«Hay algo profundamente equivocado en aquello en lo que nos hemos convertido: somos una civilización basada en el trabajo, pero ni siquiera en el «trabajo productivo», sino en el trabajo como un fin en sí mismo» (David Graeber)
Trabajos de mierda: la creciente absurdidad del trabajo en la sociedad actual
La cita anterior, extraída del libro del antropólogo anarquista David Graeber, gráficamente titulado “Trabajos de mierda”, resume de manera certera uno de los rasgos aparentemente más absurdos de nuestra peculiar organización social: ¿cómo es posible que tras el descomunal desarrollo científico y tecnológico -siempre orientados, evidentemente, al servicio de la acumulación de capital y de la alienación y el control sociales- posibilitado por la industria y la ciencia modernas no haya habido una reducción drástica del tiempo dedicado a la actividad laboral, al prosaico esfuerzo de ganarse la vida? Tal eventualidad de llegar a convertirnos en «la sociedad del ocio y la abundancia», pronosticada sin ir más lejos por el para muchos mayor economista del siglo XX, John Maynard Keynes, no se ha verificado en absoluto. Según las estadísticas más recientes, y a pesar de los problemas crónicos de desempleo, subempleo y precariedad que aquejan a enormes contingentes de la fuerza de trabajo global, el numero de personas trabajando y la cantidad de horas trabajadas no han dejado de crecer en el mundo y la jornada laboral, a pesar del continuo aunque irregular crecimiento de la productividad, apenas ha disminuido ligeramente -y únicamente en las potencias capitalistas- desde los años 70.
Werner Bonefeld refleja la extraordinaria paradoja que subyace al creciente contraste entre la potencialidad de creación de riqueza social, con criterios ecológicos que no sean depredadores del crucificado planeta, y la realidad de crecientes desigualdad y laboriosidad que presenciamos en nuestro mundo hipertecnificado:
“¿Cuánto tiempo de trabajo se necesita en el 2005 para producir la misma cantidad de mercancías que en 1995? ¿Un 20, 40 o el 50 por ciento? Cualquiera fuese la cifra, lo que es seguro, es que el tiempo de trabajo no ha disminuido, ha aumentado. Lo que también es seguro es que la distribución de la riqueza es más desigual que nunca»
El ameno texto de Graeber describe de forma minuciosa y demoledora el enorme derroche de energía y de sufrimiento humanos que supone la proliferación de ocupaciones inútiles o profundamente inicuas, y el absurdo que representa esa situación -por no mencionar su carácter intensamente ecocida- en medio de la exuberancia tecnocientífica del formidable aparato productivo-destructivo del capitalismo actual:
«Podríamos convertirnos fácilmente en sociedades dedicadas al ocio y al placer, implantando una jornada laboral de veinte horas semanales, o incluso de quince. Sin embargo, en lugar de eso, nos encontramos condenados como sociedad a pasar la mayor parte de nuestro tiempo en el trabajo efectuando tareas que no creemos que aporten absolutamente nada de valor al mundo»
La lúcida descripción de Graeber sobre la proliferación de trabajos «de mierda», crecientemente absurdos y redundantes, contrasta con todas las recurrentes profecías que pivotan sobre la idea del “fin del trabajo” que, desde el seminal texto de Jeremy Rifkin de título homónimo, periódicamente pronostican la desaparición progresiva de múltiples empleos debido a las vertiginosas transformaciones tecnológicas, que culminan actualmente en el desarrollo de la inteligencia artificial.
