El fetiche de la ética del trabajo
“Mientras haya gente, se construirán casas, se producirán alimentos, vestidos y otras muchas cosas, se criará a los niños, se escribirán libros, se discutirá, se cultivarán huertos, se compondrá música y muchas más cosas por el estilo. Esto es algo banal y obvio. Lo que no es obvio es que la actividad humana por excelencia, el puro «empleo de fuerza de trabajo», sin importar su contenido, de forma totalmente independiente de las necesidades y de la voluntad de los implicados, sea elevado a un principio abstracto que domina las relaciones sociales”
Manifiesto contra el trabajo, Grupo Krisis
«Analizar la situación de explotación laboral y de abuso sexual de las recolectoras de fresas de Huelva requiere tener en cuenta tanto la explotación de clase como el patriarcado, el colonialismo, el racismo o cuestiones culturales vinculadas con la religión y la lengua»
La profesora y activista feminista María Rodó-Zárate ejemplifica con la descripción anterior la compleja y estrecha interacción entre las distintas opresiones tradicionalmente caracterizadas -por contraposición a la relación capital/trabajo, considerada mecánicamente como la base de la estructura social- de forma reduccionista como superestructurales.
Ante esta interrelación inextricable de mecanismos de dominación, presente en distinto grado en todos los órdenes de las relaciones sociales capitalistas, la pregunta neurálgica sería por tanto la siguiente: ¿cuáles son los rasgos que se derivan de la configuración patológica y crecientemente agresiva del capitalismo desquiciado que podrían fundamentar una actividad antagonista, a la vez unificada y diversa, que pugnara por fusionar las dos sensibilidades, sólo aparentemente contrapuestas, encarnadas en la tradición revolucionaria del movimiento obrero y en las luchas autónomas de los nuevos movimientos sociales, con el ecologismo, el feminismo y el antirracismo en lugares destacados?
Y lo realmente llamativo es que, como ilustra el ejemplo anterior, el elemento esencial que funge de humus que proporciona el sustrato cohesionador del tejido social en nuestras mercantilizadas sociedades, aparte de proporcionar el medio de vida para la subsistencia cotidiana y la savia vivificante de la acumulación de capital, es el gran ausente, el “punto ciego” del enfoque crítico y de las estrategias políticosociales que las dos tradiciones mencionadas desarrollan contra la arremetida, cada vez más virulenta, del reino del dinero y la mercancía contra las condiciones mínimas para una vida digna en un planeta habitable.
La profesora Kathi Weeks, autora del fecundo texto titulado «El problema del trabajo», señala la viga maestra que estructura todos los órdenes de la vida social bajo la égida del capital:
«El problema no es simplemente liberar la producción sino también que la humanidad se libere a sí misma de la producción al dejar de tratarla como el centro de gravedad de todas las actividades sociales y de la acción individual»
¿Liberarnos de la producción? Pero, ¿no necesitamos imperiosamente para subsistir la continua interacción con los dones de la naturaleza en aras de subvenir nuestras necesidades básicas? ¿No estamos por tanto ante la actividad fundamental que nos define como seres sociales y que estructura todos los ámbitos de la vida en comunidad? ¿Cómo puede resultar siquiera concebible desplazar la actividad productiva del «centro de gravedad» del organismo social constituido por los seres humanos a lo largo de su historia? ¿No nos retrotraería una involución semejante a épocas pretéritas, de regreso a primitivas y llenas de privaciones economías de subsistencia y anulando los progresos en todos los ámbitos que el desarrollo tecnológico y los avances científicos han procurado a una fracción privilegiada de la humanidad en los últimos dos siglos de historia de la «civilización» occidental?
El filósofo y teórico de la “nueva crítica del valor” Anselm Jappe refleja el pasmo que produce al sentido común la insólita propuesta de “vivir sin trabajar”:
“Toda nuestra argumentación nos empuja a poner en cuestión no solo el «trabajo abstracto», sino también el trabajo en cuanto tal. Aquí el sentido común se rebela: ¿cómo podríamos vivir sin trabajar?”
El trabajo humano, como actividad «heterónoma» encaminada a la producción infinita de mercancías y a la prestación de servicios -sean estos remunerados o no-, funge como la argamasa cohesionadora de la organización social capitalista en sus múltiples vertientes y es por tanto el elemento que estructura todos los ámbitos de la vida social bajo la égida del «reino del valor de cambio»; es decir, y esta es una precisión neurálgica, la actividad laboral determinada por la «compulsión muda» del sujeto automático del capital incluye no sólo «la servidumbre de la producción mercantil», centrada en el trabajo asalariado que sufre la explotación directamente, sino cualquier actividad -el trabajo doméstico, las tareas de cuidados o el trabajo reproductivo- que de forma más o menos directa esté supeditada a la valorización del capital y a sus cada vez más acuciantes necesidades de reproducción. Y no existe mercancía más valiosa para el «vampiro de trabajo vivo», como lo describía Marx, que la propia fuerza de trabajo. Se trataría pues de desarrollar una crítica radical del carácter anacrónico e incluso absurdo que, en las circunstancias actuales de descomunal desarrollo científico-técnico, tiene mantener la centralidad absoluta del trabajo «comandado» como actividad prioritaria de los seres humanos en su interacción con los dones de la naturaleza y con sus semejantes y de construir, en base a ello, alternativas sociopolíticas que tiendan a su superación en pos de un escenario futuro en el que el tiempo de trabajo como sustrato del valor no constituya el fulcro de la reproducción y del funcionamiento cotidiano de la colectividad social. De este modo el tiempo disponible se liberaría de la esclavitud de lo «económico» y pasaría a emplearse en la creación de riqueza real al servicio de un auténtico desarrollo humano.
La necesidad de la supresión de la esclavitud del tiempo de «trabajo abstracto», que sólo mide «su propio beneficio», en palabras del teórico y profesor, destacado representante del denominado «marxismo abierto», Werner Bonefeld:
«No se trata de que la modalidad histórica del trabajo abstracto debe ser abolida en favor de su versión socialista. Lo que se debe abolir es el trabajo abstracto como trabajo sojuzgado y medido por un tiempo que carece de aspecto cualitativo, por un tiempo que busca sólo su propio bien, un tiempo que corre, que mide la riqueza abstracta por su propio beneficio»
El mismo planteamiento a favor de la abolición del trabajo como forma de la actividad social encaminada al «fin absoluto absurdo» de la multiplicación infinita del dinero en el famoso «Manifiesto contra el trabajo» elaborado por el Grupo Krisis:
«En la esfera del trabajo no cuenta lo que se hace, sino que el hacer se haga como tal, puesto que el trabajo es un fin absoluto en la medida en que es portador de la explotación del capital-dinero: la multiplicación infinita del dinero por mor de sí mismo. El trabajo es la forma de actividad de este fin absoluto absurdo»
La relevancia de un planteamiento semejante reside en que abarca la totalidad de la organización social capitalista ya que va a la raíz de la fuente «alienada» de la que mana la riqueza social y de la que dependen, de forma más o menos directa, todas las actividades encaminadas a sostener la «fábrica social» en funcionamiento. No se trataría por tanto de construir una jerarquía de «sujetos explotados», situando en la cúspide al obrero asalariado que sufre la extracción directa de plusvalor, para ir a continuación acumulándolos, de forma más o menos yuxtapuesta, en una estéril competición por el trofeo al «colectivo más oprimido», sino de concebir y estructurar las distintas formas de las luchas sociales a partir de un eje neurálgico que ejerce de tronco del que brotan todas las ramas de las que penden las múltiples formas de opresión existentes: la compulsión que ejercen la abstracción del valor y de la conversión de la energía humana en dinero a través del tiempo de trabajo «abstracto» sobre la vida humana al servicio del engrandecimiento infinito de la maquinaria ciega de la acumulación de capital.
La perspectiva abarcadora esbozada permitiría asimismo acometer críticamente el análisis simultáneo de los movimientos sociales actualmente hegemónicos -poniendo el acento, como ejemplo paradigmático, en el exhaustivo análisis de la división sexual del trabajo y de la invisibilidad bajo el capitalismo de las actividades reproductivas y de las tareas de cuidados llevado a cabo por el movimiento feminista- y de los objetivos y las estrategias de las organizaciones que se arrogan la representación de las clases trabajadoras. En ambos casos, por muy paradójico que resulte en principio, se produce un fenómeno común que podríamos describir como la «fetichización» del trabajo, es decir, la conservación del culto a la ética del trabajo como fundamento ideológico y de una crítica de la sociedad actual realizada por tanto «desde el punto de vista del trabajo», sea este asalariado, doméstico o las tareas de cuidados que posibilitan la reproducción social.
La economista Astrid Agenjo-Calderón proporciona -citando a su prestigiosa colega Cristina Carrasco- una definición estándar de la economía feminista en la que se reflejan los rasgos anteriores, centrados en la necesidad de visibilización e integración de los «trabajos realizados por las mujeres» dentro del análisis económico:
«Este ha sido, de hecho, uno de los primeros objetivos de la economía feminista: por un lado, “dar visibilidad a los trabajos realizados por las mujeres junto a los procesos de desposesión a que han sido sometidas, rescatando su relevancia humana y social, y rompiendo con una historia de marginación y olvido” (Carrasco 2017, 54); y por otro, cuestionar la visión parcial de la economía androcéntrica que no ha tenido en cuenta las actividades llevadas a cabo en las esferas feminizadas asociadas a lo “no económico”.
Tales demandas de reconocimiento -sin duda totalmente legítimas- de la relevancia social de los trabajos realizados mayoritariamente por mujeres, tradicionalmente marginados y menospreciados por la cultura patriarcal dominante e ignorados por la teoría económica «androcéntrica», pero que no cuestionan al mismo tiempo el carácter idealizado e inmutable de tales tareas en sí mismas, caen por tanto en la trampa de expandir la ética del trabajo a la, en la descripción de la filósofa Nancy Fraser, «morada oculta de la producción». De la misma forma que, en casi perfecta simetría, los objetivos de mejora material y de obtención de seguridades socioeconómicas, herederos de la «ética laborista», que persiguen las luchas sindicales dentro de la fábrica, se mantienen estrictamente dentro de la demanda de «dignificación» del trabajo asalariado. El hecho cierto y a la vez paradójico es que, como argumenta Kathi Weeks, ambas posiciones son tributarias de una acusada tendencia a la sacralización y expansión del alcance de la «ética del trabajo»:
«Pero todas estas demandas de inclusión sirven al mismo tiempo para expandir el alcance de la ética de trabajo a nuevos grupos y nuevas formas de trabajo, y para reafirmar su poder. Así, la ética laborista quizás haya ayudado en la lucha para conseguir concesiones fordistas, pero lo hizo afirmando el ideal de un tiempo de trabajo «dignificado». Como observa Baudrillard, «la “clase trabajadora” se confirma así en su estatus idealizado en tanto que fuerza productiva incluso por su ideal revolucionario». Aunque se opusieran a las jerarquías de la sociedad del trabajo, estas tácticas fueron cómplices de su ética»
Como explica la profesora y filósofa Cinzia Arruza, la lógica reacción de la mayor parte de las teóricas feministas contra la «subestimación de las tareas reproductivas» por parte del esencialismo obrerista de la izquierda tradicional acaba desembocando, como un «reflejo especular e invertido», en lo que podríamos denominar un «esencialismo de los cuidados»:
«Tanto el feminismo materialista como el obrerista han arrojado luz sobre algunos aspectos fundamentales del trabajo doméstico pero su perspectiva teórica corre el riesgo de ser el reflejo especular e invertido de la subestimación con que las tareas reproductivas y la opresión de la mujer han sido contempladas por la mayor parte del movimiento obrero»
El economista Rolando Astarita expone el punto de vista estándar del programa socialista del marxismo ortodoxo de estirpe leninista, paradigma del esencialismo obrerista centrado en la eliminación de la explotación del trabajo asalariado a través del control planificado de la producción por parte del proletariado:
«El programa socialista convoca a los obreros asalariados a tomar el control de los medios de producción capitalistas y a organizar socialmente la producción y la distribución (…) Lucha que en el marxismo tiene como punto axial la teoría de la plusvalía y la crítica al régimen social basado en el trabajo asalariado. Esto es, la afirmación crucial del marxismo no es que el obrero vive de su trabajo, igual que el pequeño productor simple, sino que es explotado»
El historiador y teórico, amén de fecundo y radical renovador de la tradición marxista, Moishe Postone, describe los rasgos característicos del «marxismo tradicional», a día de hoy hegemónico en la mayor parte de los colectivos y organizaciones de la izquierda reformista y revolucionaria:
«Por ≪marxismo tradicional≫ me refiero a un análisis del capitalismo elaborado fundamentalmente en términos de relaciones de clase enraizadas en relaciones de propiedad y mediadas por el mercado; un análisis en el que el socialismo es visto, básicamente, como una sociedad caracterizada por la propiedad colectiva de los medios de producción y la planificación centralizada en un contexto industrializado. Un modo de distribución justo y conscientemente regulado, adecuado a la producción industrial»
Anselm Jappe resume el punto de vista endógeno, desarrollado «en el interior del capitalismo» y centrado en la contradicción capital/trabajo como esencia de la totalidad social, que representa el «mínimo común denominador» de las corrientes que se proclaman herederas de la tradición marxista:
“Para el marxismo tradicional, la contradicción fundamental del capitalismo es el conflicto entre trabajo y capital, entre trabajo vivo y trabajo muerto (es decir, objetivado), por lo que constituye el alfa y omega de su explicación del mundo. Esta fijación, no por la abstracción real que es el «trabajo», sino por una de sus formas empíricas y derivadas —a saber, el trabajo asalariado en su oposición al capital—, ha unido a todas las corrientes del marxismo y parece mantenerse hoy como el mínimo común denominador entre los marxistas supervivientes. Pero el conflicto entre trabajo y capital, por muy importante que haya sido históricamente, es un conflicto en el interior del capitalismo”
En el caso del marxismo ortodoxo se mantiene por tanto una visión «distributiva» del conflicto social inherente al capitalismo, basada en la lucha de clases y en la añeja aspiración del proletariado a la apropiación de los medios de producción de propiedad privada en aras de la transformación social revolucionaria, amén de una acentuada ilusión institucional estatista acorde con la tradición jerárquica de los apóstoles del asalto a los cielos a cargo del Príncipe del proletariado: el Partido como encarnación de la clase y herramienta par excellence de su liberación de la explotación asalariada. El carácter endógeno, es decir, realizado desde el punto de vista de la ética del trabajo como rasgo transhistórico de la existencia humana y del metabolismo socionatural, del planteamiento «obrerista» se refleja en la paradoja que caracteriza a las movilizaciones obreras a lo largo de la historia del capitalismo: luchas contra la explotación laboral y por la destrucción de la sociedad clasista como objetivo último pero, mientras tanto, limitadas a la mejora continua de las condiciones de trabajo y por tanto a la conservación de sus medios de vida asalariados. Tal es el trasfondo que subyace a la permanente tensión -menos polarizada como vemos de lo que muestran las apariencias- que recorre toda la historia del movimiento obrero occidental, entre las tendencias reformistas o revisionistas, creyentes en la posibilidad de la mejora continua de las condiciones de vida de las clases subalternas a través de los mecanismos legales de la democracia formal, y las radicales o revolucionarias, centradas en la necesidad de organización del proletariado de cara a la transformación revolucionaria de la sociedad y a la «expropiación de los expropiadores».
Wener Bonefeld describe esa acusada tendencia de la necesidad de la afirmación del concepto de clase proletaria, destinada por su condición de sujeto histórico de la emancipación humana a derribar al régimen burgués y a instaurar el socialismo, a desplazarse hacia la búsqueda de «un nuevo y mejor acuerdo» con el enemigo fratricida:
“Los conceptos afirmativos de clase, por muy bien intencionados o benevolentes que sean, presuponen a la clase trabajadora como una fuerza productiva que merece un nuevo y mejor acuerdo. ¿Qué es un salario digno? Marx estableció que “hablar del ‘precio del trabajo’ es algo tan irracional como lo sería hablar de logaritmos amarillos”
Mientras tanto, y en una curiosa simetría, en el caso mencionado de la economía feminista -y, dicho sea de paso, también por parte de autores muy relevantes de la economía ecológica, que defienden la condición del «trabajo que realiza la naturaleza» nada menos que como «productor de valor» en sí mismo- se produce, por reacción a esa visión obrerista de la explotación del trabajo asalariado como el centro exclusivo de la reproducción del capital y del antagonismo de clase, la tendencia a la fetichización del trabajo doméstico, reproductivo o de cuidados, actividades todas ellas supuestamente invisibilizadas por la izquierda tradicional y patriarcal: el «punto ciego» del análisis marxista, según la descripción de un gran número de teóricas feministas.
La economista Cristina Carrasco formula la crítica estándar, legítima pero insuficiente, de la economía feminista al enfoque estrecho y excluyente de la economía convencional -incluyendo en ella, en este caso, no sólo a la «música celestial» de la economía ortodoxa o neoclásica, sino también al marxismo-:
«Se falsea la realidad al excluir del análisis un trabajo absolutamente necesario para la sostenibilidad de la vida humana –y para la reproducción de la fuerza de trabajo necesaria para el trabajo de mercado- realizado fundamentalmente por las mujeres, y se impide debatir sobre lo que es un elemento esencial de la economía feminista: la satisfacción de las necesidades básicas de subsistencia y la calidad de vida de las personas»
De este modo, el trabajo de cuidados no remunerado, junto con todas aquellas actividades no cuantificables en términos monetarios o temporales, excluido del análisis teórico por la economía convencional «androcéntrica» -como si no fuera en realidad el propio capital el que lo ignora para explotarlo indirectamente como un «regalo gratuito»-, pasa por contraposición a adquirir un carácter positivo en sí mismo dado su estatus inmutable de actividad necesaria para el mantenimiento de la “vida” social y biológica. Por esta vía fetichista se excluye, al menos en principio, la posibilidad de realizar una crítica de las instituciones y los entornos, mayoritariamente privativos y potencialmente opresores -con la familia nuclear y patriarcal en lugar destacado-, en los que esas actividades reproductivas o de subsistencia tienen lugar. De ahí que la recurrente acusación de “productivismo” que realiza la economía feminista hacia la «ceguera patriarcal» del marxismo tradicional -en este caso también en perfecta coincidencia con la imputación realizada por los economistas ecológicos más prominentes al marxismo de «ignorar la naturaleza»- y la propuesta que desarrolla de transformar el conflicto clásico capital-trabajo en el conflicto más «abarcador» entre el capital y la vida -como si fueran dos conceptos excluyentes- no deje de resultar una crítica realizada “desde el punto de vista de la ética del trabajo”. Tal enfoque acaba desembocando naturalmente en la fetichización de las «actividades esenciales para la reproducción social», como si fueran inmutables, intrínsecamente benéficas y comunes a todas las formas de organización social y como si formaran una «exterioridad» frente al universo mercantil dominado por el capital y no, bien al contrario, parte indisoluble de sus mecanismos de reproducción.
El siguiente fragmento de la activista y defensora de la Renta Básica Universal Adriana Sabaté sirve de botón de muestra del punto de vista de la mayor parte de la economía feminista acerca de la necesidad de ampliación del concepto «reduccionista» de trabajo asalariado, reivindicando la inclusión del trabajo «doméstico y familiar»:
«Tradicionalmente, el término ‘trabajo’ se ha utilizado para referirse al trabajo asalariado, también llamado trabajo productivo. Los feminismos cuestionan este reduccionismo y reivindican que trabajos también son los trabajos de cuidados, trabajos domésticos y familiares, también llamados (problemáticamente, como veremos más adelante) trabajo reproductivo»
La socióloga Maria Mies, con su defensa acérrima de «un concepto feminista de trabajo», opuesto a la tecnificación y a la obsesión por la productividad que rige en el ámbito mercantilizado de la producción, representa otro ejemplo paradigmático de la mencionada fetichización de las labores reproductivas, orientadas a la «producción de vida» y a la economía de subsistencia:
«Un concepto feminista de trabajo debe orientar su objetivo a la producción de vida y no a la producción de bienes y riqueza porque en este último caso la producción de vida se convierte en un derivado secundario. La producción de vida en todos sus aspectos debe ser el concepto central en el desarrollo de un concepto feminista del trabajo»
Como argumenta Weeks, el postulado anterior, central en el desarrollo conceptual y teórico del llamado ecofeminismo, de gran predicamento en los movimientos sociales y en los ámbitos académicos progresistas y del cual Mies es una de las principales representantes, tiende a contraponer las actividades encaminadas a la producción y la reproducción de la «vida», consideradas en sí mismas como «una fuente de disfrute», con las enfocadas únicamente hacia la producción de riqueza y valor económico, otorgando a las primeras un estatus «transhistórico», positivo moralmente, y una exterioridad ajena a la «lógica del mercado» y considerando a las segundas como «una carga»:
«Por ejemplo, Maria Mies rechaza explícitamente lo que ella considera que es la visión marxista de que la libertad existe más allá del reino de la necesidad y que requiere una reducción o abolición del trabajo necesario. Algunas formas de trabajo, argumenta, deben reconocerse no como una carga, sino como una fuente de disfrute y expresión de uno mismo, como el trabajo de crianza, el trabajo campesino y la producción artesanal —dado que no están completamente subsumidas en la producción de mercancías ni atadas a la lógica del mercado—»
En ambos casos estamos por tanto ante posiciones que critican la estructura profundamente opresora de la sociedad capitalista “desde el punto de vista de la ética del trabajo”, centrándose ora en la necesidad del control proletario de los medios de producción -la expropiación de los expropiadores- o, en su defecto, en la mejora de las condiciones materiales de la clase trabajadora, ora en el reconocimiento y la visibilización -hasta llegar incluso a la exigencia de remuneración monetaria a través un salario o de la inclusión en el PIB de la valoración de las tareas de «cuidados»- de las actividades necesarias para la reproducción y la conservación de la «vida». De este modo se mantiene, en los dos enfoques aparentemente opuestos, la actividad laboral como el elemento cohesionador de la vida social, sin acometer la necesaria crítica del tiempo de trabajo en sí mismo como fulcro del metabolismo socionatural y sustrato de la sujeción de la vida humana al dinero como equivalente universal del valor de cambio y a la esfera de lo económico-productivo como eje central de la organización social.
La intelectual y activista Roswitha Scholz, una de las más destacadas teóricas del “Grupo Krisis”, colectivo de marxistas renovadores que desarrolló la llamada “nueva crítica del valor” a partir de los años 80, la «herejía» que cuestionó radicalmente los postulados sacrosantos del marxismo ortodoxo, destaca, refiriéndose irónicamente al famoso panfleto de Paul Lafargue, las insospechadas similitudes entre ambos esencialismos:
«Parece que un gran número de proyectos feministas haya llegado al eslogan del fetichismo del trabajo: ¡Fuera holgazanas! En un acto de rara concordia, el feminismo parece haberse puesto de acuerdo con el viejo leitmotiv de la Internacional del socialismo de Estado, a pesar de que exista ya desde los años 80 una fuerte crítica al pensamiento abstracto-cultural dominante y que se insista en las diferencias (culturales) entre las mujeres y en las diferentes relaciones entre los géneros. Eso, al parecer, no es válido respecto a la categoría abstracta del trabajo. Desgraciadamente todavía no se ha escrito un panfleto mordaz como: «El derecho a la pereza, ¡también para las mujeres!»
