Desde sus comienzos, el capitalismo entra en contradicción con el postulado ilustrado de la primacía de la razón y hace uso de las creencias por motivos comerciales. El mercado se inclina por la ciencia, en cuanto tiene proyección a la tecnología, pero suministra creencias a su clientela. Su sistema operativo para con los usuarios retorna a los cultos primitivos, expresados ahora en promover la devoción a unos ídolos menores llamados mercancías. En este caso, no se trata del fetichismo sexual freudiano, sino de fetichismo de mercado en sí mismo, más allá de la mercancía fetiche, dejando a salvo la prevalencia del fetichismo de la mercancía de Marx y el fetichismo de la subjetividad de Bauman, que mostraría el tránsito de una sociedad de productores a otra de consumidores.
Hoy, el fetichismo, en lo que se refiere al consumo, está por todas partes y, en definitiva, se trata de someterse a ídolos y creencias, como soporte existencial de la mayoría, que se mueve en un mundo animado por el espectáculo permanente. Aunque, en algunos casos, no totalmente privado de cierto sentimiento erótico, la tendencia fetichista es el nuevo nutriente del mercado, dispuesto para animar la existencia de los consumistas y promover la incontenible atracción hacia el objeto, al que dota de componentes que mueven hacia él la mente del sujeto. La relevancia adquirida por la mercancía fetiche en la sociedad actual, con su imaginario poder mágico, es simple motivo de adoración para una individualidad que ha perdido el rumbo que marca la razón. Pero el fetichismo del mercado, sin perjuicio de la mercancía fetiche, carecería de efecto si previamente no se impusiera una especie de idolatría social para predisponer la mentalidad de las masas, al objeto de que se entregue a las bondades del mercado.
La infraestructura fetichista afecta a buena parte de la sociedad, insuflando en ella irrealidades para evadirse del mundo real y acceder a otro, promotor de una realidad ficticia. Unas, asociadas al propio mercado, idealizado como templo del bienestar, proclamando que, estando en él, adquiriendo objetos y servicios, es posible vivir bien, incluso alcanzar el placer y la felicidad. Otras, se incorporan a los objetos de consumo como portadores en sí mismos de la fuerza que permite alcanzar el bienestar material, simplemente dándoles el uso indicado, alcanzando así una supuesta mejor calidad de vida para los creyentes. La mercancía propiamente fetichista pasa a ser un pequeño y variado ídolo temporal, con efectos anejos limitados, cargado de energía al adquirirlo, destinado a perderla con el uso, lo que hace preciso reemplazarlo por uno nuevo, posibilidad que siempre está abierta en el mercado —fetiche en sí mismo—, repleto de fetiches menores. Su permanente posesión permite, en todo caso, gozar de la fuerza espiritual que acompaña a la materia, al menos en la mentalidad del consumidor fiel. Más allá de su materialidad, perceptible como instrumento que aporta un componente de bienestar, el fetiche provoca en el adquirente un efecto positivo sentimental, y en él reside esa fuerza añadida, clave para hacer creer a la víctima que con su posesión es posible alcanzar el bien-vivir. Con independencia de la apreciación personal de la mercancía como fetiche, el mercado está destinado necesariamente a generar su particular dosis de idolatría colectiva. Con lo que, en el caso de los consumistas —seguidores incondicionales de los dictados mercantiles—, están doblemente afectados, tanto por la mercancía como por el mercado.
Es en el templo del mercado el punto donde confluyen las creencias consumistas. Lugar de encuentro con la mercancía, no solo como producto para contribuir al bienestar metafísico, sino que se percibe como dotado de cierto poder protector. Satisfacción y seguridad sobre la base de la cobertura y la mercancía, son el componente falaz que acompaña al mercado desde la visión del consumista. Pura idolatría que se ha extendido y consolidado a nivel social, alimentada por los intereses comerciales del empresariado. La ficción orquestada a través del marketing en torno al valor atribuido a la mercancía es la que construye buena parte al engaño del mercado, puesto que este no tiene sentido sin la mercancía. Profundamente arraigado, el fetichismo de la propia mercancía en sus distintas variantes, destinado en virtud de la publicidad y las estrategias complementarias a insertarse en la mente colectiva, sus componentes psicológico y comercial se han visto apreciablemente potenciados.
