Jean Cousin, Eva prima Pandora, Musée du Louvre, 1550 Ya las promesas libertarias de la tecnología digital que nos interconecta han quedado desmentidas por la realidad de los hechos y las tendencias. Algunos lúcidos autores como Yevgueni Morozov, Jaron Lanier o César Rendueles entre otros lo han puesto en evidencia. A semejanza del mito relatado […]
Ya las promesas libertarias de la tecnología digital que nos interconecta han quedado desmentidas por la realidad de los hechos y las tendencias. Algunos lúcidos autores como Yevgueni Morozov, Jaron Lanier o César Rendueles entre otros lo han puesto en evidencia. A semejanza del mito relatado por Hesíodo en Los trabajos y los días, aceptamos como Epimeteo el regalo funesto de Pandora porque somos olvidadizos e irreflexivos. No sólo los efectos positivos han quedado en buena parte neutralizados por los negativos, obvios en el devenir cotidiano, sino que la ambivalencia de la tecnología ha desvelado que urgen reflexiones que calibren y adviertan sobre los malestares que causan dispositivos como el smartphone y sus aplicaciones de mensajería instantánea como Twitter o Whatsapp o redes sociales como Facebook.
Se nos dice, o incluso nos convencemos a nosotros mismos de la comodidad a la hora de recabar informaciones y mantener relaciones sociales cuando nos servimos del terminal móvil. En cualquier momento y a cualquier hora recibimos mensajes de nuestros contactos y, de este modo, podemos estar al tanto de toda la actualidad tanto pública como doméstica. Y además, son aplicaciones «gratuitas» o casi -Whatsapp- crearían y apuntalarían comunidades virtuales, pero hay que considerar que esos grupos están tejidos, más que nunca, con vínculos débiles. Tan fácil es desconectar de esos contactos como cambiar de canal en nuestro televisor. Los apagamos o encendemos a nuestro antojo sencillamente porque no los tenemos hic et nunc, bajo el compromiso de la presencia real.
Y la pregunta radical que surge es si es esto verdaderamente útil y gratuito. ¿Nos informamos más y mejor a través del smartphone ? ¿Ayuda a cohesionar los grupos sociales, los amigos, la familia? ¿Es en verdad gratuito? Desde los ensayos de Nicholas Carr, The Shallows , y de Pascual Serrano, La comunicación jibarizada , se ha puesto entre paréntesis esta supuesta función cognitiva del mundo en red. Recibir cantidades ingentes de información a través de mensajes cortos no significa, ni mucho menos, que esos datos se conviertan en conocimiento. A fin de cuentas, lo que prevalece es el eslogan, la lectura parcial y ocasional, a veces transversal del que se ve abrumado por una cantidad tal de estímulos que se halla, literalmente, anonadado. Para Pascal, » quand on lit trop vite ou trop doucement on n’entend rien «. Perdemos capacidad de concentración en un libro por ejemplo. Y también perdemos la capacidad de visualizar un film de hora y media sin estar pendientes de ese genio maligno cartesiano que contiene las promesas de ubicuidad y conexión permanente y nos distrae de continuo, como atracciones de feria aquejadas de vanidad pascaliana.
D ecía Baltasar Gracián que » el oído es la segunda puerta de la verdad y la principal de la mentira». A veces, oímos con los ojos. Y nosotros nos encadenamos no sólo a charlatanerías en red, por ejemplo en Twitter, sino que intentamos seguir el juego de la influencia. Éste es uno de los motivos que seducen de tales medios: el deseo de «ser una persona influyente» aunque sea en los social media ; el propósito de extender nuestro poder a través de los mensajes que han de ajustarse a un lenguaje lo suficientemente sensacional como para llamar la atención de los demás cuando hay que hacerse oír en un atestado gallinero repleto de voces infoxicantes . Y para hacerse oír cuando todo el mundo habla al mismo tiempo… En realidad, tendemos a remedar ese lenguaje del exceso y vacío de los todólogos televisivos, impulsados por la querencia del narcisi s mo virtual. Un narcisismo por otra parte gregario al estar siempre expuesto a las miradas inquisitivas de los demás; como una gota más en el océano que necesita a toda costa convertirse en ola. Muy en el fondo tiene algo de romanticismo, de Sturm und Drang pauperizado y banalizado.
