Al calor de la polémica que, días atrás, han suscitado las estimaciones del Fondo Monetario en lo relativo al crecimiento de la economía española, en los circuitos políticos y mediáticos nadie -absolutamente nadie- se ha preguntado si no conviene que empecemos a recelar de las presuntas virtudes de ese crecimiento que tanto nos preocupa. A […]
Al calor de la polémica que, días atrás, han suscitado las estimaciones del Fondo Monetario en lo relativo al crecimiento de la economía española, en los circuitos políticos y mediáticos nadie -absolutamente nadie- se ha preguntado si no conviene que empecemos a recelar de las presuntas virtudes de ese crecimiento que tanto nos preocupa. A duras penas puede sorprender, sin embargo, semejante silencio en un escenario en el que ni siquiera las fuerzas políticas más claramente emplazadas en la izquierda, y aparentemente más innovadoras, han asumido -ahí está, para testimoniarlo, la campaña electoral recién cerrada- ninguna suerte de consideración crítica de un axioma económico que, como tal, se antoja insorteable. Para qué hablar, al respecto, de los sindicatos mayoritarios, que hace tiempo se deshicieron de cualquier querencia de contestación seria del orden económico existente.
Aunque sobran los datos que invitan a recelar de ello, lo cierto es que el crecimiento económico se nos presenta como la panacea resolutora de todos los males. A su amparo -se nos dice- el desempleo se mantendrá en niveles razonables, los servicios sociales no retrocederán y haremos frente a la pobreza y a la desigualdad. La monserga correspondiente, nunca acompañada de argumentos sólidos que ratifiquen su buen sentido, obedece ante todo al propósito de cancelar cualquier reflexión sobre algunas de las secuelas, nada despreciables, que -éstas, sí, fáciles de comprobar- se siguen del crecimiento. Citemos entre ellas el despliegue de agresiones medioambientales acaso irreversibles, un progresivo agotamiento de materias primas que reduce peligrosamente los derechos de las generaciones venideras o, en suma, la visible ausencia de políticas que, en serio, atiendan a una distribución más justa de los recursos y no fíen ésta en las virtudes mágicas de alguna interesada superstición económica.
Claro es que la apuesta omnipresente por el crecimiento tiene una consecuencia adicional en la consolidación de lo que más de uno ha entendido que era un modo de vida esclavo. Al fin y al cabo, el esquema principal en el que se asientan muchas de nuestras relaciones políticas, económicas, sociales y ecológicas es el que bebe de la idea de que seremos más felices cuantas más horas trabajemos, más dinero ganemos y más podamos consumir. Clive Hamilton, un profesor australiano que se ha interesado por estas cosas, ha llamado la atención sobre una de las paradojas del momento: «Después de habernos explicado durante décadas que seremos libres si permitimos que el mercado haga lo que antes hacían los gobiernos, ahora los neoliberales nos dicen que no podemos zafarnos de los dictados del mercado».
Y, sin embargo, frente a la ausencia de respuesta, que empieza a ser dramática en la izquierda política y sindical, se barrunta un principio de reacción que nace de la vida cotidiana de muchos de los habitantes del Norte desarrollado. El recién mencionado Hamilton ha tenido a bien rescatar el resultado de una encuesta que concluye que un 42% de las mujeres y un 54% de los varones preferirían trabajar menos horas. Cada vez se hace más común -precisemos que hablamos de países del Norte en los que los servicios sociales se hallan razonablemente asentados y la riqueza acumulada es más que notable-, por otra parte, que quienes han perdido su puesto de trabajo confiesen sentirse más felices una vez se ha hecho valer esa circunstancia, tras haber acometido sin pesar una más que posible, y sensible, reducción de sus niveles de consumo. Se acumulan, en suma, los estudios que concluyen que, a partir de determinado nivel de ingresos, el incremento en estos últimos -por lógica resultado de un aumento paralelo en la carga de trabajo- a duras penas proporciona ganancias en materia de felicidad objetiva.
A circunstancias similares a las invocadas se refirió el fallecido André Gorz cuando habló de la necesidad de «obligar al capital a poner el ahorro en tiempo de trabajo a libre disposición de una sociedad en la que dejen de predominar las actividades sometidas a racionalidad económica». Por detrás se aprecia algo importante: un designio de agarrar por los cuernos el toro sagrado del trabajo en general -releamos, por cierto, El derecho a la pereza, de Lafargue- que, huyendo de la lógica productivista e insolidaria que todo lo inunda, vaya más allá del muy loable propósito de encarar la maldad intrínseca del trabajo asalariado. Hablo -conviene precisarlo una vez más- de muchas de las realidades que se hacen valer en el mundo rico, y no de las propias de otros lugares en los que, aun así, se impone que se sopesen críticamente, también, las presuntas bondades del crecimiento y del desarrollo, y que se busquen horizontes marcados por otros valores.
Que el debate sobre el crecimiento y sus virtudes no haya germinado entre nosotros, en el escenario que nos es más próximo, resulta tanto más llamativo cuanto que la aparente bonanza registrada en los últimos años por la economía española mucho le ha debido a algunas de las formas más depredadoras de aquél. Si triste ha resultado ser la aceptación de un crecimiento que mucho le debía al negocio inmobiliario, y ello pese a que todos teníamos conocimiento de sus dobleces, hora es de preguntarse si una cabal recesión no puede convertirse en afortunado y poderoso estímulo para que tiremos por la borda algunos de los prejuicios que nos atenazan. Lo que hay que reivindicar, en las palabras de Serge Latouche, es «una sociedad fundamentada más en la calidad que en la cantidad, en la cooperación más que en la competición, una humanidad liberada del economicismo, que busque la justicia social como objetivo».
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid