rechazó y combatió a la democracia a lo largo de su historia, la adaptó a su dominio según fue madurando y ha sido su principal usufructuario. Pero ella constituye un avance formidable en el largo camino humano y social de búsqueda de formas de convivencia que instituyan la igualdad y la equidad reales, la justicia como norma y el poder del pueblo sobre los procesos sociales. Uno de los errores más graves del socialismo ha sido el menosprecio a la democracia, que le regala al capitalismo lo que solamente un poder popular anticapitalista podría desarrollar, y facilita la conversión de las transiciones socialistas en nuevos sistemas de dominación de minorías sobre las mayorías.
En los últimos treinta años se han ido abatiendo todos los avances a los que me he referido. La naturaleza actual del capitalismo -hipercentralizado, excluyente, parasitario, estafador en finanzas y cobrador de tributos, depredador del planeta– ha sido decisiva en ese proceso. Profundizar en sus características y actividades principales evidenciaría que está obligado a ser monstruoso, incluso respecto a aspectos que integraban su propio orden. El capitalismo tiene una necesidad vital de arrebatarle al mundo aquellos avances. Al inicio del período reciente se vivían los efectos de la segunda gran ola revolucionaria del siglo, que tuvo su centro en el llamado Tercer Mundo, pero incluyó un ciclo de grandes protestas en muchos países de los llamados desarrollados. Para pasar a la ofensiva y revertir la situación se apeló a sabias combinaciones: debilitar las instituciones y coordinaciones que pudieran servir al Tercer Mundo; librar guerras «de baja intensidad»; conservatizar en alto grado las prácticas y el lenguaje políticos, pero también el material ideal que se da a consumir a la gente; apoderarse de banderas como la de los derechos humanos y lanzar campañas como las supuestas luchas contra el narcotráfico y la corrupción; no oponerse en América Latina al fin de las dictaduras de «seguridad nacional».
La autoliquidación de los regímenes de dominación existentes en Europa en nombre del socialismo fue para el imperialismo un evento feliz en medio de esas tareas.
La base de aquella ofensiva provino del despliegue de la nueva fase del capitalismo mundial. Neoliberalismo es la palabra clave que permite sintetizarla. Ella brinda ropa y excluye explicaciones para la aplicación de las más rígidas y despiadadas medidas de un imperialismo económico que resuelve las tremendas contradicciones inherentes a su desarrollo mediante la destrucción de los equilibrios económicos y sociales preexistentes, la imposición a todos de los rasgos de su naturaleza actual, la exclusión práctica del sistema de una parte de la población del mundo, la profundización de las desigualdades y la multiplicación de las iniquidades. Es, al mismo tiempo, la palabra clave de una ideología del desarme de toda resistencia o protesta, que franquea un retroceso descomunal del intelecto humano: el paso de los hechos económicos del terreno de las relaciones sociales al reino de la naturaleza.
Las víctimas necesarias de este proceso han sido la soberanía nacional de la mayoría de los países y sus intentos y proyectos de desarrollo autónomo, la democracia, los pactos sociales y los repartos de renta de alguna amplitud, propiciados o avalados por los Estados, y la incapacidad de representarse y pensar la situación y los problemas y del mundo, inducida a las mayorías. La victoria principal obtenida por el capitalismo ha sido evitar que sus acciones acarreen respuestas que creen y generalicen conflictos agudos que amenacen su existencia. Ese triunfo es lo que le permite contrarrestar el peligro mortal en que lo ha colocado su naturaleza, y es mayor si nos damos cuenta del sentido de la gigantesca acumulación cultural obtenida por la humanidad durante el siglo que terminó, mediante las resistencias, tomas de conciencia, movilizaciones, revoluciones y construcciones sociales que protagonizaron cientos de millones de personas, que se tradujeron en logros palpables, proyectos, experiencias y profundos cambios humanos y sociales. Esa es la verdadera bomba que podría estallar y barrer a los que dominan el mundo actual.
Es imperioso comprender estas cuestiones esenciales, y atenerse a esa comprensión al decidir qué hacer frente a este presente ominoso. Es preciso conocerlas, divulgarlas, denunciarlas y combatirlas. Los que trabajamos con las ideas y los análisis podemos hacerlo respecto al sistema colosal que mencioné al inicio, de control permanente de los valores, la vida espiritual y las capacidades de las mayorías, que es el objetivo central en la guerra cultural que libra el capitalismo. Cuba no está fuera de esa guerra: somos un objetivo especial de ella, porque los expulsamos de aquí y hemos resistido con éxito al imperialismo durante más de medio siglo. Ellos quieren restaurar en Cuba el capitalismo neocolonizado, y para nosotros no hay opciones intermedias.
