En el pequeño pueblo de castellanomanchego donde vivo, desde que yo recuerdo, la Universidad Popular imparte cursos de mecanografía para aprender a trabajar con las tradicionales máquinas de escribir. En mi pueblo, como en el resto de España, nadie utiliza máquinas de escribir, sólo en estos cursos. Como todo el mundo sabe, esos aparatos ya […]
En el pequeño pueblo de castellanomanchego donde vivo, desde que yo recuerdo, la Universidad Popular imparte cursos de mecanografía para aprender a trabajar con las tradicionales máquinas de escribir. En mi pueblo, como en el resto de España, nadie utiliza máquinas de escribir, sólo en estos cursos. Como todo el mundo sabe, esos aparatos ya no se fabrican ni se venden. Ninguna oficina, institución o empresa las utiliza, han sido desplazadas por los ordenadores. Pero en mi pueblo, el Ayuntamiento financia esos cursos, cede locales, contrata profesor y los alumnos asisten por decenas. Los niños aprenden a aporrear un teclado que nunca más en su vida van a ver y que, aunque la distribución de las teclas sea similar, no se parece en nada más al teclado informático. Tiene un tacto diferente, necesita pulsarse de otra manera, el sistema de mayúsculas se hace de otro modo y lo símbolos ortográficos también están distribuidos de forma diferente, incluso no son los mismos, la informática incluye símbolos que no existen en la máquina tradicional. Y ahí están decenas de niños y jóvenes aprendiendo a empujar el carro de la máquina de escribir de forma mecánica cada vez que se termina una línea a pesar de que eso ya no lo volverán hacer nunca más porque no existe sitio donde se haga que no sea esa aula. La razón es muy sencilla, «siempre hubo cursos de mecanografía».
Hubo un tiempo en que yo intenté cambiar algo en ese pueblo. Dije que me parecía competitivo y machista que se eligiera a una reina de las fiestas, que se permitiera, incluso financiara, a un grupo de jóvenes para que hiciera una gamberrada urbana justificada porque ese año eran quintos, algo que tampoco existe porque no hay servicio militar obligatorio. O que el ayuntamiento pagara con un cheque al portador un dinero a un agente del orden para que su institución celebrara la patrona del cuerpo. Tampoco entendía por qué teníamos que pagar todos los vecinos una importante cantidad de dinero a una gran empresa distribuidora del agua, si el agua era nuestra, las extracciones y pozos los hacía la Junta y la red ya estaba hecha. Siempre encontré la misma explicación: «siempre se ha hecho así».
Es una cuestión de inercia, se trata de una sociedad que no se ha parado a pensar en si lo que hace tiene sentido o no, ni por qué se hace. Mi padre me cuenta el chiste de un pueblo en el que un banco de la plaza siempre está custodiado por un agente de la guardia civil desde hace muchos años. Según la anécdota, cuando el alcalde ordenó pintar el banco, dejó custodiándolo a un agente para que nadie se manchara. Aquel alcalde tuvo la desgracia de morir en esos momentos y desde entonces los agentes se turnan en las guardias al lado del banco y ningún cargo municipal ha suspendido esa función porque siempre se hizo así.
Existen comunidades en que, ni quienes las gobiernan ni quienes son gobernados, realizan el mínimo esfuerzo mental de replantearse las situaciones establecidas. Viven gobernados por la sumisión de la costumbre, no sólo no existe espíritu crítico para intentar mejorar, sino que tampoco ni para superar lo obvio o lo negativo. Tal y como le sucede al doctor Stockman en la novela de Henrik Ibsen, El enemigo del pueblo, cuando descubre que el agua del pueblo está contaminada y toda la opinión pública se rebela en su contra por lo negativo que ese descubrimiento puede ser para la economía local. Lo más alarmante es que no se trata sólo de la inercia o el interés político o económico de un sector, es la mayoría de la población la que está en contra de cambiar hasta lo obvio.
Es una sensación que también me provocó la película Dogville del director danés Lars von Trier. En ella asistimos a una sociedad miserable, cerrada, esclava de sus servidumbres, donde cualquier cambio es impensable.
En la Parábola de Buda sobre la casa en llamas, Bertolt Brecht relata cómo una familia se encuentra en el interior de su vivienda que es pasto de las llamas. Desde fuera, sus vecinos les increpan para que salgan urgentemente para evitar morir calcinados. Sin embargo, la familia no deja de preguntarles, dudando sobre qué tiempo hace fuera, si hay comida para todos, donde vivirán si salen de la casa… El final, al igual que en Dogville, sólo puede ser trágico.
Son incontables, los momentos en la historia de la humanidad en que las inercias de la población han sido el obstáculo para los avances culturales, sociales, ideológicos o políticos. Es además en las comunidades pequeñas donde ese apego al pasado y al tradicionalismo como método de enfrentar la inseguridad y la incertidumbre, lleva a anclarse en situaciones absurdas que bloquean el avance. Por eso es necesario que, aunque nos consideren enemigos del pueblo, algunos no dejemos de decir bien claro que ya no se utilizan las máquinas de escribir y que hay que salir de la casa cuando esté ardiendo.