Me di cuenta -dice un personaje de Tess Gallagher- de que apenas le quedaba una pincelada negra en el pelo blanco y se me ocurrió que habíamos envejecido, los dos»; él ha vuelto a su viejo barrio, trabaja en el bar de una antigua vecina y, de pronto, ve en ella el tiempo que han […]
Me di cuenta -dice un personaje de Tess Gallagher- de que apenas le quedaba una pincelada negra en el pelo blanco y se me ocurrió que habíamos envejecido, los dos»; él ha vuelto a su viejo barrio, trabaja en el bar de una antigua vecina y, de pronto, ve en ella el tiempo que han ido viviendo los dos, tanto, tan espeso ya. La irrupción repentina de una aguda conciencia temporal se repite en los relatos de El amante de los caballos: los cruzan gentes sin edad, siempre entregadas a un cuerpo a cuerpo con la vida que se mide en días y noches, episodios y rutinas. Solo en un punto del recorrido, como en una descarga que genera el azar, los años vividos se hacen presentes, los personajes se saben maduros o ancianos, y una resonancia ambigua impregna ya todo lo narrado. No es que no hubiera antes pasado ni memoria, su peso y su huella se dejan sentir a cada momento, tal como decía Simone Weil: «A veces es fácil liberar a una persona de su desdicha presente, pero es difícil liberarla de su desdicha pasada». Sin embargo el filo de la conciencia cae de golpe. Solo recuerdo una forma similar de este caer de golpe: al término de El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, cuando el tiempo vacío, insoportable y tedioso, de la vida detenida en una burbuja se precipita como un hachazo.
En el fondo, es quizá la misma convicción inscrita en el radical cambio de perspectiva que impulsó Ilya Prigogine, cuando entendió que la observación científica (de la física, la química, la termodinámica) había de dirigirse a situaciones alejadas del equilibrio, inestables, conflictivas (como las de la biología) y halló en ellas, frente al mito de la ‘ley natural’, la activa intervención del azar y de la ‘flecha del tiempo», siempre hacia adelante, sin retorno, como la vida. Así, las cosas se mueven según su entropía, que ya no sólo será un obligado compás de pérdida, sino también las sucesivas formas de reorganización, de recolocación de lo existente para proseguir.
Pocas veces se ha contado la vibración de eso irreversible como en El amante de los caballos, primer libro de relatos de Tess Gallagher. En castellano habíamos empezado a leerla dentro de la memorable antología de seis poetas norteamericanas, Las conjuradoras, que publicó Noël Valis en 1993. Poetas de los años 70 y 80 (Gregg, Olds, Stanton…), que seguían a la explosión fundadora de las décadas anteriores (Plath, Sexton, Rich, Levertov, Atwood…). Todavía ahora apartadas de un canon siempre masculino, introducían un giro decisivo con su simultáneo nombrar lo real y abrir lugares de oscuridad, contar lo cotidiano junto con su misterio. No deja de ser irónico que Gallagher (nacida en 1943 y con una notable obra poética) sea hoy sobre todo conocida por haber compartido los diez últimos años de la vida de Raymond Carver, hasta su prematura muerte en 1988; el resto de sus libros traducidos (El puente que cruza la luna, Carver y yo) lo han sido a la sombra de ese hecho biográfico, mientras lo esencial de su escritura queda por descubrir.
Irónico es también y quizá necesario, a la luz de esta trayectoria, que sea la extrañeza producida por el tiempo vital de las personas la médula de la mirada de Gallagher. Son relatos cuyo narrador-personaje es (con una sola excepción) una mujer que habita alguno de los característicos no-lugares americanos: casas aisladas, no se sabe si en la ciudad o en el campo, sin apenas vecinos, sin contacto con nadie salvo en el trabajo, en la visita de un viajante o un mendigo. Gentes sin empleo o con empleos precarios, que hacen continuas mudanzas por motivos laborales, emprendedores con toda clase de ocupaciones (la difusión de la lana de llama, por ejemplo, o restaurar la casa en que se habita para venderla luego y empezar a restaurar otra): el retrato nítido y áspero, crudo y estéril, de una sociedad flexible, como la que -dicen- nos ayudaría a salir de la crisis si la emuláramos.
Y, ahí, el jugo de la vida que, en cuentagotas, ofrecen las palabras. La vendedora de cosméticos, el deshollinador, la vecina que pedía una barra de pan… se confían al primer síntoma de que hay alguien -qué importa si desconocido- que escucha. Los relatos de Gallagher son el cuenco en que esas gotas se depositan, el que evita que se derramen y pierdan. La escritura -ha dicho- es el único sitio que nos queda para poder sentir el dolor. La tristeza más punzante recorre estos espacios y deja al lector su amargura tras asistir a la contemplación de una vida común, capaz de abrirse en las palabras que la nombran a una emoción infrecuente, el asombro ante su intensidad.
Se trata de una clase de pérdida que solo por este medio cabe asumir, la pérdida que se es: «El árbol estaba en un acantilado. El viento le había dado forma. Lo mirabas y aprendías. Aprendías que no le habían dado una oportunidad para crecer de otro modo». Asumir, según la ley de lo irreversible, y abrazar el camino restante. Así ha visto Tess Gallagher su escritura, como un pacto con la tristeza: la tristeza domina el texto como materia pura del existir, pero no anula nunca el tacto, las sutiles formas del relieve. Y hasta las palabras más banales o gastadas quedarían entonces abiertas a una nueva energía, capaz de seguir encendiéndolas: «poco a poco se puso a hablar como habla alguien desesperado que solo dispone de palabras».
Lecturas:
Tess Gallagher, El amante de los caballos. Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Barcelona, Anagrama, 2011.
Dino Buzzati, El desierto de los tártaros. Traducción de Esther Benítez. Madrid, Alianza, 1976.
Ilya Prigogine e Isabelle Stengers, La nueva alianza. Traducción de Manuel García Velarde. Madrid, Alianza, 1983.
Varias autoras, Las conjuradoras. Seis poetas norteamericanas. Edición de Noël Valis. Ferrol, Esquío, 1993.
Simone Weil, Pensamientos desordenados. Traducción de María Tabuyo y Agustín López. Madrid, Trotta, 1995.
(Este texto ha sido publicado en «La sombra del ciprés», suplemento del diario El Norte de Castilla)