En casi todos las opiniones y análisis que actualmente se realizan sobre la marcha del Ecuador está predominando la polarización entre «correísmo» y «morenismo», como si allí se agotara el debate nacional. Como historiador, que ha seguido en forma documentada los procesos contemporáneos, es imposible dejar de reconocer que el gobierno de Rafael Correa marcó […]
En casi todos las opiniones y análisis que actualmente se realizan sobre la marcha del Ecuador está predominando la polarización entre «correísmo» y «morenismo», como si allí se agotara el debate nacional.
Como historiador, que ha seguido en forma documentada los procesos contemporáneos, es imposible dejar de reconocer que el gobierno de Rafael Correa marcó un ciclo importante en el devenir del país. Pero hoy no existen condiciones ni intelectuales y peor políticas, para referirse a su período presidencial sobre la base de estudios e investigaciones rigurosas y objetivas. La «descorreización» ha tenido tal impacto, que cualquier asunto relativo al gobierno pasado merece todo tipo de descalificaciones y, sin duda, de reacciones emocionales negativas, siempre carentes de sustento empírico y racionalidad crítica.
Persistentemente he señalado que los logros del anterior gobierno están bien analizados tanto por organismos internacionales como CEPAL, NNUU e incluso BM y hasta FMI, pero también por académicos e instituciones extranjeras. Y esto porque si se hace referencia a autores ecuatorianos, se encienden enseguida las pasiones para ubicarlos como «correístas» o para aplaudirlos como «anticorreístas».
La manipulación ideológica está a la orden del día. Y mientras eso ocurre, se descuida el examen del camino real y concreto por el que avanza el país, que merece despojarse de «correísmo» y de «morenismo» para entenderlo en sus lógicas históricas actuales.
Debería estar muy claro que el ciclo del progresismo latinoamericano, en el que se inscribió el gobierno de Rafael Correa, ya no está vigente. Pero en su lugar, con cualquier justificación que se quiera, existen otros gobiernos y todos ellos con características conservadoras y neoliberales, algo que igualmente está bien estudiado por académicos de valía latinoamericana y mundial.
Es indudable que en Ecuador se cortó con el ciclo de la Revolución Ciudadana. Es evidente, con todos los datos que se quiera analizar, que el gobierno de Lenín Moreno dio un giro radical con respecto al anterior, a pesar de aquellos estudiosos que lo consideran un continuador de lo que Correa hizo a partir de 2014.
Sin embargo, suponiendo que sea un «continuista», lo que ha venido haciendo Lenín Moreno en materia política y económica, supera y avanza mucho más lejos de lo que Correa llegó.
El gobierno de Lenín Moreno ha desarrollado su gestión al compás de lo que han marcado las derechas políticas y particularmente el Partido Social Cristiano, así como los medios de comunicación mercantiles. La «descorreización» institucional del país ha tenido éxito por los escándalos de corrupción que han afectado la imagen del gobierno de Correa. Pero, al mismo tiempo, ha significado para el «morenismo» un posicionamiento de determinante influencia sobre las funciones del Estado y, ante todo, en los aparatos de control, para lo cual han servido no solo la persecución a funcionarios del anterior régimen, sino también la utilización del Consejo Transitorio de Participación Ciudadana y Control Social, que nació sin pronunciamiento previo de la Corte Constitucional y que se excedió en sus funciones, sin contemplar los límites que le imponía la propia consulta popular de febrero de 2018, que le dio origen.
En materia económica, el gobierno se ha subordinado a los criterios de los dirigentes de las cámaras de la producción, cuyos intereses prevalecen. En lugar de que los «diálogos» sirvieran para escuchar las voces de economistas y académicos con visiones alternativas y diferentes, la única línea seguida se ha encaminado a reducir las capacidades del Estado, revisar impuestos para liberar de ellos a los capitalistas, y flexibilizar las relaciones laborales al gusto y sabor de los empresarios, incluyendo el llamado por un «acuerdo nacional» sobre la seguridad social, que solo afectará a los ciudadanos. Esas líneas de orientación explican el acercamiento al FMI para obtener créditos condicionados a lo que esta entidad impone, con medidas que coinciden con el modelo empresarial en marcha en el país. Por cierto, el rumbo económico «morenista» traerá consecuencias sociales y laborales tan graves, que serán la cara opuesta de los resultados de la época «correísta» en estas áreas.
En materia internacional, el gobierno de Lenín Moreno rompió con todo el «bolivarianismo» correísta, pero también con todo latinoamericanismo progresista. Se ha definido por la creación del Prosur, dejando a un lado a Unasur, Alba o a la Celac; ha seguido las estrategias de continentalización americanista impulsadas por los EEUU y en ese marco define su comportamiento con Venezuela; además, valora los tratados de libre comercio y ansía una pronta vinculación con el Acuerdo Asia-Pacífico. El último episodio de las definiciones gubernamentales, que ha provocado un vendaval diplomático, ha sido la expulsión de Julian Assange de la embajada ecuatoriana en Londres, que además de contradecir normas y principios internacionales, ha provocado la duda mundial sobre si la decisión fue una cuestión soberana o se debió a presiones e intereses de Gran Bretaña y de los EEUU.
Así es que el gobierno de Lenín Moreno ha logrado contentar a los países hegemónicos y sin duda a los EEUU. La prensa mercantil y también la oficial, le han dado garantías de hegemonía mediática. Son aliados de privilegio las fuerzas de la derecha política. Han revivido los políticos de la antigua «partidocracia». Los empresarios saben que no les fallará. Hay dirigentes de los movimientos sociales, del indígena y de los trabajadores, que han cuidado delicadamente su acercamiento y, al mismo tiempo, profesan su alejamiento. Y hasta ciertas izquierdas tradicionales han coqueteado con la gestión «morenista», apoyan toda «descorreización» y hoy procuran salir sin hacer ruido. Las voces oficiales han dejado de ser creíbles y los ciudadanos se sienten engañados. De modo que no se entiende cómo el gobierno de Lenín Moreno, habiendo roto con Correa y marcado la descalificación y deshonra de todo lo que sea «correísta», merezca ser evaluado como un continuador de Correa, según ofrecen los análisis de quienes hasta hace poco se tenían por serios, equilibrados y rigurosos.
Se ha vuelto una trampa histórica para los análisis, la simple toma de banderas por el «correísmo» o por el «morenismo», sin ninguna posición crítica y, sobre todo, independiente. Porque los problemas fundamentales a considerar están en las condiciones de vida y de trabajo de la población nacional, así como en la lucha por la soberanía, la dignidad, el latinoamericanismo y el antimperialismo, entre otros principios que deberían guiar la reflexión intelectual y la acción ciudadana.
Interesa la lucha contra el modelo empresarial, el cuestionamiento permanente al neoliberalismo, la reivindicación de los derechos sociales y laborales, la búsqueda de una sociedad con equidad y justicia, la afectación a los ricos para promover una redistribución radical de la riqueza, el enfrentamiento al hegemonismo de las grandes potencias, entre otros motivos para la movilización social. Y lo que ha quedado en claro es que el gobierno de Lenín Moreno no ofrece ninguna perspectiva para que se afirmen procesos que contemplen este marco de principios históricos.
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