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Crisis epidemiológica e inoperancia y postración del Estado

Fuentes: Rebelión

Los cientos de cuerpos muertos por el coronavirus SARS-CoV-2 y otras enfermedades, acumulados en las casas o tirados y quemados en las calles de Guayaquil (Ecuador), evidencia –como caso extremo– no solo el desbordamiento de una crisis sanitaria que se propaga de manera acelerada a escala global, sino la inoperancia del Estado y las instituciones públicas para prevenir e intentar resolver los problemas públicos en las distintas naciones del mundo.

Las epidemias no son un accidente histórico, ni una calamidad de origen divino. Son construcciones sociales, un bumerán resultado de la alteración acelerada de la de por sí contradictoria y destructiva relación sociedad/naturaleza. Sin embargo, se agravan o atemperan los efectos de las crisis sanitarias, según las formas en que una sociedad nacional se organiza políticamente para enfrentarlas y atenuarlas. Si un Estado se orienta a erosionar derechos básicos como la salud y a desmantelar el sistema e infraestructura que atiende esa necesidad, su capacidad de respuesta será insuficiente y corre el riesgo de ser rebasado por el colapso que causen la cantidad de enfermos que asisten a los hospitales de alta especialidad. En cambio, si un Estado –el caso de Alemania o Nueva Zelanda– es capaz de adoptar, de manera oportuna, medidas de contención y control a partir de un sistema de salud pública dotado de gratuidad y cobertura universal, los efectos, en términos de vidas perdidas y de pacientes recuperados satisfactoriamente, seguirán una trayectoria favorable. Es la densidad institucional y la capacidad de organización de una sociedad lo que marcará la diferencia al final del túnel oscuro por el que nos conduce la pandemia. 

Prácticamente en todo el mundo, desde Wuhan hasta Madrid, desde Bérgamo hasta Guayaquil, desde Nueva York hasta Seúl, los Estados se tornaron inoperantes y postrados de cara a la crisis sanitaria que se cierne. La incapacidad de sus instituciones y sus sistemas de salud para prevenir la emergencia y alcances del Covid-19, se explica por el sistemático y premeditado debilitamiento y desmantelamiento del sector público para atender y resolver los problemas sociales y para –a partir de ello– generar confianza y legitimidad entre la ciudadanía. En el fondo de ello está la ruptura del pacto social de la segunda posguerra entre el Estado, el capital y la fuerza de trabajo, y el fin de la sociedad salarial que garantizó seguridad social y derechos básicos para la clase trabajadora.

Más aún, la postración del Estado tras su privatización, conduce a que, en medio de la crisis sanitaria y tras el triunfo del fundamentalismo de mercado, se radicalicen las ancestrales desigualdades de las naciones. Esto es, en aquellas sociedades deshilvanadas, desestructuradas y polarizadas por la desigualdad y la pobreza, la pandemia azotará con mayor fuerza, cual látigo sobre las espaldas de los individuos y familias. Como en la “Peste en Roma” pintada por Jules Elie Delaunay, la marginación, las epidemias y la muerte caminan de la mano. 

Las ausencias del Estado no solo incrementan el riesgo de vulnerabilidad en los ciudadanos, sino que también socavan la cohesión social y el sentido de comunidad. La entronización de la ética del individualismo hedonista, competitivo y rapaz, así como de su consustancial racionalidad cuantitativista, evidencia que la acumulación de capital se impone sobre la vida misma; y que ello deriva en riesgos derivados de las reacciones de la naturaleza asediada por la explotación irracional y desmedida. Si el Estado y la red de organismos internacionales que le dan forma a la acción colectiva global, no logran apreciar, contener o erradicar los efectos negativos derivados de la racionalidad instrumental propia de la acumulación de capital, es necesario repensar y replantearse el tipo de instituciones que forja una sociedad cuando éstas no logran preservar la integridad física y la vida de los ciudadanos.

Otro síntoma de ello, en el contexto de la irradiación global de la pandemia, es la incapacidad para articular acuerdos y medidas transnacionales. Ante problemas que tienen resortes globales, lo que predomina son respuestas locales/nacionales inconexas y fragmentadas. Ello supone fallos y contradicciones en la institucionalidad global y la ausencia de regímenes internacionales que faciliten la cohesión, el acuerdo y la acción en torno a problemas que afectan a todo el mundo, en tiempo real y de manera simultánea. El caso de los últimos desencuentros en el seno de la Unión Europea es un botón de muestra de ello.