La comunicación digital es cronófaga, se alimenta de tiempo y acelera los ritmos de vida de modo que hemos de responder a las solicitudes de atención de más y más personas en cada vez menos tiempo. Podría decirse que el mundo en red intensifica la aceleración de los tiempos modernos, como ha estudiado el filósofo Hartmut Rosa. El tiempo se convierte en un bien preciadísimo. El tiempo para uno mismo, sin los demás. El tiempo a solas para la introspección, para pensar sin la constante influencia y reclamos de los demás. Decía Harold Laski en Los peligros de la obediencia que la prensa nos eximía de la responsabilidad de pensar. ¿Qué decir del smartphone ? Nos sumerge en un maelstrom pero, a diferencia del cuento de Poe, no nos es dado detener el corriente continuo para analizar las situaciones. Abismados en el torbellino de informaciones, nos dejamos llevar por nuestras redes de contactos. Las redes proveen de un espacio total de interdependencia en el que siempre estamos a la vista de los demás, bajo el influjo de sus opiniones y afecciones recíprocas.
Se cumple más que nunca la divisa de Gabriel Tarde en sus Lois de l’imitation : las redes como microespacios de imitación en el que la variación real está ausente y en segundo plano . Y se nos venden como el paroxismo de la libertad. Pero si l’enfer c’est les autres , como comprobábamos en Huis clos de Sartre, no hallaremos tiempo para ensoñaciones de paseante solitario, a lo Rousseau. En realidad, estamos más que nunca encerrados en nuestros muros digitales, que no derriban las barreras con los demás sino que interponen una nueva corrosión de las relaciones basada en la inmediatez y el intercambio constante y apresurada de una gran nada hermoseada . Es la doble lógica de inclusión y exclusión. El que no está en esas redes se ve excluido de esos círculos de poder. Encerrados en una burbuja líquida, como diría Bauman, que debemos actualizar cada instante para evitar que se diluya .
Pensemos si no en la obsesión iconológica por la fotografía. Uno termina por no vivir cada instante si no es a través de las imágenes que tomamos de esos momentos, imágenes que se compartirán con otros en tiempo real e irán a interrumpir otros instantes. Perdemos la experiencia fuera de la pantalla y ganamos una vida entera de pose. Sin duda, creemos que al convertirnos en imagen damos sentido a todo lo que hacemos; lo trascendemos; encantamos una vida desencantada parafraseando al sociólogo George Ritzer. Nos transformamos en puro espectáculo de nosotros mismos, en representación barroca cuyo público son nuestros contactos, al mismo tiempo actores de nuestra propia comédie humaine .
S obre la gratuidad, no hay más que pensar en cómo la industria tecnológica, a través de estrategias de obsolescencia programada, logran que los consumidores -no ciudadanos- cambien de terminal incluso antes de que su corta vida lo haga necesario. El smartphone es un bien estatutario, una mercancía que distingue y marca a su propietario, como bien podemos comprobar con cada nueva versión de iPhone. Es curioso que dentro de esa imagen de marca de Apple, como un progresismo new age , sea tan cínica la postura respecto a las condiciones laborales de los que fabrican tales dispositivos en el tercer mundo.
A demás, hay que contar con los estipendios destinados a la línea telefónica y la tarifa plana de Red. Así, comprobamos que, lejos de ser un mundo gratuito se aloja en el centro de economía neoliberal de consumo. Libertad, sí, pero sujeta a la rotación de capitales y a la desigualdad social. Al mismo tiempo, nuestros datos quedan almacenados por el oligopolio de la Red generando de tal modo lo que se llama Big Data . ¿Cuál es el negocio de Twitter o Facebook si no cobra a sus usuarios? Nos venden a nosotros, nuestras vidas intermediadas por sus plataformas son su mercancía con la que trafican con nuestro consentimiento al aceptar sus términos y condiciones de uso. Y nos miden, anticipan comportamientos e incluso son capaces de orientarlos conforme a nuestro historial.
Así pues, convendría más allá de los utilitarismos y las gratuidades, pararse a pensar, reflexionar sobre el puesto del hombre en el cosmos virtual, leer algún libro con detenimiento como el sugerido en estas líneas de Max Scheler o aquel otro de Nuccio Ordine acerca de La utilidad de lo inútil, y a partir de ahí, sin tuitearlo ni haber tomado una instantánea sobre alguna de las páginas para ser compartida en algún grupo de poetastros en Whatsapp, tratar de vivir; despertar la conciencia y dejar de ser objeto virtual a beneficio de las grandes corporaciones digitales. O al menos desconectar parcialmente de la corriente inercial…
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