El mismo argumento «mitológico» acerca de la inevitabilidad de la abolición del trabajo a manos de la «revolución tecnológica» enunciado por André Gorz, filósofo marxista heterodoxo y pionero del pensamiento ecologista:
«Keynes ha muerto: en el contexto de la crisis y de la revolución tecnológica actuales, es rigurosamente imposible restablecer el pleno empleo a través de un crecimiento económico cuantitativo. La alternativa está más bien entre dos formas de gestionar la abolición del trabajo: una que conduce a una sociedad del paro, otra que conduce a una sociedad del tiempo libre»
La contundente descripción que realizan Gastón Gutiérrez Rossi y Paula Varela es una prueba fehaciente de la falacia que representa la «narrativa del fin del trabajo» ante la abrumadora realidad de degradación y precarización del empleo asalariado a nivel global:
«En primer lugar, y ante la insistencia de la narrativa del fin del trabajo (en los medios, la intelectualidad y sectores políticos no solo de derecha), es necesario afirmar que tal relato no se condice con los datos empíricos a nivel global: no hay desaparición de la clase trabajadora, lo que hay es una profunda “crisis del trabajo” que se expresa en la extendida y creciente precarización laboral; la progresiva feminización de la fuerza de trabajo en nichos de bajos salarios; el aumento de la subocupación y la sobreocupación; las fluctuaciones con piso alto del desempleo; el impacto de algunos cambios tecnológicos que, sin reemplazar el trabajo humano, lo someten a nuevas formas de control y gestión de la relación capital-trabajo; y, consecuencia de lo anterior, la proliferación de los “trabajadores pobres” como condición cada vez más extendida tanto en los países periféricos como en los centrales, aunque con distinto ritmo e intensidades»
Tales profecías acerca de la abolición del trabajo fallan, y seguirán haciéndolo mientras no se modifique drásticamente la actual organización social, por un motivo esencial, común a la innumerable pléyade de sesudos análisis académicos sobre las radicales transformaciones derivadas de la «revolución digital», la hegemonía de las TIC o la implantación de la new economy: omiten completamente, cegadas por su fetichismo tecnófilo, la comprensión del engranaje profundo de la acumulación de capital, descrito poéticamente en la famosa cita del clásico marxiano:
«El capital es trabajo muerto que sólo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo, y que vive tanto más cuanto más trabajo vivo chupa»
Así pues, y como refleja de forma prolija el contenido del texto de Graeber, la situación del «mundo del trabajo» en las terciarizadas sociedades occidentales no resulta ni mucho menos halagüeña: una gran parte de las tareas desarrolladas en el marco de la actividad laboral no sólo son nocivas social o ecológicamente sino que en muchos casos son directamente inútiles o superfluas y una fuente de sufrimiento y de desasosiego moral para millones de trabajadores que sienten que su modo de «ganarse la vida» es una completa pérdida de tiempo y que la sociedad estaría probablemente mucho mejor si no existiera. Ni siquiera parece necesario mencionar el sinnúmero de ocupaciones burocráticas, redundantes o directamente dañinas que no existirían en una sociedad realmente racional y que sólo se justifican por la angustiosa necesidad del «vampiro de trabajo vivo» de seguir manteniendo con respiración asistida su carrera hacia el abismo social y ecológico. Valga como botón de muestra el colosal sector financiero global, que para Graeber es el paradigma de la nocividad e inutilidad a partes iguales, que ocupa a millones de eficientísimos empleados de las gigantescas corporaciones bancarias, consultoras, auditoras, calificadoras de riesgos y demás emporios que se afanan en engrandecer aún más el formidable globo especulativo inflado en base al dinero mágico creado «del puro aire» por la banca privada para sostener artificialmente, cual atleta dopado a punto de colapsar, la marcha agónica del capitalismo desquiciado.
El pensador y activista anarquista, y uno de los padres de la ecología social, Murray Bookchin, abunda en la aguda toxicidad social de la mayoría de los empleos del sector financiero, incluyendo en lugar destacado las mastodónticas corporaciones consultoras y auditoras que además -y este es otro rasgo aberrante del «mercado de trabajo» que describe Graeber: la relación inversa entre la utilidad social de las actividades y su remuneración- son también los mejor pagados:
“Sí, la inmensa mayoría de la gente tiene que trabajar para ganarse la vida, y una gran proporción de ellos son trabajadores productivos. Pero muchos trabajadores son improductivos. Operan completamente dentro del marco y las circunstancias creadas por el sistema capitalista, como la gestión de facturas, contratos, notas de crédito, pólizas de seguros, etc. Nueve de cada diez trabajadores no tendrían trabajo en una sociedad racional en la que no habría necesidad de seguros ni de ninguna otra transacción comercial”
La pregunta inevitable que habría que formularse a partir de los retazos esbozados acerca de la absurdidad y nocividad de nuestra realidad social sería pues del siguiente tenor: ¿cuántas de las ocupaciones laborales actuales, en las que emplean sus desvelos millones de trabajadores, serían realmente necesarias en una sociedad racional en la que se eliminaran las tareas inicuas o superfluas y se concentraran los recursos materiales disponibles y los esfuerzos productivos en la satisfacción de las necesidades básicas de todos los seres humanos mediante tecnologías no depredadoras del sufrido entorno natural? O, dicho de forma más directa: ¿tenemos que enfrentarnos a la perturbadora constatación de que la mayoría de las actividades laborales que se desarrollan al servicio de la “producción y la riqueza del país” y del sacrosanto crecimiento del PIB son totalmente prescindibles al operar únicamente «dentro del marco capitalista» y que por tanto deberían desaparecer como condición del progreso humano y de la adecuación no depredadora del metabolismo socionatural?
