“Trabajad, trabajad, proletarios, para aumentar la fortuna social y vuestras miserias individuales; trabajad, trabajad para que, haciéndoos cada vez más pobres, tengáis más razón de trabajar y de ser miserables. Tal es la ley inexorable de la producción capitalista” (Paul Lafargue)
Sexo, raza y clase: un diálogo de sordos
“Sexo, raza y clase” es el título de un famoso artículo de la escritora y activista feminista Selma James, una de las promotoras, junto a Mariarosa Dalla Costa y Silvia Federici, de la campaña por un salario para el trabajo doméstico, la reivindicación más simbólica y provocadora de la denominada Segunda Ola del movimiento feminista de los años 70. La tesis principal del texto es la defensa, con tanta vehemencia como eficacia, del carácter genuinamente revolucionario de las distintas luchas autónomas emprendidas por las mujeres y por los afroamericanos estadounidenses como parte integrante de pleno derecho de las “luchas de clases” contra el dominio del capital. Su crítica se dirige principalmente contra el reduccionismo economicista de las organizaciones herederas del movimiento obrero tradicional, en su mayor parte blanco y europeo, y la condescendencia, cuando no hostilidad manifiesta, que los izquierdistas ortodoxos han mostrado históricamente hacia las causas “particularistas” que no tengan su centro en la defensa de la clase obrera y como horizonte, más o menos utópico, la lucha “a muerte” entre explotadores y explotados por el control de los medios de producción y la abolición de la propiedad privada.
James reclama enfáticamente la necesidad de la organización autónoma de los diversos “sectores explotados” como requisito ineludible para la construcción de organizaciones populares verdaderamente revolucionarias:
«Y por lo tanto hemos aprendido por amarga experiencia que no se construirá nada unificado y revolucionario hasta que cada uno de los sectores explotados haya hecho notar su propio poder autónomo»
La fecha del artículo -1973- es asimismo altamente significativa ya que coincide con la eclosión de los llamados “nuevos movimientos sociales” -ecologismo, feminismo, pacifismo, antirracismo, indigenismo, anticolonialismo, etc.- surgidos de la gran efervescencia popular que alumbró el estallido revolucionario de 1968 y potenciados por la crisis aguda y simultánea del socialismo real y del Welfare State capitalista, que constituyeron el contexto histórico irrepetible en el que disfrutaron de su fugaz esplendor el movimiento comunista ortodoxo y la socialdemocracia reformista respectivamente. Los referentes clásicos de la cultura occidental, tanto burguesa como obrera y campesina, herederos de la sociedad industrial vigente desde el pujante capitalismo decimonónico, se vuelven rápidamente obsoletos como consecuencia de la derrota histórica del proyecto de emancipación de las clases subalternas primermundistas, bajo el avance aplastante de la apisonadora del capitalismo terciarizado, financiarizado y globalizado y del dominio alienante de la civilización consumista y falsamente hedonista, que tan premonitoriamente describiera el cineasta e intelectual Pier Paolo Pasolini. El espectro de la reacción en toda la línea que supuso la irrupción de las políticas neoliberales, la respuesta fulminante del gran capital euroestadounidense a la aguda crisis de rentabilidad de los años 70, con su furibundo y exitoso ataque contra las organizaciones tradicionales de la clase trabajadora, empezaba también a asomar por el horizonte, mientras la crisis terminal del fordismo forzaba al capital a erosionar progresivamente el Estado del Bienestar y los colchones amortiguadores que permitían la seguridad y la estabilidad relativas del empleo obrero en los, tan añorados como mitificados, «Treinta Gloriosos». «Todo lo sólido se desvanece en el aire», reza la famosa sentencia del Manifiesto Comunista, y la encrucijada someramente descrita -encuadrada asimismo en el choque violento de las sociedades industriales con los límites biofísicos planetarios y el consiguiente cuestionamiento radical de las posibilidades de preservar condiciones de vida viables en medio del ecocidio rampante- nos sitúa, ante la casi absoluta ausencia de antagonismo, en la desesperanzada coyuntura de un capitalismo desquiciado, tan aparentemente invencible como completamente inviable.
Tan lúgubre escenario es el que alumbra la eclosión de los nuevos movimientos sociales que pugnan por dar respuesta a los acuciantes problemas civilizatorios, renovando los enfoques críticos y las prácticas de lucha de los que aún creen que «otro mundo es posible», mientras el viejo mundo del fordismo de la posguerra, con su ficticia ilusión de la «armonía entre clases» mediante la redistribución de la riqueza y las desigualdades contenidas, sólo es ya un pálido rescoldo y los monstruos del fascismo rampante y el militarismo imperialista carecen totalmente de contrapesos en la farsa de la democracia formal y en la deriva derechizante de la socialdemocracia reformista de la vieja y decadente Europa.
La clave del mensaje iconoclasta de James reside por tanto en su enérgica defensa de la condición de clase y genuinamente anticapitalista de las acciones y los objetivos de los colectivos feministas y antirracistas que luchan no sólo contra su opresión “particular” sino también contra el modo de organización social que la ampara y la potencia en su provecho. No se trataría por tanto de luchas sectoriales, restringidas a su nicho sociológico y centradas únicamente en su “asunto” concreto, sino de colectivos que desarrollan estrategias antagonistas con vocación totalizadora, que van al núcleo del engranaje de la dominación social, a pesar de su aparente alejamiento del eje tradicional obrerista simbolizado por el conflicto material del proletariado industrial contra la explotación “dentro de la fábrica”. Cabría incluso afirmar, según la activista neoyorquina, que sin integrar la heterogeneidad y la multiplicidad de los colectivos «doblemente oprimidos» en el frente de las luchas anticapitalistas no es posible trascender el corporativismo economicista y las políticas «provincianas y sectarias» de la izquierda «masculina y blanca»:
«Sin embargo, si separamos el sexo y la raza de la clase, virtualmente todo lo que nos queda son las políticas truncadas, provincianas y sectarias de la izquierda metropolitana masculina y blanca»
El audaz planteamiento de James conecta de forma directa con algunas de las arduas cuestiones más candentes y polémicas de las últimas décadas de historia de las complejas relaciones entre los nuevos movimientos sociales y las organizaciones tradicionales de las clases trabajadoras: ¿cómo desarrollar formas de lucha políticosociales realmente anticapitalistas, que pongan radicalmente en cuestión el completo abandono de la ilusión de «asaltar los cielos» por parte de las organizaciones sociales y políticas de la izquierda «integrada» y que también muestren en su frontispicio las exigencias de los distintos colectivos oprimidos, las apremiantes urgencias ecológicas y la necesidad imperiosa de transformación radical de la vida cotidiana en pos de erradicar cualquier clase de dominación? Y viceversa: ¿cuáles serían las vías para lograr que los colectivos feministas, antirracistas, pacifistas, ecologistas o de lucha por la vivienda y contra la destrucción del territorio, que encarnan el embrión de un modelo de sociedad basado en la cooperación y el apoyo mutuo y desarrollan modos de vida alternativos a la hegemonía aplastante de la alienación individualista que procura el reino del dinero y la mercancía, sean asimismo capaces de penetrar hasta el corazón de la «bestia», integrando sus antagonismos en pos de ejercer de arietes efectivos en la batalla frente a la redoblada ofensiva del capital desembridado contra las condiciones para una vida digna en un planeta habitable, que en última instancia es también la responsable de sus propias opresiones?
Situándose en las antípodas de la innovadora posición de James, la mayoría de los epígonos de la añeja tradición de la izquierda ortodoxa, de raigambre principalmente marxista, se lamentan amargamente del desplazamiento del foco de las reivindicaciones “obreristas” tradicionales, centradas en las luchas de clases «dentro de la fábrica» y en la mejora de las condiciones materiales de las clases trabajadoras, hacia los asuntos “identitarios” enarbolados por los nuevos movimientos sociales y por el progresismo de la «nueva izquierda».
