Intervención en el Panel «Política y actualización marxista», en el marco de las Jornadas Internacionales «Actualidad de la Teoría Crítica» el viernes 11 de octubre 2013 La crisis iniciada en el año 2008 ha motivado incontables artículos, pero en la corriente principal del pensamiento económico brilla por su ausencia cualquier reflexión crítica sobre las contradicciones […]
Intervención en el Panel «Política y actualización marxista», en el marco de las Jornadas Internacionales «Actualidad de la Teoría Crítica» el viernes 11 de octubre 2013
La crisis iniciada en el año 2008 ha motivado incontables artículos, pero en la corriente principal del pensamiento económico brilla por su ausencia cualquier reflexión crítica sobre las contradicciones y antagonismos del capitalismo que provocan la catástrofe. No se debe a la ignorancia, sino a una ceguera ideológica y de clase. Como ya dijera Marx, «… los apologistas se conforman con negar la catástrofe misma y (…) se obstinan en sostener que si la producción se atuviese a las reglas de sus manuales, jamás existirían crisis». Prueba reciente de ello es que los eminentes académicos de la London School of Economics confesaran a su Majestad la Reina de Inglaterra que la crisis los sorprendió porque habían perdido de vista «los riesgos sistémicos» y se obstinaron en negarlos.
Por el contrario, para los marxistas «hablar del capital es hablar de su crisis», autocríticamente podría decir que a veces demasiado, con diversas explicaciones que ponen el acento en el sub-consumo, en la financiarización, en la sobreproducción o en la caída de la tasa de ganancia. Sin entrar en tales polémicas, quiero referirme a los rasgos característicos esta crisis económica y al contexto de crisis civilizatoria en que se inscribe, para concluir con algunas opiniones sobre los nuevos condicionamientos y desafíos que enfrenta el viejo y largo combate por la emancipación social. Pienso que el apuro por «salir de la crisis» no debiera ocultar que lo urgente es salir del capitalismo.
La crítica de Marx sigue siendo una guía imprescindible para indagar más allá de las apariencias y la confusa superficie de las cosas, buscando en el corazón del sistema las razones de la sinrazón, la lógica de lo ilógico, las contradicciones que subyacen a las crisis. Esa multifacética crítica teórico-práctica desplegada a lo largo de décadas debía culminar en un capítulo titulado «El mercado mundial y las crisis», porque la hipótesis de Marx era que, conformado el mercado mundial como supuesto y soporte del orden del capital, «Las crisis representan el síntoma general de la superación de [ese] supuesto y el impulso a la asunción de una nueva forma histórica». Esa sección final nunca llegó a ser escrita, pero la cita nos recuerda que Marx no investigaba las crisis para resolver los problemas del capitalismo, sino para superarlo y alcanzar una nueva forma histórica.
Las determinaciones de la crisis expuestas en El capital convergen en la denominada «ley de tendencia decreciente de la tasa de ganancia», que Marx concluye con un lacónico párrafo: «La inmensa capacidad productiva con relación a la población que se desarrolla dentro del régimen capitalista de producción, y aunque no en la misma proporción, el aumento de los valores-capitales (no solo el de su sustrato material), se halla en contradicción con la base cada vez más reducida, en proporción a la creciente riqueza, para la que esta inmensa capacidad productiva trabaja, y con el régimen de valorización de este capital cada vez mayor. De aquí las crisis». ¿De aquí las crisis? Tan simple constatación disimula que tras la apariencia económica de la «baja tendencial de la ganancia» se manifiestan el conjunto de las barreras sociales con que choca la acumulación del capital. La resultante depende de múltiples variables, de luchas sociales de resultado incierto, de inestables relaciones de fuerzas sociales y políticas. Podría agregar que la contradicción entre el desarrollo absoluto de las fuerzas productivas del trabajo vivo y el propósito de preservación y valorización del trabajo objetivado en el capital constante existente lleva a la sobre acumulación de capital y empuja a que el capital excedente trate de encontrar modos especulativos de valorizarse sin arriesgarse en la producción… Pero lo más importante es advertir que no tenemos una explicación pret a porter de las crisis, sino instrumentos teóricos para hacer abordajes concretos de crisis concretas.
Los ciclos económicos no son monótonamente iguales a sí mismos, ninguna crisis es similar a otra y todas ellas, para ser realmente entendidas, deben ser incluidas en el gran recorrido temporal del capitalismo. A partir de estos criterios, puede sostenerse que estamos ante una crisis sistémica entendiendo que son crisis sistémicas las que por su gravedad y alcances dan lugar a cambios significativos en el ordenamiento y geopolítica del capitalismo. La que se produjo a fines del siglo XIX derivó en el pasaje del capitalismo competitivo al monopolista; la que se iniciara en 1929 desembocó, luego de la Segunda Guerra, en el mundo de las «esferas de influencia» y hegemonía estadounidense, las políticas «keynesianas», el neocolonialismo… Es imposible adivinar el desenlace de la crisis iniciada en el 2008, pero el pleno desarrollo del mercado mundial, la internacionalización de la producción y las finanzas y la decadencia de la hegemonía norteamericana permite suponer que sus consecuencias serán también significativas.
Esta crisis estalló al finalizar el ciclo de acumulación ininterrumpida más largo en la historia del capitalismo, pero no es menos cierto que el funcionamiento del sistema durante esos cincuenta y tantos años experimentó cambios significativos. Terminados «los Treinta Gloriosos» años de posguerra, a fines de la década de 1970 los gobiernos de EE.UU., Europa y Japón manejaron las contradicciones adoptando tres grandes orientaciones: las políticas neoconservadores de liberalización y desreglamentación con que se tejió la mundialización, un nuevo régimen de crecimiento sostenido mediante el endeudamiento privado y público y la plena incorporación de China al mercado mundial. Todo lo cual condujo a «un régimen de acumulación financiarizado o dominado por las finanzas»… Hasta que en el 2008 estalló la crisis.
Pasados ya cinco años, podemos analizar cuál ha sido la «productividad» de la crisis, si se me permite la expresión. La sobreacumulación de capital a nivel mundial se mantiene. También subsisten el peso aplastante del capital ficticio y un desmesurado poder de las finanzas. La intervención de los Estados centrales como «rescatista de última instancia» impidió una «Gran Depresión» en cadena pero estuvo lejos de constituir una efectiva política económica «anticíclica».
Norteamérica exhibe un crecimiento extremadamente débil y alto subempleo y algún estudioso llegó a decir que la economía estadounidense no está recuperándose sino muriéndose.
Europa sigue en el centro del huracán. En septiembre 2013 salió de dieciocho meses de recesión, pero subsiste el riesgo de nuevas crisis bancarias y las políticas de ajuste hicieron que se extendieran la desocupación y la pobreza – en Grecia alcanza el 27,7%, en España el 25,5%, en Portugal el 25,3% y en Italia el 24,5%, según estadísticas del 2012.
China operó como un factor de relativa contención de la crisis, a costa de un desmesurado incremento de la inversión fija que multiplicó la sobrecapacidad instalada y los préstamos impagos. Ya no logra mantener el ritmo de crecimiento y puede ser alcanzada de lleno por la crisis en un explosivo contexto interno de polarización social, acumulación de tierras arrebatadas al campesinado y crecientes conflictos ecológicos.
El neodesarrollismo latinoamericano se reveló frágil e iluso. El gobierno de Dilma Rouseff creía en el eslogan «Brasil es más fuerte que la crisis», lo que no impidió ni la ralentización de su economía, ni los desequilibrios macroeconómicos que aceleran una tendencia regresiva que agrava los antagonismos entre desarrollo, igualdad y soberanía. La masiva protesta popular de junio-julio de 2013 terminó de barrer las ilusiones. Y Argentina es el ejemplo paradigmático de que la crisis global en las áreas de la periferia capitalista adoptó la forma de una profundización radical de los procesos de acumulación por desposesión: mercantilización, apropiación y control por parte del gran capital de una serie de bienes, especialmente de aquellos que llamamos los bienes comunes de la naturaleza.
