La competición que mueve a los mercados alienta a los actores a romper las reglas morales y a buscar buenas razones para hacerlo. Son esas racionalizaciones (que llevan a engañarse a uno mismo para traspasar sin escrúpulo la línea roja), las que corrompen el sentido moral. Se puede hacer una analogía con el sistema político […]
La competición que mueve a los mercados alienta a los actores a romper las reglas morales y a buscar buenas razones para hacerlo. Son esas racionalizaciones (que llevan a engañarse a uno mismo para traspasar sin escrúpulo la línea roja), las que corrompen el sentido moral. Se puede hacer una analogía con el sistema político democrático. La competición por el poder incita a los candidatos a mentir en las reuniones con sus electores, a hacer promesas imposibles de cumplir, a aceptar dinero sucio, etc. Elecciones libres y libre mercado nos enseñan no tan solo a arriesgarnos, a intercambiar y a deliberar colectivamente, sino también a vigilarnos y a desconfiar los unos de los otros, a traicionar a nuestros amigos, etc. Lo sorprendente es que no tratemos de la misma manera los riesgos inherentes al mercado que los derivados de la política. Allí donde las democracias han tenido éxito (mediante Constituciones políticas) para emanciparse de los caprichos de los tiranos y de la arrogancia de los aristócratas y para poner fin a las peores formas de la corrupción política, los mercados han sido abandonados a sí mismos. Hoy la peor forma de corrupción no proviene del ámbito político (pese a sus imperfecciones), sino del ámbito económico, caracterizado por un mercado desregulado, en que los comportamientos no están encuadrados y cuya responsabilidad es casi nula.
El mayor éxito de la democracia constitucional es haber eliminado la desesperanza de la política: perder el poder no significa perder la vida ni verse obligado al exilio. El Estado providencia estaba obligado a hacer lo mismo en el ámbito de la economía: constitucionalizar el mercado estableciendo límites sobre lo que se podía perder. Pero en Estados Unidos el constitucionalismo económico es casi inexistente. De repente, el reto de la competición consiste en la supervivencia de una familia, la sanidad para los niños, una educación decente, la dignidad de las personas mayores… Tales riesgos no dejan demasiado espacio a la moralidad. Pues las gentes sólo actúan decentemente cuando son tratadas decentemente.
No tenemos ‘constitucionalismo económico’. Los contrapoderes de los sindicatos se han debilitado considerablemente, el sistema de impuestos se ha vuelto regresivo de manera desproporcionada, la regulación de la banca, de la inversión, de los fondos de pensiones… es totalmente inexistente. Y la arrogancia de la élite económica, que tiene la convicción de ser libre de hacer todo lo que le venga en gana, es sideral. Este tipo de poder, como escribió Lord Acton, es el más corruptor. Gana progresivamente la esfera pública, donde la influencia del dinero ganado sin restricciones en un mercado no regulado, amenaza la moral política misma.
* Michel Walzer es profesor emérito (Princeton) y experto en teorías sobre la paz y las relaciones internacionales.
Traducción: Ramón Alcoberro