La propia James describe la capacidad de penetración en el propio feminismo de los arraigados prejuicios de la “izquierda blanca”, constituida en el guardián de las esencias del marxismo ortodoxo, hacia las deletéreas «desviaciones» particularistas de los colectivos de «un solo asunto»:
«Una razón es que muchas de nosotras llevábamos los anteojos de la izquierda blanca, aún sin saberlo. De acuerdo con esta izquierda, si la lucha no está en la fábrica, no es lucha de clases. El verdadero aprieto estaba en que esta izquierda nos aseguraba hablar en nombre del marxismo. Nos amenazaba diciéndonos que si rompíamos con ellos, política u organizativamente, estábamos rompiendo con el marxismo y el socialismo científico. Lo que nos hizo atrevernos a ello, sin miedo a las consecuencias, fue la fuerza del movimiento negro. Nos dimos cuenta de que redefinir la clase iba de la mano de redescubrir un Marx que esta izquierda nunca entendería»
Los aludidos por la dura crítica de James hicieron en su mayor parte -continuando una antigua tradición de incomprensión y desconfianza mutuas- oídos sordos a sus rupturistas planteamientos y mantuvieron una acusada desconfianza hacia el incorregible «desviacionismo pequeñoburgués» del movimiento feminista. Según el planteamiento de los que se arrogan la defensa de los valores tradicionales de la izquierda y de las esencias de las culturas obrera y comunista, la pretensión de equiparación o equivalencia de las distintas opresiones -simbolizada en el recurrente y manipulado concepto de “interseccionalidad”, característico del relativismo antimarxista posmoderno de las «afinidades electivas»- y la consiguiente dilución de la prioridad de la explotación de clase como el rasgo neurálgico del sistema capitalista, constituyen el núcleo del error garrafal de la nueva izquierda y el mayor triunfo ideológico del embate neoliberal en pos de la legitimación de su acometida contra las condiciones de vida de las clases trabajadoras y contra las organizaciones que tradicionalmente han sido sus adalides.
El crítico cultural marxista Terry Eagleton, autor del renombrado texto “Las ilusiones del posmodernismo”, describe irónicamente el peligro de esta equiparación mecánica de los distintos ejes de la opresión, característica del delicuescente relativismo posmoderno:
«La clase social tiende a aparecer inesperadamente en la teoría posmoderna como un ítem más en el tríptico de clase, raza y género, una fórmula que ha asumido rápidamente para la izquierda la clase de autoridad que la Santísima Trinidad ejerce para la derecha»
El académico y político socialista Josep Burgaya, autor del libro titulado significativamente “Tiempos de confusión”, refleja fielmente, parafraseando el título del best seller del periodista Daniel Bernabé “La trampa de la diversidad”, la posición estándar de la ortodoxia «obrerista» hacia las desviaciones «identitarias» de la nueva izquierda contemporánea:
“El tema central radica en lo que, a mi parecer, es el mayor error de la izquierda contemporánea, la “trampa de la diversidad” en la que ha caído, el error de no focalizar la desigualdad material como la base sobre la que se sustentan todo tipo de inequidades y marginaciones. La fragmentación de las luchas progresistas en un sinfín de movilizaciones particulares no es que divida al progresismo, es que le roba la legitimidad. Lo identitario, sea individual o tribal, tiende a desenfocar los problemas que habría que afrontar y, además, en su exageración sin matices, tiende a dar todo tipo de argumentos a la reacción derechista que ya es mayoritariamente postfascista»
Tales argumentos, repetidos hasta la saciedad en los cenáculos intelectuales y mediáticos por los adalides de las esencias perdidas de la izquierda tradicional, tienden a minusvalorar la posición defendida enérgicamente por James y otras pensadoras feministas, antirracistas y ecologistas que afirman con rotundidad la genuina condición antagonista y revolucionaria de la necesidad de la inclusión de los «nuevos problemas» civilizatorios -como los denominaba ya en los años 70 el gran renovador del marxismo que fue el filósofo Manuel Sacristán- en las luchas y en los debates teóricos de las organizaciones pretendidamente anticapitalistas. El resultado es un diálogo de sordos de posiciones crecientemente enconadas.
