Nadie debería dudar de las implicaciones imperialistas de esta guerra. Aprovechando la provocación occidental, Putin recoloca a Rusia como potencia en un mundo pluripolar, aceptémoslo para bien.
Al mismo tiempo, se comporta con prepotencia asesina, como era de esperarse, aceptémoslo para lo peor. La humanidad tiembla ante su destino, porque afloran las evidencias de la disparidad del poder mundial. Tantas veces la muerte, no son sino la muerte definitiva. Rusia arrasará Ucrania, simplemente porque está en su zona de influencia, más allá de los deseos nacionales que pisotea. La dignidad del pequeño sólo ha contado como pieza sacrificable de una geopolítica despiadada.
Los imperios en ascenso se comportan como la Rusia de Putin, que no representa ninguna referencia ideológica para ninguna periferia, ni las de aquí ni las de allá. Los imperios en descenso se comportan con la violencia solapada de la OTAN de Biden, llenando de bases militares el mundo, o como la servil Europa resignificando la democracia en la esclavitud de los otros. La autodeterminación de los pueblos siempre ha sido un regalo ocasional de los imperios que se autodeterminan a sí mismos. Hoy Europa se siente acorralada por una guerra que ellos también proveyeron. El mundo tiembla ante la amenaza nuclear. Los dos más grandes depósitos nucleares se miran frente a frente. Las bombas son de ellos, la destrucción, de todos.
Estamos acostumbrados a sufrir de esto en Latinoamérica y el Caribe. Nada nuevo es para nosotros. El nombre de la Doctrina Monroe fue un paso de testigo de británicos y norteamericanos, el reacomodo eufemista de una sostenida violencia colonial y poscolonial. Los verdugos se turnan siempre las armas. Ejemplos nos sobran en una historia llena de heridas en esta parte del mundo, tan lejos de Ucrania. Momento fundamental lo vivimos los venezolanos con el robo del Esequibo, vilmente manipulado por los ingleses e internacionalmente legalizado con un despreciable apoyo norteamericano, en 1898. Hoy se intercambian títulos con empresas petroleras que se bañan en el mar Caribe, custodiadas arteramente por submarinos nucleares, incitando a una guerra perdida. Los Estados Unidos midieron su backyard con la misma vara con que hoy es medida la tierra ucraniana por los rusos. Quien cante victoria se quedará mudo.
Pero se levanta una conciencia contra la guerra, y mientras, los muertos aumentan las ganancias de los coyotes de las armas (que no se producen en Ucrania, ni en Latinoamérica, ni en África, ni en el Medio Oriente). Sorprende que los papelitos pacifistas no volaran para detener los drones europeos y norteamericanos que destruyeron Libia, quizás para siempre. Cándidamente se ve en pantalla, día tras día, caer las bombas israelitas sobre Gaza, sin necesidad de subtítulos. Bush destruyó Irak con una guerra de falsas excusas y recibió el apoyo de la gran mayoría del pueblo norteamericano. Afganistán sigue su tragedia, producto de más de dos décadas de violencia y la desequilibrante imposición “civilizatoria” occidental, y por su suelo pasó también Rusia y luego se enquistó Norteamérica. El Congo ha sido sistemáticamente arrasado por la maldición del coltán tecnológico, que pone nombre a la guerra del gran capital contra la gente. Mueren niños esclavos, violan a miles de mujeres, se arrasan pueblos y campea la mirada interesada de las grandes compañías internacionales. Pero poco se dice en los medios, hoy encendidos de rabia por Ucrania. La violencia sistemática del gran tráfico de drogas escenifica su guerra diaria en México y Colombia (amparada con bases militares norteamericanas y solicitud proto-OTAN, que tendrá que cambiar de nombre). Ni siquiera se hace una escuálida marcha que logre recordarse. Todo pasa, hasta los imperios, pero dejan huellas de sangre.
El enfoque de los hechos desde Latinoamérica no puede ser el mismo que el del Congreso de los Estados Unidos. Biden gagá es aplaudido por otra caricatura del subalternismo nortemaericano, Kamala Harris, como lo fue la patética figura del Nobel de la Paz, Barak Obama, a quien nunca le retiraron la distinción equivocada. Es inimaginable cómo se habría manejado esto bajo la mueca insolente del empresario Donald Trump: In God they Trust. Nuestra posición tiene que ser otra, anticapitalista, antiimperialista y latinoamericanista, en contra del avance militar y económico norteamericano, que más nada significa la OTAN para el mundo entero, y en contra de las pretensiones posoviéticas de una Rusia en crecimiento.
Nuestra postura tiene que ir en contra de toda invasión. En contra de las destrucciones interesadas, bélicas o económicas, desde un norte cada vez más incongruente. Se ha intentado con Venezuela y se saben las consecuencias. Ya saldremos de nuestros gobernantes corruptos y neoliberales, pero no con la ayuda de los corruptos del capitalismo internacional. Por esto, no se puede celebrar la agresión de los más grandes, porque escupimos en el ojo de nuestro propio futuro, cada vez más pequeño. Cuando las bombas explotan, no importa que sean norteamericanas o rusas. Para quien muere poco importa que sean nucleares o drones supertecnológicos. Tampoco nos importará a nosotros que las balas sean recicladas en los laboratorios de Colombia o cultivadas en la miseria de Guyana. Hay que verse al fondo de este espejo deformado. La desgracia de Ucrania no es más que una excusa y ante ella, no queda más que humor negro.
No celebramos la invasión rusa a Ucrania, como tampoco el avance norteamericano sostenido hacia el este. En el aire de las manipulaciones, doblan las campanas y los alemanes piden armas en vez de cerrar sus gasoductos. Quizás ese gas alimente las nuevas cámaras de la muerte en una guerra mundial. Pero esta vez no serán judíos los exterminados con sofisticada saña, quizás las víctimas amontonen inmigrantes africanos, desplazados árabes, desocupados latinoamericanos, incluyendo la “diáspora” venezolana.
Nuestra perspectiva, desde Venezuela, no puede ser sino distinta.
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