El historiador Jérôme Baschet, autor del luminoso texto «Adiós al capitalismo», llega a la inaudita conclusión, tras realizar una estimación minuciosa de las actividades inútiles, nocivas o redundantes que sólo se justifican por las necesidades de valorización del capital y de control social disciplinario -personal militar y policíaco, sistema financiero, publicidad y marketing, sector agroalimentario intensivo, turismo de masas y medios de transporte a larga distancia… así como la omnipresente obsolescencia programada- de que las tareas requeridas para subvenir las necesidades básicas, incluyendo las domésticas y reproductivas, de forma equitativa y ecológica y «bajo una lógica social inédita», podrían realizarse aproximadamente en ¡12 horas a la semana!:
«Mediante un cálculo, quizás demasiado prudente, se puede estimar que, bajo una lógica social inédita, la producción de alimentos y de bienes manufacturados, así como los servicios básicos requeridos por la colectividad (en especial en materia de salud, y tomando en cuenta también una reducida cadena de distribución y la parte de los transportes organizada colectivamente), podrán realizarse gracias a una actividad repartida igualmente entre todos sus miembros e inferior a 12 o 16 horas por semana»
Sin embargo, y esta es en definitiva la cuestión decisiva, el planteamiento de Graeber, a pesar de su verosimilitud y originalidad, resulta superficial ya que omite una explicación del trasfondo histórico y estructural del fenómeno descrito y de su estrecha conexión con las necesidades endógenas de reproducción del organismo capitalista, contentándose con razonamientos de cariz empírico-sociológico que, a pesar de su proverbial agudeza, desembocan en conclusiones fenoménicas centradas en la crítica del «extractivismo rentista», del parasitismo financiero o de lo que denomina con cierta pomposidad el «feudalismo gerencial de los oligarcas corporativos»:
«Estamos cada vez más en un sistema de extracción de rentas en el que la lógica interna —las «leyes del movimiento», como les gusta decir a los marxistas— es profundamente distinta a la del capitalismo, puesto que los imperativos económicos y políticos se han ido mezclando considerablemente. En muchos aspectos se asemeja al feudalismo medieval clásico»
La contradicción fundamental del capitalismo
«De acuerdo con Marx, la diferencia entre riqueza material y valor se convierte en una oposición cada vez más aguda dado que el valor sigue siendo la determinación esencial de la riqueza en el capitalismo, aun cuando la riqueza material se vuelva cada vez menos dependiente del gasto de trabajo humano inmediato. Por ello, el trabajo humano inmediato sigue siendo la base de la producción y se hace incluso más especializado, aunque se haya vuelto “superfluo” en términos del potencial de las fuerzas productivas que se han desarrollado» (Moishe Postone)
La cuestión esencial que omite Graeber -de hecho, como se puede observar, ni siquiera le gusta hablar de “capitalismo”- es que en realidad sí que existe una dinámica consustancial a la esencia de la acumulación de capital que explicaría esta aparente absurdidad de nuestra realidad social -complementada de forma dramática con la enorme cantidad de miseria humana y de sufrimiento innecesario imperantes en la mayor parte del devastado planeta- y que, y esta es la cuestión decisiva, proporcionaría asimismo la base para su superación. El aspecto crucial a dilucidar podría plantearse por tanto del siguiente modo: ¿existe alguna compulsión muda, una fuerza oculta pero efectiva e insoslayable cual sujeto automático, que impulse continua y aceleradamente a la totalidad social capitalista hacia la renovación permanente de las tecnologías productivas y a la huida hacia adelante del crecimiento ilimitado y de la destrucción ambiental que lleva aparejada, sin reducir en absoluto simultáneamente su adicción al trabajo asalariado y a la extracción masiva de riqueza social y natural? O, alternativamente, ¿cuál es el rasgo genético del engranaje profundo del “reino de la mercancía” que le impide cumplir con las expectativas de liberación del trabajo repetitivo e innecesario y de incremento en el disfrute equitativo de la ingente riqueza producida que deberían procurar -en armonía con el uso homeostático y no depredador de los dones de la naturaleza- el continuo desarrollo científico-técnico en una sociedad racional centrada en el aprovechamiento del tiempo disponible para desarrollar la creatividad infinita de las actividades humanas?
El filósofo y gran renovador del marxismo Moishe Postone describe la “paradoja central de la producción en el capitalismo», la perversa «direccionalidad» que tal antinomia impulsa en la totalidad del organismo social y la creciente superfluidad teórica del «gasto de tiempo de trabajo humano directo» que de ello se deriva:
«De este modo, esta aproximación proporciona las bases para una explicación estructural de la paradoja central de la producción en el capitalismo. Por un lado, la tendencia del capital a generar incrementos continuos en la productividad da lugar a un aparato productivo de una sofisticación tecnológica considerable que hace que la producción de la riqueza material se vuelva básicamente independiente del gasto de tiempo de trabajo humano directo. Lo cual, por su parte, haría posible, socialmente hablando, la reducción general y a gran escala del tiempo de trabajo, así como cambios radicales en la naturaleza y la organización social del trabajo. Sin embargo, estas posibilidades no se han realizado en el capitalismo. A pesar del recurso cada vez menor al trabajo manual, el desarrollo de una producción tecnológicamente sofisticada no libera a la mayoría de las personas del trabajo fragmentado y repetitivo. De modo similar, el tiempo de trabajo no es reducido a escala social, sino que es distribuido desigualmente, incrementándose incluso para muchas personas»
Es decir que, en nuestra aberrante y profundamente antiecológica organización social, y en palabras del propio Postone -cuyo texto clásico describe, ya desde su título «Tiempo, trabajo y dominación social», la flagrante aporía entre las enormes posibilidades de liberación social generadas por la sofisticación del desarrollo científico-técnico y su oprimente aplicación real bajo condiciones capitalistas-, se produce una creciente bifurcación entre lo que sería necesario y cada vez más realizable para la sociedad humana si no existiera el capitalismo y lo apremiante y vital para el funcionamiento de las calderas que alimentan el Moloch insaciable del reino del dinero y la mercancía:
«La necesidad social llega a estar dividida históricamente entre lo que es y sigue siendo necesario para el capitalismo, y lo que sería necesario para la sociedad si no fuera por el capitalismo»
Tal es el sustrato profundo de nuestra absurda e irracional realidad social: el vampiro que personifica el capital sólo se vivifica al succionar tiempo de trabajo vivo, pero su propia dinámica endógena se fundamenta en la permanente reducción de la «actividad humana directa» a través de la continua revolución de las -en los lúcidos y premonitorios términos del maestro Manuel Sacristán- fuerzas productivo-destructivas y el incremento consiguiente de la superfluidad del trabajo humano directo en la mayor parte de los sectores económicos esenciales. Estamos, en palabras del propio Marx, ante la contradicción «en movimiento» que representa la esencia del capital como relación social:
“El capital mismo es la contradicción en movimiento, en el sentido de que presiona para reducir el tiempo de trabajo al mínimo, mientras que, por el otro lado, postula el tiempo de trabajo como la única medida y fuente de toda riqueza»
La paradoja esencial podría expresarse por tanto gráficamente en la contradicción inserta en las entrañas de la acumulación de capital entre el trabajo vivo y el trabajo muerto: mientras que su código genético, basado en extraer el máximo de plusvalor del trabajo humano le impulsa a la continua renovación tecnológica y productiva que tiende a expulsar un creciente número de trabajadores de las tareas laborales más básicas, las que durante milenios ocuparon las fatigas por subvenir sus necesidades primarias de nuestros sufridos antepasados, por otro lado continúa dependiendo vitalmente del tiempo de trabajo humano inmediato, la única fuente de la que mana su menguante rentabilidad.