La socióloga ecofeminista Maria Mies abunda en la manifiesta hostilidad hacia el feminismo -extensible al resto de los nuevos movimientos- expresada en la infamante acusación de «romper la unidad de la clase trabajadora» a través de la fragmentación de las luchas, presente incluso entre las mujeres de las organizaciones de la izquierda ortodoxa:
«Otras mujeres tenían la sensación de que las feministas romperían la unidad de la clase trabajadora o de otras clases oprimidas; pensaban que las feministas habían antepuesto el problema de las mujeres a la lucha de clases o a la lucha por la liberación nacional. La hostilidad contra el feminismo era especialmente fuerte entre las organizaciones de la izquierda ortodoxa, y más entre los hombres que entre las mujeres»
El propio Eagleton describe sucintamente, con su característica sorna, los rasgos característicos, aparentemente incompatibles, del diálogo de sordos establecido entre los dos polos antitéticos:
«Es un error de algunos marxistas trogloditas imaginar que hay un único agente de la transformación social (la clase trabajadora), semejante al error de los posmodernos de imaginar que ese agente ha sido ahora superado por ‘los nuevos movimientos políticos’»
La genealogía de este marxismo «troglodita», crítico acerbo del sacrilegio de desbancar a la clase como centro exclusivo de las luchas anticapitalistas cometido por los «nuevos movimientos políticos», queda caracterizada de forma paradigmática en este fulminante anatema contra la existencia de «una cuestión específica de la mujer», recogido por la profesora, activista y estrecha colaboradora de Selma James Mariarosa Dalla Costa y lanzado nada menos que por el Tercer Congreso de la Internacional Comunista celebrado en 1921:
«El Tercer Congreso del Comintern confirma la proposición básica del marxismo revolucionario, a saber, que no existe una «cuestión específica de la mujer» ni tampoco un «movimiento específico de las mujeres», y todo tipo de alianza de las mujeres obreras con el feminismo burgués, así como cualquier apoyo de las mujeres obreras a las tácticas traidoras de los oportunistas y reformistas sociales, lleva al debilitamiento de las fuerzas del proletariado… Para poner fin a la esclavitud de las mujeres es necesario únicamente inaugurar la nueva organización comunista de la sociedad».
Entre estos dos polos -aunque hay sin duda posiciones intermedias mucho más matizadas- aparentemente contrapuestos se desarrollan los interminables -y sumamente ásperos en ocasiones- diálogos de sordos entre los “puristas”, que defienden la primacía absoluta de los aspectos económico-materiales, siguiendo la tradición “obrerista” del grueso de la izquierda de raigambre marxista y acusando a los nuevos movimientos sociales de «distractores» y «desviacionistas» de la cuestión esencial y del «debilitamiento de las fuerzas del proletariado» y, por otro lado, quienes desde los colectivos feministas, antirracistas o ecologistas reclaman la importancia de su autonomía respecto de las organizaciones de clase mientras denuncian la insensibilidad, cuando no lisa y llanamente el desprecio, de la izquierda ortodoxa hacia las reivindicaciones de los colectivos “doblemente marginados” por la explotación laboral y las opresiones raciales y de género.
