El mercado capitalista, por supuesto, no exige gente que se maneje con las personas de una forma ruda, pero las maneras del jefe no son el tema central de la historia; el asunto es que el mercado sí exige a gente que maneje a la gente, que les manipule en un cierto sentido… Los negocios […]
El mercado capitalista, por supuesto, no exige gente que se maneje con las personas de una forma ruda, pero las maneras del jefe no son el tema central de la historia; el asunto es que el mercado sí exige a gente que maneje a la gente, que les manipule en un cierto sentido… Los negocios consisten, entre otras cosas, en gente que trata a otra gente según una norma del mercado -la norma que dice que serán despedidos si no pueden producir a un nivel que satisfaga la exigencia del mercado-. Por supuesto que fomenta la «eficiencia», pero también corrompe la humanidad. Los negocios convierten a los productores humanos en mercancías. Pero tampoco salva a los patrones, «pues ¿de qué sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma» (Marcos 8, 36).
Gerald A. Cohen, Si eres igualitarista, ¿cómo es que eres tan rico?
El lenguaje nunca es inocente, ha señalado Juan Francisco Martín Seco . Mucho menos, ha insistido con razón, cuando se trasforma en vehículo de transmisión política. Las palabras, entonces, lejos de descubrir la esencia de las cosas, las ocultan. Ejemplo señalado por nuestro magnífico economista : se habla de «reestructuración ordenada» cuando deberíamos hablar de salvamento, rescate o intervención bancaria. No sólo eso. Los adornos con los que adornan dictámenes y afirmaciones categóricas no son inocentes. Por activa y por pasiva, señala Martín Seco, se ha querido vender el mensaje de que nuestro sistema financiero estaba en perfecto estado de salud gracias a la extraordinaria labor del Banco de España. ¿Recuerdan la fotografía entre los señores Botín y Zapatero al inicio de una crisis que nunca fue llamada así inicialmente al ser grave pecado electoral? Las entidades financieras únicamente tenían un momentáneo problema de liquidez y por culpa tan sólo de la crisis de las hipotecas subprime que en España afectaba, se repitió una y mil veces, en mucha menor medida que en otros sistemas financieros dada la responsabilidad social, técnica y financiera de nuestra eficaz y honesta clase bancaria. Lo cierto, señala Martín Seco, «es que ni los bancos españoles estaban tan sanos como decían ni el Banco de España ha sido tan eficaz, especialmente en la defensa de los clientes que se han visto engañados en muchos casos por las entidades financieras».
Detrás de los problemas de liquidez latían con fuerza, y ahora parece evidente y reconocido por todos, problemas de solvencia. También la banca española participó activamente, como no podía ser menos, estuvieron y están a la altura de las circunstancias, en la orgía impía de la edad de la codicia globalizada. Tan es así que se prevé poner a su disposición la suma de 99.000 millones de euros, más de 16 billones de las antiguas pesetas. Para tapar agujeros: calderilla pública para corregir algún exceso.
No es Martín Seco el único que ha comentado la importancia del lenguaje en asuntos económicos y políticos. En el tercer apartado del capítulo 7º -«Economía, poder y megaproyectos»- de su autobiografía intelectual cuenta J. M. Naredo que impartió un curso, en otoño de 2007, en la sede de la fundación César Manrique de Lanzarote base de un libro editado en 2009 por la misma fundación con el título de Economía, poder y megaproyectos.
El tema incentivó a Naredo a reflexionar sobre la naturaleza del capitalismo que nos ha tocado vivir, «confirmando que la ideología dominante dificulta la comprensión del desplazamiento que ha venido observando la actividad económica desde la producción de riquezas hasta la adquisición de la misma con la ayuda del poder» (p. 126). Si la idea o noción de producción oculta la realidad de la extracción y la adquisición de riqueza, la idea de mercado soslaya la intervención del poder político en el proceso económico. El creciente proceso de desplazamiento y concentración del poder hacia el campo económico empresarial hace que las empresas sean capaces de crear dinero, de conseguir reclasificaciones, concesiones, contratas, privatizaciones forzadas, manipulando a la opinión pública hasta límites impensables hace poco, al mismo tiempo que simultáneamente se polariza cada vez más el propio mundo empresarial. Si antes, apunta Naredo en un giro que acaso exija algún matiz geográfico-temporal y de balance y cuantificación, el Estado controlaba a las empresas, en la actualidad las grandes corporaciones controlan y usan el Estado y los medios de persuasión en beneficio propio. La realidad de los megaproyectos expuestos en el libro, señala, se sitúan en las antípodas de esa entelequia llamada usualmente «mercado libre», cuya función delimita Naredo en los términos siguientes:
¿Es el mercado libre el que hace, por ejemplo, que un tren pare en mitad del campo, que se instale allí una estación ferroviaria, que se construya una autopista y que surja una operación inmobiliaria que coincida con los límites de determinadas fincas? En absoluto. Es tema de poder, del poder de presidencias autonómicas, y del poder de un partido heredero de la dictadura militar y de las grandes familias que estimulan y se benefician de corruptelas y subordinaciones públicas. ¿Es el mercado libre la causa de que se recalifiquen ciertos terrenos o que se promuevan ciertos proyectos aunque sean a veces tan costosos como extravagantes y socialmente absurdos? Tampoco, transitamos por el mismo sendero. Es obvio que son personas muy concretas, grupos sociales minoritarios, clases privilegiadas, las que amparadas en su poder, y con poder para lucrarse de esas operaciones, promueven ese tipo de operaciones.