La descripción del sociólogo Marcel Stoetzler de la «demencia» anacrónica que caracteriza la esencia de nuestra atribulada organización social merece ser citada in extenso:
«Dado el inmenso nivel de productividad –posible o realizada– al principio de nuestro siglo, la producción de riqueza material es una objetivación del conocimiento colectivo humano acumulado en tiempo histórico; una objetivación del tiempo histórico y del trabajo pasado más que del trabajo presente y del tiempo presente. Sin embargo, el valor sigue siendo una expresión del tiempo laboral inmediato. La sociedad fetichista del capital, tan demente que sigue produciendo su riqueza en la forma del valor, se vuelve por lo tanto cada vez más anacrónica debido a su propia dinámica histórica. Con la acumulación de experiencia histórica, el gasto del trabajo inmediato se vuelve cada vez menos necesario. Los muertos reúnen a sus fuerzas acumuladas, materializadas en el conocimiento social en el sentido más amplio, para trabajar en beneficio de los vivos. El hombre ha aprendido a hacer que el producto de su trabajo pretérito opere a gran escala y de manera gratuita, al igual que una fuerza natural»
Esta dinámica degenerativa es la que explica la paradoja de la proliferación de los «trabajos de mierda», brillante aunque superficialmente descrita por Graeber, completamente inútiles o nocivos desde el punto de vista social pero altamente funcionales para la máquina de succión de fuerza de trabajo que alimenta las calderas de la acumulación. Es decir, que el trabajo «muerto», sedimentado en el formidable aparato científico-técnico desarrollado a lo largo de los últimos dos siglos de vertiginosa aceleración histórica bajo la égida del capital, que permitiría la liberación del trabajo vivo de la mayor parte de las tareas desagradables o repetitivas, lo mantiene en cambio encadenado al trabajo asalariado, desarrollando en consecuencia una estructura laboral cada vez más aberrante y tóxica.
El teórico y profesor Chris O’Kane describe, basándose en la seminal obra de Postone, la creciente contradicción marxiana entre el «valor» y la «riqueza real» a la que aboca la dinámica degenerativa de la acumulación de capital y las posibilidades potenciales que apuntarían a su superación:
«La distinción de Marx entre el valor y la “riqueza real” es crucial para entender la “contradicción básica de la sociedad capitalista” (Postone, 1993: 26). El valor, por un lado, es una forma de riqueza históricamente específica “ligada al tiempo de trabajo humano” e “intrínsecamente relacionada con un modo de producción históricamente específico”. La “riqueza real”, por otro lado, indica el “gigantesco potencial de producción de riqueza de la ciencia y tecnología modernas”. En el curso del desarrollo de la producción industrial capitalista, el valor se vuelve cada vez menos adecuado como medida de la ‘riqueza real’ producida. Esta creciente contradicción […] señala la posibilidad de que la segunda supere a la primera como la forma determinante de la riqueza social»
Quizás el mayor síntoma -y a su vez el reflejo del agónico intento de sellado de esa cesura entre la reducción crónica del flujo de trabajo vivo y las insaciables necesidades de continuar exprimiéndolo para proseguir con la rueda infinita de la acumulación- de este desacople acelerado y de la brecha creciente entre la capacidad de producción de riqueza real y las crecientes dificultades de valorización lucrativa de esa producción en aras de sostener la maltrecha rentabilidad del capital sea la formidable hipertrofia del casino financiero global que presenciamos en las últimas décadas. La cantidad ingente de deuda fabricada «del puro aire» por la banca global, que por otro lado es una fuente permanente de angustia y una «cadena de oro» de esclavitud asalariada y de angustia vital -que afecta intensamente al acceso a la vivienda cercenado por la masiva expropiación financiera que representa el crédito hipotecario- para los sometidos a su férula, funge por tanto de cataplasma provisional para sostener la huida hacia adelante del capitalismo desquiciado. La expansión ad infinitum de las entelequias de las finanzas, propulsada por el capital financiero capitaneado por la fábrica de dinero mágico constituida en comandita por la banca central y comercial en el último medio siglo de hegemonía neoliberal-monetarista, representa por tanto el marcador por excelencia de la degradación de una forma de organización social que se muestra totalmente incapaz de reproducción saludable. Más allá incluso de los -por otro lado indudables y cada vez más acuciantes- síntomas de agotamiento de la rentabilidad del capital en los centros neurálgicos del capitalismo global, que afloran de forma recurrente en forma de crisis crecientemente explosivas, la colosal dimensión del globo financiero y el irreversible choque con los límites biofísicos planetarios ponen a la organización social regida por el prurito crematístico ante una encrucijada vital mientras queda dramáticamente de manifiesto su carencia absoluta de mecanismos correctores: ni el formidable tamaño de la burbuja del casino financiero global ni la impotencia absoluta demostrada por el Estado neoliberal para corregir el rumbo suicida del organismo social, sometido con armas y bagajes a los dictados del formidable poder de los dueños de las fábricas de dinero, tienen visos ni por asomo de reducirse, más bien al contrario.