De hecho, esta es la posición abrumadoramente mayoritaria de los principales representantes del movimiento feminista y ecologista. Valga como botón de muestra de las profundas raíces históricas e ideológicas del desencuentro la siguiente acusación, formulada reiteradamente por la escritora y activista Silvia Federici, acerca de la «ceguera patriarcal» y la ignorancia absoluta mostrada hacia «la actividad que más se practica en este planeta» por parte del fundador del marxismo y de «todo el movimiento socialista europeo»:
«Sea como sea, la consecuencia de la falta de teoría de Marx sobre el trabajo doméstico es que su relato de la explotación capitalista y su concepción del comunismo ignoran la actividad que más se practica en este planeta y uno de los motivos fundamentales de la división de la clase obrera»
La ecofeminista Maria Mies llega incluso a afirmar, sin duda como vemos con gran parte de razón, que la añeja posición marxista ortodoxa de supeditar totalmente la «cuestión de la mujer» a la «cuestión de clase» es la base teórica de lo que describe como la «izquierda antifeminista» actual:
«La base teórica de la izquierda antifeminista es la posición marxista, primeramente expresada por Engels, Bebel y Clara Zetkin, que afirma que la «cuestión de la mujer» es parte de la cuestión de clase y que no debería tratarse de manera separada»
La miscelánea someramente esbozada permite ilustrar la profunda incomprensión mutua resultante del «diálogo de sordos» subyacente a las críticas cruzadas entre los que se arrogan la defensa de los valores obreristas tradicionales de la izquierda y quienes, en nombre de los colectivos doblemente marginados y oprimidos, reclaman autonomía, visibilidad y reconocimiento para sus luchas y reivindicaciones. Resulta por tanto legítimo preguntarse si, por debajo de la aparente incompatibilidad de los argumentos referidos y de las acusaciones mutuas de incomprensión y «desviacionismo», subyacen ocultas o implícitas una serie de cuestiones claves a la hora de definir las estrategias de lucha políticosocial de quienes anhelan otra sociedad y que quizás atenúen en parte la presunta distancia sideral entre ambas posturas. Es decir, ¿cabría quizás poner en duda el acerbo antagonismo mencionado mostrando que las diferencias entre ambas actitudes aparentemente irreconciliables no son en absoluto tan radicales y que en realidad ambas comparten enfoques y estrategias comunes en torno a aspectos básicos de la actividad social y política? Para ello resulta pertinente plantear algunas preguntas concretas acerca de las posiciones que tanto los principales movimientos sociales como las organizaciones tradicionales de la izquierda -incluida la sedicentemente revolucionaria- mantienen sobre las cuestiones claves que han sido las piedras de toque de los conflictos y divisiones que aquejaron históricamente a las organizaciones de las clases trabajadoras: ¿cuál habría de ser la actitud hacia el Estado burgués y hacia las instituciones que lo representan, encarnadas en los parlamentos y los gobiernos de las pseudodemocracias occidentales, por parte de las organizaciones de la izquierda ortodoxa y de los nuevos movimientos sociales? ¿Cómo evitar la tentación reformista de limitar las aspiraciones políticas y la práctica de las reivindicaciones cotidianas a la lucha de Sísifo por las “conquistas” parciales, sean materiales o simbólicas, que no cuestionan en absoluto los fundamentos del sistema, en la que han caído, para ocultar su impotencia para lograr transformaciones de calado, los partidos y sindicatos progresistas institucionales y una parte muy significativa de los movimientos sociales, con amplios sectores del ecologismo y el feminismo en lugares destacados? ¿Hasta qué punto, en fin, son una quimera las denominadas «estrategias duales», centradas en la posibilidad de conciliar la vocación asamblearia y horizontal de los colectivos populares «de los de abajo» y su aspiración de transformación radical de la vida cotidiana con el verticalismo jerárquico de las organizaciones herederas de la tradición marxista, completamente integradas en la actualidad en las instituciones de la pseudodemocracia parlamentaria? Y, resumiendo los dilemas anteriores, quizás la cuestión decisiva para dirimir realmente la virtualidad de las posibilidades de integración de las luchas materiales y socioculturales contra el enemigo común podría formularse de la forma siguiente: ¿existe la posibilidad de encontrar un trasfondo compartido del antagonismo contra la barbarie del capital