El campo laboral es el eslabón más frágil de esta postración del Estado. Ese eslabón, si bien no fue implosionado por la pandemia del Covid-19, sí es debilitado, aún más, por el freno de la actividad económica. Cabe hacer una acotación: la crisis de la economía mundial no fue gestada por la emergencia sanitaria, sino que aquella incubaba los gérmenes de sus propias contradicciones desde, al menos, la década de los setenta y, más en específico, desde el 2008/2009. 

Díez millones de desempleados estadounidenses acumulados durante la segunda quincena de marzo y a la espera de otros cinco millones más a sumarse durante los primeros días del mes de abril. Desde que fue decretado el Estado de alarma en España (12 de marzo), se sumaron a las filas del desempleo alrededor de 900 000 personas; acumulando un total de 3.5 millones de ciudadanos sin puestos de trabajo. Se corre el riesgo de que el virus del desempleo y la precariedad laboral sean más agresivos que la misma pandemia, puesto que radicalizará la exclusión social y la desigualdad económica.

El fondo de los cambios en el campo laboral se relaciona con la transición organizacional y tecnológica que supone la automatización de los procesos de trabajo y las posibilidades que abre para la reducción de costes en las empresas. Desde la producción manufacturera, la captura de datos, la contabilidad y la nómina, hasta el trabajo periodístico, la abogacía, la banca comercial, los restaurantes y los supermercados, los servicios de transporte, los agentes de ventas, la medicina, la odontología y las cirugías, y muchos otros oficios y profesiones, se realizan ya a través de robots autónomos, inteligencia artificial, realidad virtual, algoritmos programados, tecnología 5G aplicada al internet móvil de alta velocidad, y del análisis de big data y el almacenamiento en nubes digitales. La destrucción de empleos y la supresión de funciones laborales es la constante de estos cambios y, de momento, afecta a los trabajadores manuales o de oficina, y con limitadas cualificaciones que realizan labores repetitivas, rutinarias y carentes de creatividad e innovación.

El desempleo tecnológico generará una serie de conflictos y convulsiones sociales a lo largo del siglo XXI, pues según varios estudios, el mundo del trabajo –durante las siguientes décadas– enfrentará riesgos severos. Carl Benedikt Frey y Michael Osborne, académicos de la Universidad de Oxford, publicaron un estudio en el 2013 (titulado The Future of Employment: How susceptible are jobs to computerisation?) donde plantean la proyección de que hacia el 2033 Estados Unidos perderá el 47% de los puestos de trabajo como consecuencia de la automatización. Otros estudios como el The Future of Jobs Report 2018 –difundido por el Foro Económico Mundial–, aseguran que la automatización eliminará 75 millones de empleos hacia el año 2025; y, a su vez, se gestarán 133 millones de nuevas funciones laborales ejecutadas por trabajadores dotados de una mayor especialización y la formación de nuevas habilidades para atender labores como el diseño, la programación de software, el análisis de datos, el ejercicio del pensamiento crítico y la inteligencia social. Otro estudio realizado por el McKinsey Global Institute en el año 2017, titulado Jobs lost, jobs gained: Workforce transitions in a time of automation, proyectaba que entre 400 y 800 millones de personas serán desplazados de sus empleos hacia el año 2030, y unos 375 millones de ciudadanos no encontrarán puestos laborales debido a que no cuentan con habilidades y capacitación.   

¿Por qué viene a cuento el tema del desempleo tecnológico en el contexto de la crisis epidemiológica? Es posible manejar una hipótesis de trabajo al respecto: la profundización de la crisis económico/financiera global, acelerada –que no gestada– por la pandemia del Covid-19, se fundamentará en la destrucción masiva de empleos, con miras a transitar a un renovado patrón de acumulación capaz de prescindir de amplios segmentos de la clase trabajadora; especialmente de la dedicada al hacer y mover cosas. El pretexto para ello es la magnificación mediática y apocalíptica de un problema sanitario que ofrece las condiciones para infundir el miedo, el pánico, el individualismo y la inmovilización y hasta indiferencia de la población de cara a los cambios profundos que se avecinan.

