Leo en comunicados de la izquierda oficial (e incluso en comunicados de sectores de la izquierda extraparlamentaria) una defensa del «Estado del bienestar» que me parece muy peligrosa. Y no por una cuestión de purismo, sino, sencillamente, por una cuestión de internacionalismo. Una cosa es defender con uñas y dientes las reformas logradas (cosa en […]
Leo en comunicados de la izquierda oficial (e incluso en comunicados de sectores de la izquierda extraparlamentaria) una defensa del «Estado del bienestar» que me parece muy peligrosa. Y no por una cuestión de purismo, sino, sencillamente, por una cuestión de internacionalismo. Una cosa es defender con uñas y dientes las reformas logradas (cosa en la que todos estamos de acuerdo) y otra muy diferente aceptar, como paquete, como proyecto, eso que vino a llamarse «Welfare State» y que, por decirlo claramente, sólo fue posible sobre la base de la explotación del Tercer Mundo.
Es obvio que defender el Estado del bienestar implica abandonar la perspectiva de Rosa Luxemburgo, en la cual la reforma no es un fin en sí mismo, sino un medio hacia la revolución. Pero implica, además, una grave incomprensión del carácter de clase del Estado, precisamente en un contexto histórico en el cual dicho carácter ha quedado meridianamente claro. De nuevo, sólo un punto de vista internacional puede ayudarnos a comprender la realidad, al constatar que fue la correlación de fuerzas a nivel mundial la que, tras las revoluciones socialistas y los movimientos de liberación nacional, invitaba a los capitalistas a efectuar concesiones y políticas preventivas. Ahora, una vez derribado el campo socialista, sobornados los sindicatos y desarticuladas las organizaciones obreras en todo el mundo, el capital ejecuta su contraofensiva.
Sin embargo, la socialdemocracia, a pesar de estar recibiendo su refutación más definitiva por parte de los propios hechos, vuelve a ponerse de moda. ¿Para qué colectivizar los medios de producción, intercambio y distribución? Basta con resucitar el «modelo social europeo» (como sugiere CCOO), incrementar los impuestos directos así como su progresividad (como sugiere Vicenç Navarro) y, como mucho, crear «una» banca pública -sin nacionalizar, faltaba más, la privada- o alguna especie de Tasa Tobin (como sugiere ATTAC).
¿Problema? Que, en un capitalismo globalizado, los neoliberales tienen la razón: si haces eso, Moody’s rebaja tu rating, tu deuda se incrementa automáticamente y las empresas, simplemente, se deslocalizan y se van a otro país donde encuentren condiciones más ventajosas, hundiendo tu economía. La socialdemocracia, sencillamente, ha devenido imposible. Por eso hoy día los reformistas son más utópicos que los revolucionarios: una salida de izquierdas para la crisis es imposible desde un punto de vista estrictamente técnico y sin abandonar el sistema económico capitalista.
Pero sobre todo, por otro lado y volviendo al principio, el proyecto del Estado del bienestar no puede separarse de su carácter imperialista, ya que las concesiones en las metrópolis del Primer Mundo están estrechamente ligadas a la sobreexplotación histórica de las neocolonias. Dicha explotación ha financiado, en última instancia, la «economía social de mercado», al producirse una redistribución internacional de salarios entre los explotados. A consecuencia de dicha redistribución, los trabajadores del Primer Mundo se han beneficiado objetivamente de la explotación de sus equivalentes en el Tercer Mundo. Ya lo dijo el Che Guevara en «El socialismo y el hombre en Cuba« : «Cabría aquí la disquisición sobre cómo en los países imperialistas los obreros van perdiendo su espíritu internacional de clase al influjo de una cierta complicidad en la explotación de los países dependientes y cómo este hecho, al mismo tiempo, lima el espíritu de lucha de las masas en el propio país».
Si el nivel de vida no se calculara dividiendo el PNB de un país únicamente por el número de habitantes del mismo, sino que en el denominador ubicásemos a todos los habitantes de otros países que, de un modo u otro, han contribuido a su riqueza, las estadísticas de los países imperialistas no serían tan halagüeñas. Por eso, abandonar la perspectiva mundial del proceso de explotación capitalista supone enmascarar el funcionamiento real del sistema.
La escuela mercantilista afirmaba que «el enriquecimiento de una nación sólo se puede hacer a costa del empobrecimiento de otras». En realidad, el mercantilista concebía la riqueza únicamente en forma de metales preciosos, que, obviamente, sólo podían incrementarse atesorándolos en el extranjero. Sin embargo, el concepto de riqueza actual no sufre una menor escasez que el de los mercantilistas. De hecho, en la siguiente dirección, http://www.footprintnetwork.org/newsletters/gfn_blast_0610.html, puede descargarse en lengua castellana un estudio del Global Footprint Network (California) que analiza la Huella Ecológica del ser humano. Este estudio concluye que el nivel de consumo por habitante promedio de Estados Unidos y Europa es imposible de generalizar a toda la población del planeta, porque serían necesarios, respectivamente, 5’3 (EE UU) y 3 (UE) planetas Tierra para ello.
La genealogía de esta situación de privilegio tampoco es ningún misterio, ya que figura en los libros de historia. Los países que experimentaron la revolución industrial acudieron a los países precapitalistas por necesidades comerciales, para extraer sus materias primas y para absorber mano de obra barata. A pesar del transcurrir de los siglos, las antiguas colonias, siempre retrasadas en la carrera tecnológica, sólo han logrado especializarse en las líneas de producción que eran desmanteladas en las metrópolis, generando una nueva dependencia del equipo extranjero.
La herencia histórica del imperialismo ha conllevado la expoliación de los recursos naturales de las neocolonias por parte de compañías extranjeras, que además evaden los beneficios obtenidos y los reinvierten en la metrópolis; la distorsión de la estructura económica mediante la imposición del monocultivo; el intercambio desigual, debido a que los precios de los productos que exportan los países subdesarrollados tienden a deteriorarse, mientras los precios de sus manufacturas importadas crecen sin cesar; la deuda externa, a base de créditos con elevados tipos de interés y condicionados a las privatizaciones que fija el FMI…
El filósofo Carlos Fernández Liria, observando las fronteras y las leyes de extranjería, escribió que los ministros de economía europeos proponen «que nos encerremos en fortalezas, protegidos por vallas cada vez más altas, donde poder literalmente devorar el planeta sin que nadie nos moleste ni nos imite. Es nuestra solución final, un nuevo Auschwitz invertido en el que en lugar de encerrar a las víctimas, nos encerramos nosotros a salvo del arma de destrucción masiva más potente de la historia: el sistema económico internacional».
Y esa es la clave. Naturalmente, debemos enfrentarnos a cualquier recorte social. Pero defender el «Estado del bienestar» es defender un proyecto político muy determinado, lo que nos convierte en los cómplices progresistas del «Auschwitz invertido» del que hablaba Fernández Liria. Porque el Estado del bienestar es un proyecto contrarrevolucionario de una clase dominante que, atemorizada por las revoluciones del siglo XX, sobornó a la clase trabajadora del Primer Mundo para que siguiera callando ante la explotación del Tercero, abandonando toda perspectiva global y los principios del internacionalismo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
rCR