que permita asentar sobre él las luchas tanto de los distintos movimientos sociales como de las organizaciones “obreristas” más tradicionales, de raigambre marxista o anarquista, evitando el doble riesgo de la tentación reformista del cuento de la lechera de los arreglos de detalle y la integración institucional y, por otro lado, el vacuo triunfalismo de las conquistas simbólicas y la tendencia al solipsismo autorreferencial que aqueja en ocasiones a amplios sectores de los movimientos sociales mayoritarios? La respuesta afirmativa a la interpelación anterior mostraría claramente, como afirmaba rotundamente James, las estrechas interconexiones entre las luchas «materiales», desarrolladas en el marco «obrerista» de la explotación directa ejercida por el capital, que pugnan por erosionar el dominio absoluto de las “heladas aguas del cálculo egoísta” y las múltiples opresiones raciales, socioculturales y de género que atraviesan -aunque también tengan sin duda causas heterogéneas que trascienden el ámbito económico- las relaciones sociales capitalistas. Y probaría asimismo la posibilidad cierta de integrar de forma fructífera lo mejor de las dos tradiciones en un tronco común que pugnara por superar simultáneamente la escisión artificial entre lo «material» y lo «identitario» y la deriva reformista de la satisfacción con las conquistas graduales que neutraliza el anhelo de la transformación social radical desde abajo, amén de fomentar la fragmentación y compartimentación que desactivan la potencia de las luchas con vocación realmente antagonista.
Se trataría por tanto, como describe poéticamente Dalla Costa en referencia al movimiento feminista, de mantener un rumbo intermedio entre los Escila y Caribdis, simbolizados por la «casta» y la «clase», buscando un terreno de lucha anticapitalista y de creación de vida comunitaria en el que ambos confluyan sin erosionarse mutuamente:
«Mantener una perspectiva y un análisis de clase feministas significa mantener un rumbo entre Escila y Caribdis: las que se basan en una concepción de las mujeres como «casta» a expensas de un análisis de clase, y las que se basan en una concepción de clase desprovista de mujeres»
Para facilitar esa imperiosa integración habría que comenzar por distanciarse, de forma radical y simultánea, por un lado de los rasgos patriarcales e incluso xenófobos o racistas -amén de negacionistas del ecocidio en curso- de determinados grupos reaccionarios de la sedicente izquierda tradicional que, para más inri, se arrogan la exclusividad de la defensa de los intereses materiales de las clases trabajadoras y, por el otro, de la vocación claramente integradora y acomodaticia de amplios sectores de los movimientos sociales, preocupados únicamente por los aspectos meramente simbólicos, de reconocimiento o incluso de participación en las esferas del poder, que se sitúan en las antípodas de cualquier planteamiento anticapitalista mientras se entregan con armas y bagajes al blanqueamiento de las agresiones neoliberales contra los colectivos doblemente marginados.
Quizás puedan servir como botones de muestra de ambos extremos retrógrados la eclosión, por un lado, de un pseudomarxismo ultraconservador, motejado como “rojipardo” -defensor a ultranza de la familia obrera tradicional, de la patria y de la preeminencia del “pueblo” autóctono frente a la inmigración foránea descontrolada- que, envuelto con ropajes pretendidamente marxistas, abomina de los movimientos identitarios -encuadrados bajo la despectiva rúbrica de izquierda woke– por su presunta condición divisiva y distractora de las cuestiones materiales que afectan a las probas y honorables clases trabajadoras nacionales y por su servidumbre a los dictados del capital “globalista”, destructor de los valores tradicionales de una mitológica clase obrera, actualmente disueltos en el corrosivo cóctel de las identidades fragmentadas. Y, por otro lado, y sólo aparentemente en las antípodas, la profusión de demandas exclusivamente simbólicas de reconocimiento y, en la mayoría de los casos, genuinamente neoliberales que postulan por ejemplo el feminismo de las cuotas y de las paridades en los ministerios y en las cúpulas empresariales, o el ecologismo ambientalista, que pone el acento exclusivamente en los cambios anecdóticos y simbólicos en las conductas individuales, en relación al consumo de productos «ecológicos» o al reciclaje de residuos, y totalmente partícipe de la propaganda falaz de las entelequias neoliberales de la sostenibilidad y el crecimiento «verde».