En síntesis del propio autor: el capitalismo de los poderosos es liberal y antiestatal pero a medias, sólo a medias. Es liberal, señala Naredo, «sólo para solicitar plena libertad de explotación pero tiende a promover, cuando puede, concesiones y monopolios en beneficio propio» (p. 107). Es antiestatal en cuanto pretende despojar al Estado de sus riquezas pero no lo es en absoluto «para conseguir que las ayudas e intervenciones estatales alimenten sus negocios» (p. 107). ¿Podemos seguir entonces calificando de neoliberal la actual fase del capitalismo? No debería ser el caso en su razonable opinión. Hacerlo así, como de hecho hemos hecho y seguimos haciendo por costumbre derivada de un puntual hallazgo terminológico, es hacerle un enorme favor, «al encubrir el intervencionismo tan potente en el que normalmente se apoya, permitiendo que los nuevos caciques vayan impunemente de (neo)liberales por la vida» (p. 107). ¿El señor Fabra un (neo)liberal? A la vista de todos está, y ahora más que nunca, que este intervencionismo discrecional culmina en momentos de crisis, haciendo que el Estado sufrague pérdidas y avale riesgos de determinadas entidades privadas. Se trata de privatizar ganancias y de socializar pérdidas: ni más ni menos, esta es la (escandalosa) cuestión. Permitir que sigan usando el término neoliberal, en abierta inconsistencia con los supuestos postulados-guía de sus no menos supuestas «cosmovisiones», es una conquista que, señala J. M. Naredo, no deberíamos permitir alegremente en la lucha cultural, arista nada despreciable de la global lucha de clases. Es cemento líquido y da cohesión al sistema globalmente. Un ejemplo más de estos ocultamientos terminológicos nada inocentes. Lo señalaba recientemente Juan Torres López . El Fondo para la Reestructuración Ordenada Bancaria (FROB) «va a dedicarse a reordenar el sistema financiero» se anuncia institucionalmente. ¿Reordenar el sistema financiero? ¿De qué estamos hablando exactamente cuando hablamos de reordenar nada más ni nada menos que el sistema financiero? Pues de que se va a financiar, con dinero público, con dinero de la ciudadanía que abona sus impuestos (que no es, como es sabido, ni muchísimo menos toda ella), la concentración bancaria mediante fusiones y absorciones que «desean y siempre van buscando los bancos de más dimensión para ganar mercados». El asunto no es una mera cuestión técnica, neutral. Por un lado, señala Torres López, esconde lo que llaman la «despolitización» de las cajas, lo que «va a suponer que los intereses sociales tengan una representación mucho más limitada»; por otro lado, la reordenación que persigue el Fondo -es decir, la gran banca española- en realidad «está dirigida a recapitalizar bancos proporcionando a los más poderosos un reparto del mercado mucho más favorable sin que tengan que fotografiarse y enseñar las vergüenzas acumuladas en estos años anteriores de alegría financiera». Por lo demás, este proceso de concentración se pone en marcha sin valorar previamente ni los efectos que va a tener sobre la competencia y «sin considerar que el mayor tamaño de las entidades bancarias no ha sido precisamente una garantía de seguridad y solvencias financieras sino más bien todo lo contrario». Corolario denunciado por Torres López: «lo que puede provocar que con este fondo se financie precisamente una reordenación del mercado que, sin la regulación más estricta que es de todo punto necesaria, puede provocar a medio plazo nuevos problemas bancarios de mayor envergadura. Un remedio, quizá, peor que la enfermedad». Una vuelta más de la eterna noria bancaria española.