La relevancia de la interpretación anterior, acerca de la aporía insoluble que se sitúa en el sustrato más profundo del organismo social capitalista, se revela de forma acusada a través de la comparación con la visión tradicional del marxismo ortodoxo acerca de la contradicción fundamental del capitalismo. Una miríada de autores, procedentes de las más diversas tendencias dentro de la nebulosa marxista, han caracterizado -basándose unánimemente en el famoso prefacio de Marx a la «Contribución a la crítica de la economía política», quizás el texto más citado de toda su magna obra- la antinomia crucial del modo de producción capitalista como una contradicción creciente entre el continuo desarrollo de las fuerzas productivas, tendente, por sí solo, a una cada vez mayor socialización de la producción, y, por otro lado, el carácter privado de las relaciones de producción bajo el capitalismo, regidas por la explotación de clase y la apropiación privada de los frutos del trabajo social. La «solución» lógica del planteamiento anterior, máxime teniendo en cuenta las acusadas concentración y centralización del capital en unos pocos cientos de gigantescas corporaciones multinacionales existentes en la actualidad, sería la socialización bajo control estatal de la producción social y la aplicación de los principios de la planificación centralizada, como antítesis de la anarquía de la propiedad privada, en pos de la satisfacción equitativa de las necesidades sociales. Tal sería el objetivo inmediato de la revolución social llevada a cabo, siguiendo el modelo canónico de la revolución bolchevique, por el proletariado triunfante.
El profesor y economista Xabier Arrizabalo nos proporciona un botón de muestra del enfoque canónico del marxismo tradicional:
«En la actualidad, gracias a la enorme cualificación de la mano de obra y el desarrollo científico y técnico que hace posible, hay condiciones materiales para unas relaciones de producción basadas en la colaboración no jerárquica entre el conjunto de los miembros de la sociedad, a partir de la propiedad colectiva de los medios de producción, lo que permitiría una acumulación planificada en la que el criterio de producción y distribución fuera el de las necesidades sociales expresadas directamente de forma democrática, no a través del mercado»
Sin embargo, tal enfoque «distributivo», basado en la expropiación de los expropiadores y en la abolición de la propiedad privada de los medios de producción, deja en principio en pie el nudo gordiano de la sociedad actual: la preeminencia de lo económico y del tiempo de trabajo generador de riqueza como ejes de la organización social. Se trata por tanto, como argumenta Postone, de una perspectiva de superación del capitalismo «desde el punto de vista del trabajo» que omite el estrato más profundo del planteamiento de Marx: la creciente superfluidad del trabajo humano bajo parámetros capitalistas y por tanto el carácter contraproducente del enfoque de dominación de clase como mecanismo de liberación del género humano de la dominación ejercida por el sujeto automático del capital.
«En la crítica basada en el ‘trabajo’, la alienación debe fundamentarse de manera externa al trabajo en sí, en su control por un Otro concreto: la clase capitalista. El socialismo conlleva, pues, la autorrealización del Sujeto y su reapropiación de la misma riqueza que en el capitalismo se le ha expropiado, privatizándola. Significa la autorrealización del ‘trabajo’ (…) El socialismo es entendido principalmente en términos de propiedad colectiva de los medios de producción y planificación económica en un contexto industrializado. Es decir, la negación histórica del capitalismo es vista en lo esencial como una sociedad en la que la dominación y la explotación de una clase por otra quedan superadas»
En realidad, la superación de la organización social actual y la «liberación» de las fuerzas productivas sociales exigirían la propia desaparición del proletariado y no su «realización» como clase triunfante tras la revolución social al servicio de la colectividad. La liberación de las fuerzas productivas de las “trabas” de las relaciones de producción de propiedad privada requiere por tanto la abolición previa tanto del valor como del carácter específico del trabajo como eje cohesionador de la totalidad social en el capitalismo, en pos de una sociedad “poseconómica” en la que el tiempo de trabajo -y el dinero que le sirve de equivalente «universal»- haya dejado de ser la vara de medir la riqueza social.
