Cierto día, estando aún recostado en la celda húmeda y maloliente, cayó un libro desde el mirador por donde se filtraba la luz del día y recibía el plato de comida. Mi sorpresa fue tan grande que me incorporé de inmediato y lo cogí entre las manos cual una paloma mensajera; tenía las esquinas plegadas […]
Cierto día, estando aún recostado en la celda húmeda y maloliente, cayó un libro desde el mirador por donde se filtraba la luz del día y recibía el plato de comida. Mi sorpresa fue tan grande que me incorporé de inmediato y lo cogí entre las manos cual una paloma mensajera; tenía las esquinas plegadas y el lomo estropeado.
Cuando leí el título: «Rayuela», lo primero que destelló en mi mente fue aquel juego que solía jugar de niño, saltando sobre un pie y empujando el tejo con la punta del zapato. En efecto, «Rayuela» era un libro armado como un rompecabezas; un juego de palabras, símbolos, imágenes y otros recursos literarios, que traspasaban las fronteras levantadas por los doctores de la literatura entre la realidad y la fantasía, ya que para su propio autor, «la noción de frontera era una noción tan artificial como la línea ecuatorial».
En el reverso del libro se veía la imagen de un hombre que tenía el rostro de niño gigante, a pesar de llevar una hermosa barba y una melena leonina. Y, delante de él, la hebra de un cigarrillo humeante entre los dedos.
Apenas abrí el libro, no sabía si empezar a leer según el orden que estaba impreso o según el orden señalado por el autor. Permanecí perplejo por algún tiempo, pero luego de elegir la segunda alternativa advertí que la estructura de la novela no era similar a la de los libros tradicionales. Sin embargo, a pesar de ser la novela más voluminosa y compleja llegada a mis manos, la leí apasionadamente entre el sueño y la vigilia, sin sospechar que más tarde yo mismo viviría como Oliveira; mejor dicho, como Cortázar, con un pie en Bolivia y otro en Suecia.
Por entonces desconocía que ese libro, que dormía y despertaba conmigo cada día, era la obra clásica de Cortázar, que el llamado «boom» de la literatura latinoamericana se impuso en el mundo y que Julio Cortázar era uno de los pocos autores leídos internacionalmente.
La lectura de «Rayuela» me deslumbró por su estilo. Y cada vez que me perdía en el laberinto de sus páginas, imaginaba a su autor viviendo lejos, bajo un cielo azul que se hundía en el horizonte, en una ciudad inundada de luces y en un cuarto que tenía más discos que libros. A ratos, lo imaginaba escuchando jazz o tango como músico frustrado, derribando en cada «round» a sus adversarios y tecleando una máquina de escribir como si tocara un piano mágico del cual, en vez de nacer música, nacía un castillo de palabras donde se hospedaban las criaturas de la imaginación.
Al cerrar el libro, volví a clavar la mirada en sus ojos y a recorrer detalladamente el mapa de su rostro, mientras mi mente asociaba la imagen del Che Guevara con la suya, quizá, porque ambos eran argentinos y defendían la misma causa, o, quizá, porque se enfrentaron armados contra los opresores del mundo: el uno con un fusil y el otro con una pluma.
Cuando terminé de leer «Rayuela», bajo la luz casi mortecina de una bombilla pendida sobre la cabecera, quedé cavilando en una y mil cosas, probablemente, porque consideré que nunca más volvería a leer otro libro con tanto cariño.
«Rayuela» fue un estímulo para mí y su autor un leal compañero, quien, sin saberlo, me alentó a escribir mi primer libro, cuyas páginas se deslizaron por los mismos barrotes por donde él entró en la celda, burlando la vigilancia de los torturadores. Desde entonces, parece no haber transcurrido el tiempo, pues al leer su «Nicaragua tan violentamente dulce», experimenté la misma sensación como cuando leí «Rayuela» en un rincón de la celda; claro está, con la diferencia de que su autor, lejos de todo patriotismo vocinglero, dedicó la última etapa de su vida a escribir artículos contra los atropellos a la dignidad humana y a reafirmar su compromiso con los movimientos revolucionarios, aunque jamás militó en ningún partido político.
Julio Cortázar, como el resto de los escritores latinoamericanos -salvo contadas excepciones-, unió su talento literario a la lucha infatigable por la soberanía de los pueblos, consciente de que la literatura y la revolución eran hermanas gemelas en tiempos de injusticia.
A muchos años de haberse despedido de todo y de todos, no quiero imaginarlo muerto ni sepultado. Prefiero seguir pensando que está vivo, luego de haber dado «la vuelta al día en ochenta mundos».
¡Cortázar no ha muerto! Vive en el corazón de los hombres enamorados de la libertad. Anda por ahí con la estatura de la gente normal, tal vez por ese país de volcanes que él definió con certeza: «Nicaragua tan violentamente dulce como sus bruscos atardeceres cuando del rosa y del naranja se vira a un terciopelo verde y la noche cae llena de ojos de tigre, oliente y espesa». Sí, Cortázar vive en la memoria de los «nicas», donde lo vio Sergio Ramírez, desplazándose de la ciudad al campo y del campo a la ciudad, entre hombres y mujeres que trabajaban y estudiaban con el fusil al hombro, y donde lo vio García Márquez «sin más armas que su voz hermosa», leyendo textos salpicados de lunfardo en medio de un estrépito de aplausos.
Julio Cortázar -o Yulió Cortasar, como le decían los franceses- vive aún en cualquier lugar. Y si no fuese así, desdichado de mí por no haberlo conocido en vida. Pero quizá sea mejor, porque entonces ese gran escritor, que un día pasó por mi celda, será una llama perpetua en mi memoria. No importa que no le haya estrechado la mano ni abrazado como a un hermano. Me basta con haber oído su voz con los ojos y haber leído sus obras con el corazón.