Si el sentido fetichista de la mercancía no ha perdido su eficacia y la sociedad, de cara al mercado, es idólatra en el fondo, ingenuamente ilusionada con los poderes sobrenaturales, su entrega al mito responde a la publicidad, al marketing imaginativo y a la complicidad de los avances tecnológicos. Todo un entramado empresarial dirigido a promover sumisiones entre los consumidores. De manera que van surgiendo otros instrumentos que, disponiendo en sí mismos del sentido fetichista propio de la mercancía para con determinados consumidores, enlazan con ese efecto fetichista del mercado en la sociedad. Este es el caso de los teléfonos inteligentes, que han pasado a ser instrumento imprescindible para muchos en el marco de una nueva sociedad interconectada. Con independencia de sus aportaciones en orden a la mejora de la calidad de vida, su contribución social al aumento de la capacidad relacional entre personas y de apertura a otras vías del conocimiento, constituye un pequeño objeto de veneración —una mercancía fetiche—, de cuyas virtudes comunicativas se hace depender gran parte de la existencia de los usuarios. El smartphone expresa, en términos de drogadicción psíquica, la fidelidad absoluta de una gran mayoría de personas tanto al producto como al mercado, pero, a diferencia de las drogas de sustancias, cuya dosis afecta al sujeto temporalmente, la nueva droga, con una sola dosis, los efectos se prolongan indefinidamente. Incluso aumentando su grado de incidencia en orden a una mayor entrega del sujeto, a sabiendas de que está permanentemente siendo espiado y manipulado por los grandes promotores de la tecnología.
De otro lado, la mercancía en cuestión goza de plusvalía añadida para el mercado, ya que permite transmitir todas las impresiones, creencias, proyectos, realidades y confecciona la cartografía exacta de la personalidad del usuario, auxiliada por aplicaciones de similares características e invasivas de la intimidad personal. Sobre esta base, debidamente tratados los datos que aporta al entrar en la dinámica de internet, los especialistas manipulan, modelan y adaptan a la personalidad del sujeto tanto sus preferencias en orden al mercado, sus sentimientos, los restos de racionalidad que en él puedan subsistir y su propio comportamiento social y político, pasando el afectado a ser un robot mecánico movido por los correspondientes bots que contribuyen al negocio. Todo ello con la mirada puesta en el fondo en ese mercado y sus mercancías como algo mágico, repleto de poderes, que permiten al sujeto tomar conciencia plena de las nuevas realidades comerciales vivificantes, para estar en armonía con la conciencia social. Apariencias que solo están ahí para vender una realidad virtual.
En la amplia mitología del mercado, también ocupa un lugar el dinero de plástico. El que ha pasado a ser un excelente complemento para mejorar la actividad mercantil y acentuar el nivel de consumismo, este es el caso de ciertas tarjetas bancarias y sus asimilados. Se han convertido en los nuevos fetiches sociales procuradores de bien-vivir efímero, ya que basta con su toque para adentrarse en el fabuloso mundo del mercado y hacer posibles los ensueños propios del vivir bien. Además, todo parece más sencillo, en apariencia, porque su uso no comporta conciencia de culpa, ya que en él no hay percepción directa del valor del dinero y del significado económico de la operación realizada. Sin coste ahora, aunque haya que pagar luego —en cualquier caso quedará lo del crédito—, a efectos mercantiles, el sujeto pierde el sentido del significado del dinero, se torna desprendido, el mercado se muestra complacido y las cuentas empresariales mucho más.
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