La ecuación es elemental: si se reduce el crecimiento del PIB, cae el empleo; al aumentar el desempleo, se masifica la pobreza y la desigualdad. Las ausencias del Estado a nivel mundial –de cara a la pandemia– obvian la crisis y el conflicto social que surja de todo esto. A lo más que reaccionan es a diseñar y aprobar cuantiosos paquetes de estímulo y rescate de las grandes empresas, en un ejercicio de transferencia de la riqueza pública a manos privadas. En el caso de Estados Unidos se aprobaron, a finales de marzo, 2.2 billones de dólares, destinados a exentar de impuestos a las empresas, a otorgar subsidios a los oligopolios, a canalizar créditos con interés cero para empresas en situación de quiebra, y a conceder cheques de 1200 dólares a alrededor de 100 millones de ciudadanos. Por su parte, la Reserva federal comprará bonos del tesoro, hipotecarios y de deuda por un monto de 700 000 millones de dólares. En Gran Bretaña, se otorgan subsidios y exenciones fiscales a la nómina de las empresas; en tanto que el gobierno alemán piensa en un paquete de 150 000 millones de euros dirigidos a las grandes empresas manufactureras exportadoras. Ello no detendrá la segura recesión económica mundial, pues aunque el Estado invierta, el consumo de las familias está frenado. Las expansiones fiscales implican monetizar la deuda parta financiar la inversión pública; y aunque ello supone ir a contracorriente de la austeridad fiscal, la hiperinflación y el endeudamiento caerá como un grillete sobre las sociedades nacionales, en un ejercicio de socialización de las pérdidas, tras privatizarse los beneficios.

De ahí que otro de los escenarios que es posible postular de cara a la crisis epidemiológica,  consiste en una radicalización del aislacionismo, el nativismo, y el nacionalismo; y aunque el Estado tendrá mayores potestades en el proceso económico, ello no supondrá que el fundamentalismo de mercado se repliegue, pero sí que el endeudamiento público –contraído con la banca privada– sea el eje rector del “rescate del capitalismo”.

En el caso de sociedades subdesarrolladas como México, nos enfrentamos a un posible panorama adverso de cara a la crisis epidemiológica. Con un Estado privatizado, canibalizado, deshuezado y debilitado fiscalmente, sus ausencias tienden a radicalizarse ante las posibilidades de enfrentar escenarios como los de Italia, España, Estados Unidos o Ecuador, que nos hacen mirar el futuro de lo que aquí puede llegar a ocurrir. Pocos son los márgenes de maniobra si una sociedad es invadida por el pensamiento parroquial y la ocurrencia; como en el caso del arzobispo de la diócesis de Toluca que –en un ataque de soberbia– alquiló un helicóptero para arrojar agua bendita sobre el Valle del Lerma, en una especie de fumigación celestial dirigida a desterrar el peligro de la peste. Lejos estamos de un sistema de salud universal dotado de calidad en sus servicios, así como del ejercicio de políticas contraciclicas que se fundamenten en una nueva fiscalidad capaz de considerar una reforma tributaria progresiva. Urgente paso de cara a la caída abismal del precio internacional del barril de petróleo. Menos aún se cuenta con una cultura política que no apueste a la polarización y a que le vaya mal al país. Cualesquiera que sean los costos de la crisis epidemiológica, el Estado será incapaz de asumirlo y de revertir sus efectos sociales negativos. Un paso también urgente para enfrentar la profundización de la crisis económica que se cierne, será adoptar un amplio y ambicioso programa de construcción de infraestructura básica; medida que brilla por su ausencia.

A grandes rasgos, lo que el mundo contemporáneo precisa es de un nuevo pacto social que trascienda la disyuntiva de «la bolsa o la vida». Esto es, que anteponga la vida humana a la racionalidad cuantitativista de la acumulación del capital. Es urgente asumir que estamos ante una confusión epocal y ante un radical cambio de ciclo histórico de la humanidad. Si el Estado está postrado y sitiado de cara a ello –y no conforme con su inoperancia y ausencias, obliga al confinamiento de los ciudadanos–, cabe abrir la posibilidad de pensar en una nueva civilización que reivindique la esperanza y el conocimiento razonado más allá de intereses creados y de la explotación ilimitada de una naturaleza que hoy día reacciona a través de la mutación de un virus. Aunque bien cabe preguntarse lo siguiente: ¿la ciencia estará a la altura de las circunstancias y podrá brindar las respuestas intelectuales y las habilidades técnicas para atemperar y revertir los lacerantes sociales derivados de este cambio de época?

Isaac Enríquez Pérez, Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México.