Así pues, la perspectiva obrerista del marxismo tradicional se detiene ante el cuestionamiento de la propia actividad laboral en sí misma adoptando un cariz «economicista» que impide romper el cordón umbilical que conecta la actividad humana con la creación de riqueza al servicio del fetiche de la producción.
La constatación de la aberración que supone la permanencia del trabajo heterónomo como principio rector de la sociedad actual, debido a las acuciantes necesidades de la decadente acumulación de capital de mantener su ritmo mortecino, acusadamente depredador y ecocida, explica asimismo la creciente inclusión de la esfera de las llamadas tareas de cuidados bajo la presión productivista que propulsa el patológico organismo social capitalista.
Esa dependencia vital del flujo de trabajo vivo como única fuente de la que mana el plusvalor obliga por tanto a la perpetuación del modo de producción doméstico-familiar -«la morada oculta de la producción», en los precisos términos de la filósofa feminista Nancy Fraser-, como medio de asegurar la provisión de la mercancía par excellence, a la vez que extrema la presión sobre la cadena de montaje de la que sale «lista para ser explotada» la fuerza de trabajo.
La crianza y la educación de los jóvenes, la necesidad de regeneración diaria de la fuerza de trabajo tras jornadas agotadoras o estresantes en trabajos absurdos o nocivos, que causan además crecientes problemas de salud mental, y todas las tareas condicionadas por la apremiante compulsión de mantener la marcha productivista de una «fábrica social» gravemente averiada provocan una incesante exigencia de “eficiencia reproductiva” sobre la morada oculta de la producción en la privacidad del hogar.
La profesora e investigadora Candela de la Vega describe, citando a Silvia Federici, la forma en que todas las relaciones sociales -con la esfera de la privacidad recluida en la familia nuclear en lugar destacado- se convierten en un engranaje de la «fábrica de relaciones capitalistas»:
«El orden capitalista –más aun en su forma neoliberal actual– se produce y reproduce en un complejo y articulado movimiento donde toda la vida social deviene fuerza productiva y todas las relaciones (familiares, sexuales, culturales, de raza, etc.) se convierten en un engranaje de relaciones de producción, ya que la sociedad entera se vuelve, como dice Federici, «fábrica de relaciones capitalistas»»
La economista feminista Amaia Pérez Orozco resalta esas crecientes tensiones encuadradas bajo la rúbrica de «crisis de los cuidados»:
«La expansión y el agravamiento de la conocida como «crisis de los cuidados» no es más que un síntoma de ese enorme aumento de la presión sobre la morada oculta de la producción, en la que las mujeres sufren la presión de mantener la máquina del hogar en marcha mientras sobrellevan a duras penas su doble jornada laboral, para mantener la rueda de la acumulación en marcha»
De este modo, como afirma rotundamente la teórica feminista Leopoldina Fortunati, queda meridianamente clara la condición esencial de la producción del «bien más preciado» para el sistema capitalista y la necesidad de “politización” del ámbito reproductivo que esa relevancia conlleva:
“Las mujeres son sujetos políticos: tienen en sus manos el poder de transformación más fuerte y radical de la sociedad, porque de ellas depende la producción y reproducción del bien más preciado para el sistema capitalista: la fuerza de trabajo”
Sin embargo, desde las corrientes mayoritarias de la economía feminista y del ecofeminismo actuales se realiza una crítica de la irracionalidad de la sociedad actual que tiende a parcelar los dos ámbitos de la producción y la reproducción, planteando como contradicción básica del organismo social capitalista el conflicto “irresoluble” entre la acumulación de capital y los “procesos de sostenibilidad de la vida». Pérez Orozco proporciona el planteamiento canónico del ecofeminismo:
“La respuesta a esta pregunta pasa por la constatación de un conflicto entre la sostenibilidad de la vida y la lógica de la acumulación (a la que se acusa de ser heteropatriarcal además de capitalista) y vuelve quimérico el intento de lograr la igualdad sin una transformación radical del sistema”
Sin embargo, la oposición capital-vida omite o minusvalora, como si entre ellas operaran lógicas contrapuestas, la profunda imbricación entre ambas esferas y tiende a mantener una visión inmanente y transhistórica de las actividades de “sostenimiento de la vida”, como si los propios cuidados en sí mismos y las instituciones y estructuras sociales que los acogen, con la familia nuclear en lugar prominente, fueran algo inmutable y parcialmente aislable de las heladas aguas del cálculo egoísta. La siguiente definición de «trabajo», como «práctica de creación y recreación de la vida y de las relaciones humanas», proporcionada por Pérez Orozco abona, en paradójica coincidencia con el marxismo tradicional, esta hipostatización de la actividad laboral como parte «de la naturaleza humana» y del metabolismo socionatural:
“Trabajo en sentido amplio es una actividad que se desarrolla de manera continua y que forma parte de la naturaleza humana. De hecho, entendemos el trabajo como la práctica de creación y recreación de la vida y de las relaciones humanas. En la experiencia de las mujeres, trabajo y vida son la misma cosa. El trabajo nos permite crear las condiciones adecuadas para que se desarrolle la vida humana partiendo de las condiciones del medio natural»
Sin embargo, como mostró el feminismo marxista de la segunda ola, existe una estrecha conexión entre las instituciones y estructuras de la morada oculta del hogar donde se desarrollan las tareas reproductivas y las acuciantes necesidades de valorización del capital y de preservación de la «cadena de montaje» de la que sale la mercancía más valiosa. Y esa perentoria necesidad de cuestionamiento de las propias actividades de «sostenibilidad de la vida», no como algo inmanente a la naturaleza humana sino moldeado por el capitalismo y por tanto necesitado en sí mismo de superación entroncaría con la lucha por una transformación radical de la vida cotidiana y de las estructuras de convivencia preconizada por la tradición libertaria.
En el fondo pues ambos enfoques, el esencialismo obrerista del marxismo tradicional y el esencialismo del «ataque contra la vida» de la economía feminista -en plena coincidencia en este caso con la mayor parte de los teóricos del ecologismo- omiten que ni el conflicto capital-trabajo ni el conflicto capital-vida constituyen la contradicción esencial del capitalismo sino que ambos son derivados -límites externos- de otra contradicción más profunda, consustancial a la lógica del valor como sujeto automático del capital y a la creciente incompatibilidad del vampiro de trabajo vivo con las enormes posibilidades de producción y disfrute de la riqueza social que abriría la superación del reino de la mercancía. El siguiente fragmento del Manifiesto contra el Trabajo del grupo Krisis resume de nuevo el punto neurálgico que los dos esencialismos mencionados omiten o minusvaloran:
“Por una parte, en consecuencia, el capital llama a la vida a todos los poderes de la ciencia y la naturaleza, así como de la combinación social y la circulación social, a fin de hacer la creación de riqueza (relativamente) independiente del tiempo de trabajo que haya exigido. Por otra parte, quiere medir esas enormes fuerzas sociales, así creadas, según el tiempo de trabajo y encauzarlas en los límites que se requieren para mantener como valor el valor ya conseguido”
El abigarrado pero a la vez integral crisol de los mecanismos desplegados en todos los ámbitos de la vida social por el poder hegemónico del capital en pos de preservar su dominación debería servir en definitiva para clarificar una cuestión neurálgica que afecta directamente a las organizaciones, estrategias y formas de lucha de los que anhelan y, lo que es aún más importante, perciben vívidamente la condición de posibilidad del surgimiento de otra sociedad: más allá de su posición concreta en el engranaje de generación de plusvalor, todos los colectivos populares sufren, si bien en distinto grado, la opresión derivada de la compulsión muda ejercida por el sujeto automático del capital en su inexorable ocaso.
Primera parte: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/2023/09/10/contra-el-culto-al-trabajo/
Segunda parte: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/2023/09/15/contra-el-culto-al-trabajo-ii/
Blog del autor: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/
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