Parecería que de la crisis no se salva nadie, pero mirando mejor puede advertirse que algunos pocos vienen siendo muy favorecidos. El conjunto de la población está sufriendo, el capitalismo como un todo no goza de buena salud, pero una fracción de la clase capitalista está extremadamente bien. Esto explica que los discursos sobre «la crisis» y las elucubraciones sobre «la luz que se ve al final del túnel» sean tan confusas y confusionistas. Se naturaliza la crisis, como si fuese una catástrofe inevitable a sobrellevar como cada uno pueda, sembrando al mismo tiempo la ilusión de que «al final del túnel» espera la «normalidad». Se oculta que esta crisis es también la crisis del «modelo de desarrollo» impulsado por la industria automotriz, las obras públicas y la construcción y que a nivel mundial el «desempleo estructural» comenzó bastante antes del estallido de la crisis. Paralelamente a la financiarización, se ha producido un profundo cambio de régimen tecnológico con la irrupción de la microelectrónica en la esfera de la producción y de la informática en la circulación de informaciones. El trabajo muerto desplaza al trabajo vivo aunque esto acentúe la tendencia a la baja de la tasa de ganancia e incremente el precio de la energía y las materias primas, procesos que los capitalistas contrarrestan aumentando la tasa de explotación y acentuando el despojo de los bienes comunes de la humanidad en la búsqueda desenfrenada de «materias primas». Si algo pudiera verse al final del túnel, me parece, sería posiblemente más barbarie.
Llegados a este punto debemos dirigir nuestra mirada más allá de lo estrictamente económico para reconocer los múltiples rostros de la crisis: la crisis energética, la crisis alimentaria, las crisis urbanas, la desenfrenada expansión del complejo militar-industrial, el impasse tecnológico-civilizatorio, todo lo cual se articula con la crisis ecológico-ambiental y la crisis del cambio climático. Más aún, tanto las crisis «limitadas» que se dieron a lo largo de las tres décadas anteriores como esta crisis general sistémica, pueden ser contextualizadas dentro de lo que István Mészáros denomina crisis estructural del capital. Esta «crisis estructural que abarca todo», tiene alcance planetario, se inscribe en la larga duración y su despliegue gradual no excluye la hipótesis de violentas convulsiones. La dominación planetaria del capital con su intrínseca incapacidad para admitir límites ha chocado con los límites absolutos del sistema y el orden del capital comienza a perder la capacidad de mantener el relativo control que lograba desplazando y/o postergando sus contradicciones. Vemos por ejemplo que la expansión del capital comienza ya a destruir las condiciones de la reproducción metabólica social y desata procesos que amenazan la supervivencia misma de la humanidad, con requerimientos energéticos insostenibles, saqueo y despilfarro de los bienes comunes del planeta, descontrol de los recursos químicos y la agricultura global, despilfarro de un elemento tan vital como el agua, etc. Sumemos a lo antedicho que capitalismo, imperialismo y guerra se entrelazan. Estados Unidos muestra que la militarización es una modalidad de existencia de un capitalismo en que el Estado impulsando el gasto militar garantiza la mayor de rentabilidad para el capital y, por añadidura, incrementa aún más el capital ficticio al financiarse por la deuda pública. Si tenemos presente que los trances de quiebre hegemónico nunca ocurrieron de forma pacífica en la historia del capitalismo, que desde hace años las acciones bélicas se banalizan y encubren bajo el manto de «la guerra contra el terrorismo» y que Norteamericana se empeña en mantener su abrumadora superioridad bélica, el riesgo de aventuras militares de catastróficas consecuencias no puede ser ignorado ni minimizado.