Otra consideración más sobre lenguaje y asuntos político-económicos. En los años veinte del siglo pasado, señalaba José Cademartori , John Maynard Keynes ya era un destacado economista, catedrático en Cambridge, autor de una obra sobre probabilidades y de varios ensayos polémicos sobre temas de interés público. Durante años Keynes enseñó la ideología, el término es de Cademartori, de «la mano invisible», dominante durante siglo y medio en Gran Bretaña, mientras en Francia la misma ideología envuelta en eficaces ropajes científicos había sido adoptada por los fisiócratas con la consigna «Laisser faire, laisser passer», la doctrina posteriormente dogmatizada por Juan Bautista Say. Su maestro había sido Alfred Marshall, un liberal más bien ecléctico, el economista más influyente de su época. David Ricardo, J. Stuart Mill y sus herederos hasta Marshall acogieron la tautológica «ley» -¡ley!- de Say de que «toda producción creaba su propia demanda». En el sistema económico nunca podía existir ni sobreproducción ni insuficiencia de poder de compra. Si alguna vez ocurría este imposible, el mercado, libre por supuesto, resolvía en un periquete el desajuste con sus propios, sabios y automáticos mecanismos.
Keynes se mostró cada vez más disconforme con ese postulado cada vez más falsado por una realidad caracterizada, recordemos las primeras décadas del XX, «por continuas crisis de sobreproducción, desempleo masivo y prolongado, desequilibrios del comercio exterior y trastornos monetarios». Keynes rompió con esa tradición y polemizó constantemente con su representante Alfred Pigou. Formuló fundadas críticas a David Ricardo y Say y se enfrentó con los precursores europeos del neoliberalismo: Von Mises, Von Hayek y Lionel Robbins, la santísima trinidad de la reacción. En el ensayo The End of Lassez-Faire, señala Cademartori, Keynes condenó los que denominó los principios «metafísicos» de esa escuela, que volvían a refundarse cada cierto tiempo: la supuesta «libertad natural» de los individuos en las actividades económicas, la existencia de derechos perpetuos de los propietarios y la suposición especulativa de que los intereses privados y los sociales siempre coinciden y que el interés propio siempre opera en el mismo sentido que el interés público.
Ni que decir tiene que Keynes logró un éxito parcial en su cometido y que los postulados criticados han arrasado durante dos décadas cuanto menos la academia, franjas de las ciencias sociales y el discurso público en general (y, por descontado, la mayoría de los medios de persuasión e información dirigida). La reciente publicación de un ensayo de Giulio Palermo que lleva por título El mito del mercado global y por su subtítulo «Crítica de las teorías neoliberistas», con prefacio de Antonio Negri, da ocasión para retomar algunos de los argumentos centrales en torno a esta categoría central en el debate económico, político, filosófico y cultural en general. Economía de libre mercado, el mercado como perfecto procedimiento para la asignación de recursos, el mercado como institución intocable, el mercado como sistema libre y autónomo de regulación, (des)regulación permanente del mercado del trabajo, sistema educativo y necesidades del mercado, el mercado como institución transhistórica, por no hablar del socialismo de mercado aireado con ímpetu en centro e izquierda, todas ellas, han sido nociones o lemas que han marcado con una profunda y alargada huella el discurso ciudadano y científico. Y no de cualquier forma. Lo han hecho como postulados, como axiomas, como nociones comunes incuestionadas e incuestionables. Dar cuenta en diferentes aproximaciones a partir del trabajo de Palermo, de los principales argumentos críticos contra esta categoría central es el objetivo de estas páginas. Ni qué decir tiene que no habrá aquí ninguna aportación original: síntesis didáctica, y esperemos que no errada, del trabajo y argumentación de otros.
NOTAS
1. J. F. Martín Seco, «El nuevo plan para salvar la banca». Público, 9 de julio de 2009, p. 6
2. ¿Cómo pudimos permitir que un socialista consecuente como él se alejara de Izquierda Unida?
3. José Manuel Naredo, Luces en la laberinto. Autobiografía intelectual, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2009.
4. Juan Torres López: «Está claro quién manda». Sistema Digital. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=88509
5. José Cademartori, «La crítica de Keynes al neoliberalismo». http://www.rebelion.org/noticia.php?id=87857
6. En política interna, Keynes se definió como cercano al Partido Liberal, muy ajeno al Partido Conservador, rechazando al Partido Laborista, con clara consciencia clasista, por ser un partido de «una clase que no es la mía» donde, observó, los buenos intelectuales estarían siempre presionados por la extrema izquierda (léase: por jacobinos, bolcheviques y grupos afines en su mal vivir y peor razonar).
7 .Comentada muy positivamente en estas mismas páginas de rebelión por Nicolás Alberto González Varela, a quien precisamente debo el conocimiento del libro Palermo, así como sus magníficos y modélicos trabajos filosóficos. No conozco aproximaciones a la obra de Nietzsche y Heidegger de su rigor y hondura en el panorama filosófico hispanoamericano.