Tales extremos reflejan agudamente quizás los dos principales peligros ideológicos que acechan a los movimientos sociales mayoritarios y a las organizaciones sociales y políticas que dicen representar a las clases trabajadoras: el riesgo de los movimientos de contentarse con las concesiones “simbólicas” que no afectan a las cuestiones materiales ni alteran en absoluto las bases de la opresión del capital, abandonando en esa deriva acomodaticia la lucha por la transformación radical de la vida cotidiana en un sentido comunista y, por otro lado, el riesgo de la izquierda sedicentemente anticapitalista de caer en el «esencialismo obrerista» consistente en sostener, contra viento y marea, la condición del idealizado proletariado como único sujeto revolucionario y de seguir cultivando una visión romántica y profundamente deformada de una clase trabajadora occidental, ya prácticamente desaparecida bajo el embate simultáneo y profundamente disolvente del aburguesamiento rentista y la aguda precariedad, característicos del último medio siglo de hegemonía neoliberal.
En el fondo, la cuestión neurálgica y recurrente que late por debajo de los dilemas mencionados podría formularse quizás de la forma siguiente: ¿son el capitalismo, el patriarcado y el racismo subsistemas diferentes, relativamente independientes entre sí, cuyas interrelaciones son menos relevantes que sus diferencias, o por el contrario, es posible establecer una suerte de sustrato compartido que -sin perder de vista las múltiples especificidades de cada una de las opresiones- permita fundamentar los rasgos esenciales de una lucha común contra las profundas y crecientes barbaries que penetran hasta los poros de la sociedad actual?
Llegados a este punto, cabría por tanto formularse otra pregunta, sólo en apariencia sorprendente: ¿pero, y si ambos planteamientos -el de la izquierda tradicional, con su «esencialismo obrerista» centrado en la retórica de la lucha de clases, en las reivindicaciones economicistas y en el acusado estatismo reformista, y el de la mayoría de los colectivos denominados peyorativamente “de un solo asunto”, con la vista puesta casi exclusivamente en su nicho concreto de actuación en pos de reconocimiento y de mejoras concretas-, a pesar de su aparente antagonismo, estuvieran claramente desenfocados al partir de presupuestos erróneos en la percepción de los mecanismos de dominación existentes en la realidad social actual que desembocaran en estrategias desnortadas y en una suerte de juego de espejos deformados? Y, en ese caso, ¿cuál sería el núcleo neurálgico del organismo social vigente que funge de elemento unificador de todas las opresiones, las directamente materiales, derivadas de la explotación económica de la clase trabajadora, las socioculturales que afectan a determinados colectivos -comúnmente caracterizados con el desafortunado término de «minorías»- y las que se desarrollan en ámbitos no conectados directamente con la extracción del flujo de trabajo vivo en la relación laboral, como la acelerada destrucción del entorno natural y de los frágiles equilibrios ecológicos que presenciamos con espanto creciente?
Se trataría por tanto de explorar el terreno común que impregna hasta las entrañas el organismo social capitalista y en el que debería situarse cualquier tipo de lucha popular que anhele otra forma de vida, en las antípodas del prurito crematístico y de la dominación y la explotación que cada día procura el reino del dinero y la mercancía a la totalidad de las clases subalternas, más allá de su relación más o menos directa con la valorización del capital. De este modo, se estaría quizás en el camino de trascender la artificial pero omnipresente cesura entre los ámbitos identitarios o sectoriales y los aspectos transversales de cariz material y económico que atraviesan todo el tejido social para construir antagonismos que abarquen el cuestionamiento de la totalidad social regida por el «sujeto automático» del capital y desarrollen estrategias de lucha realmente emancipadoras.
Blog del autor: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/2023/09/10/contra-el-culto-al-trabajo/
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