Estamos, pues, ante una crisis civilizatoria, han llegado a un punto crítico las estructuras socioeconómicas, las instituciones políticas y culturales y el sistema de valores que configuró y dio sentido a la cultura occidental. El «occidentalismo» desplegándose como cara externa del capitalismo en la era de la globalización y pretendiendo la homogenización cultural, alimenta el neocolonialismo, la xenofobia, el racismo y el egoísmo individual, generando un sentimiento de pérdida cultural en millones de personas en todo el mundo. Es una crisis civilizatoria que solo podrá sortearse superando al capital.
Retomo entonces lo que dije al comienzo: nuestro preocupación no es tanto «salir de la crisis» como salir del capitalismo. David Harvey escribió que «Las crisis son momentos de paradojas y de posibilidades… los cambios cuantitativos llevan a deslizamientos cualitativos y hay que tomarse en serio la idea de que podríamos estar precisamente en ese punto de inflexión en la historia del capitalismo. Cuestionar el futuro del capitalismo como sistema social viable debería estar por tanto en el centro del debate actual». No ignoro que las organizaciones obreras, los movimientos sociales, el marxismo y nosotros mismos estamos también en crisis. Han sido conmovidos o trastocados los puntos de referencias (materiales, organizativas y conceptuales) que orientaron el combate por la emancipación social durante un largo período histórico que ha quedado atrás. Incluso en Nuestra América, donde la cartografía del cambio viene siendo diseñada por múltiples luchas y organizaciones populares que son protagonistas o herederas de grandes confrontaciones con los gobiernos neoliberales y la tutela yanqui, está planteado el urgente desafío de fecundar las luchas defensivas y reivindicativas con una concreta practica emancipatoria que ensaye y articule desde ahora experiencias no capitalistas y formas de poder popular que las efectivicen y extiendan.
Vivimos una época de transición o, si se me permite decirlo así, una transición epocal. En condiciones sustancialmente distintas a las del siglo pasado, debemos repensar la «actualidad de la revolución» . Urge desarrollar una teoría de la transición. Sabiendo que el pasaje a una sociedad emancipada no es instantáneo, ni es acometido simultáneamente por los trabajadores de los diversos países. Sabiendo también que la transformación socialista implica la subversión del trípode que sostiene al viejo orden, Capital, Trabajo asalariado y Estado, en un proceso que debe desplegarse a nivel internacional y requiere para consumarse la activa participación de los trabajadores del mundo. Comprendiendo que el socialismo implica una constante auto-renovación de revoluciones dentro de la revolución. Advirtiendo sobre todo que «otro mundo es posible» sí y sólo sí nuestras prácticas presentes lo prefiguran. Porque la historia y la vida misma muestran que es posible y necesario, bajo formas muy diversas según las circunstancias, desafiar desde ahora el dominio del capital y construir poder popular poniendo en marcha al menos rudimentos de un nuevo metabolismo económico social: para sobrevivir y para empezar a vivir de otro modo. Porque sabemos que la revolución no consiste sólo en la expropiación del gran capital. Debe ser también una ruptura radical con la división social jerárquica del trabajo y el paradigma productivo-tecnológico-
Sólo así podemos conformar el bloque social y político capaz de sostener el cambio radical al que aspiramos. La revolución, el socialismo, el comunismo, entendidos como perspectiva y realidad en devenir y no como modelo a imponer, implican un largo combate que articula utopía y realismo. Un realismo estratégico que en las antípodas del inmediatismo y el posibilismo nos oriente a largo plazo. Una utopía cotidiana para «soñar con los ojos abiertos» impulsando la autoactividad y autotransformación de «los de abajo», apostando a cambiar la vida y cambiar el mundo, recuperando la capacidad política de pensar y de actuar cotidianamente y estratégicamente. A escala nacional, en el más amplio terreno de la lucha de clases que es la Patria Grande y en todas partes, porque, en definitiva, nuestra Patria es la Humanidad.
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