Una entre otras tareas sería trabajar contra las formas cotidianas en que se siembra, difunde y sedimenta ese control, sobre todo las que parecen ajenas a lo político o ideológico, e inofensivas. Por ejemplo, a través del consumo de un alud interminable de materiales se intenta norteamericanizar a cientos de millones en todo el planeta, en cuanto a las imágenes, las percepciones y los sentimientos. A veces tratan cuestiones políticas, con enfoques variados -aunque prima el conservatismo–, pero la proporción es ínfima en relación con las cuestiones no políticas. Lo decisivo es familiarizar y acostumbrar a compartir con simpatía las situaciones, el sentido común, los valores, los trajines diarios, los modelos de conducta, la bandera, las aventuras de una multitud de héroes, las ideas, los artistas famosos, los policías, la vida entera y el espíritu de Estados Unidos. Sin vivir allá ni aspirar a una tarjeta verde. Es suicida quien cree que esto es solamente un entretenimiento inocente para pasar ratos amables.
¿Qué es noticia al servicio de la dominación, para qué, cómo se trabaja, cuánto dura? En este campo tan crucial para la ideología coexisten los análisis espléndidos o rigurosos de especialistas, que lo muestran o explican muy bien, con el tratamiento que suele darse en la práctica a la información y la consecuente formación de opinión pública. Se ven y se oyen materiales que constituyen propaganda imperialista acerca de los hechos que realizan contra los pueblos, sin hacerles ninguna crítica, o se repiten sus términos, como el que le llama «servicio internacional» a su ejército de ocupación de un país. No basta con hacer divulgación o propaganda antimperialistas, si ellas conviven con mensajes imperialistas y fórmulas confusionistas. La necesidad de enfrentar esas campañas es más aguda hoy, cuando la operación de Libia nos ha mostrado la soberbia, el descaro y la arrogancia con que bombardearon durante meses un país, asesinaron a cincuenta mil personas, aplastaron la soberanía, derrocaron al gobierno y se reparten los contratos del petróleo, con la complicidad de lo que fue la ONU y la más completa impunidad.
No es posible ser ciego: están tratando de convertir en hechos naturales hasta sus mayores crímenes, en asunto de noticias sesgadas y empleo de palabras más o menos comedidas. Su apuesta es lograr que los activistas sociales y los intelectuales y artistas que son conscientes y se oponen queden solos y aislados en sus nichos, y sus productos sean consumos de minorías, mientras las mayorías conforman una corriente principal totalmente controlada por ellos.
El apoliticismo y la conservatización de la vida social son fundamentales para el capitalismo actual. Sin enfrentamientos políticos o de ideologías, se extienden y sedimentan conductas, valores, percepciones y juicios sobre sí y sobre los otros y sentidos de la vida en el terreno personal, de las familias y los grupos afines, que constituyen una acumulación cultural favorable al capitalismo. Las prácticas suelen ser lo principal, pero los seres humanos necesitan elementos para guiar sus acciones y sus proyectos, y concepciones más generales. El ideal es reducirles la capacidad de pensamientos complejos, y ocupar ese espacio con lugares comunes y dicotomías sencillas y fuertes. Es el caso, por ejemplo, de éxito-fracaso, que permite clasificar a las personas según les vaya respecto a lo que se mide; se excluyen así las relaciones sociales y la situación social, y quedan los individuos supuestamente soberanos y realmente aislados. Gana fuerza también el peso de pretendidos «valores eternos» como son el bien y el mal, la bondad y la maldad, abstractos y desasidos de las realidades y los conflictos sociales. En el complicado cuadro resultante pueden convivir la ostentación de riqueza que busca un lugar social privilegiado y el afán del más pobre para alternar -o que alternen sus hijos–, con la idea de la bondad como supuesto patrimonio de los pobres.
He optado siempre por ser intransigente en las cuestiones esenciales y atender a los matices y diversidades en todo lo demás. Pero me temo que en este asunto hoy no hay lugar para los usos profesionales ni las pluralidades, ni siquiera para la urbanidad: o estamos contra el capitalismo o estamos a favor de él.
Fuente:http://www.cubarte.cult.cu/periodico/letra-con-filo/contra-el-capitalismo/19813.html