La profesora y teórica Kirstin Munro resalta la, en ocasiones incluso inconsciente, fetichización del trabajo, tanto asalariado como no asalariado, como «fuente de toda riqueza» realizada por la historiadora Tithi Bhattacharya, una de las más destacadas representantes de una de las escuelas más en boga en la economía feminista, la denominada Teoría de la Reproducción Social:
«¿Son, como sostiene Bhattacharya, el trabajo asalariado y no asalariado la fuente de toda la riqueza? ¿O es este trabajo, y los procesos de producción que emplea, simplemente un medio de reproducir la realidad social esbozada anteriormente que inhibe el desarrollo posterior de todas esas personas hoy y que amenaza la existencia misma del planeta y de las generaciones futuras? (…) Se puede distinguir de otras corrientes de erudición marxista-feminista que buscan teorizar la opresión de las mujeres al celebrar y valorizar las tareas relacionadas con la producción doméstica. En cambio, el trabajo en el capitalismo, ya sea asalariado o no asalariado, no debe ser visto como virtuoso moralmente y fuente enriquecedora de toda riqueza, sino más bien como un insumo clave para la reproducción de la sociedad capitalista y su consiguiente miseria social y destrucción ambiental»
La tarea sociopolítica principal que se desprende de las consideraciones anteriores sería por tanto la de centrar las preocupaciones teóricas y las reivindicaciones socioeconómicas de la economía feminista en la necesidad de visibilizar o de lograr reconocimiento para el trabajo doméstico o de cuidados, a través por ejemplo de un salario o de una renta básica universal, necesariamente sufragados por el Estado burgués. O, alternativamente, en el caso de la izquierda obrerista tradicional, la de dar absoluta prioridad a la mejora de las condiciones de vida de las clases populares en pos de reducir las desigualdades socioeconómicas mientras llega la quimérica «expropiación de los expropiadores». Tales posiciones, más allá de su legitimidad y oportunidad en circunstancias concretas, se mantienen dentro de la aceptación de la «ética del trabajo» como constante transhistórica del metabolismo socionatural y del fetichismo de la actividad heterónoma sujeta a fines como esencia inmutable y núcleo de la organización social, sin desarrollar una crítica de la producción en sí misma ni de las estructuras sociales tradicionales y privativas -v.gr. la familia patriarcal- en las que se desarrollan las actividades reproductivas. Se trata asimismo de estrategias que no trascienden el marco estatista-institucional ni superan las aspiraciones primordialmente redistributivas en las que quedan constreñidas las demandas de la abrumadora mayoría de las organizaciones político-sindicales de la izquierda heredera de la tradición marxista y de la mayor parte de los colectivos representantes de los movimientos sociales, siendo por tanto incapaces de penetrar hasta el corazón del sujeto automático del capital y de establecer formas de lucha realmente antagonistas que pugnen por extirpar el cordón umbilical que une el tiempo de trabajo humano con la generación infinita de valor y de su equivalencia monetaria. La propia Selma James reclama sorprendentemente, al final de su incendiario panfleto, un salario sufragado por el Estado para el trabajo doméstico como demanda «provocadora» en pos de liberar a las mujeres de la dependencia del varón proveedor:
«Exigimos un salario para el trabajo que realizamos en los hogares. Y esta demanda de salarios por parte del Estado es, en primer lugar, una exigencia para poder ser autónomas respecto a los hombres de quien ahora dependemos»
Bien al contrario, de lo que se trataría, más allá de demandas monetarias o redistributivas que refuercen la mercantilización de la vida social y la expansión de la ética del trabajo, es de reconocer la estrechísima interconexión entre las instituciones socioeconómicas -con la «morada oculta de la producción» en lugar destacado- que sostienen la especialización y la compartimentación del trabajo doméstico acusadamente “feminizado” y las moléculas nucleares de la sociedad capitalista: el dinero y el tiempo de trabajo como medidas, cada vez más anacrónicas, del valor como única forma de riqueza y elementos cohesionadores de la actual organización social alienada. Un modo de vida irracional en el que, en palabras de Postone, los seres humanos son dominados por su propio trabajo y no a la inversa:
«Así pues, la categoría de valor, en su oposición a la de riqueza material, significa que el tiempo de trabajo es la materia de la que se componen la riqueza y las relaciones sociales en el capitalismo. Se refiere a un modo de vida social en la que los seres humanos son dominados por su propio trabajo y se ven forzados a mantener esta dominación»
Pero hay además otro elemento que refleja el carácter desenfocado de los dos esencialismos mencionados: ambas posiciones minusvaloran la creciente absurdidad y toxicidad de la actividad laboral heterónoma como savia bruta de la reproducción del capital -simbolizada en su cada vez más aguda superfluidad- y las insolubles contradicciones que la propia evolución endógena del organismo social capitalista ha hecho cada vez más visibles y que apuntan -y esta es, por muy utópica que pudiera parecer, la cuestión decisiva- a la posibilidad de su superación en pos de una organización social racional en la que el tiempo de trabajo haya dejado de ser la medida del valor y el único germen de la riqueza social.
Blog del autor: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/2023/09/15/contra-el-culto-al-trabajo-ii/
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