La crisis que sufrimos obedece a la estructura básica del vigente sistema político-económico capitalista y neoliberal. No se trata de la acción depredadora de unos cuantos banqueros y financieros corruptos, o la distorsión del mercado. No responde a la falta de trasparencia, desregulación y descontrol de la economía financiera. Como si hubiera un «buen» capitalismo […]
La crisis que sufrimos obedece a la estructura básica del vigente sistema político-económico capitalista y neoliberal. No se trata de la acción depredadora de unos cuantos banqueros y financieros corruptos, o la distorsión del mercado. No responde a la falta de trasparencia, desregulación y descontrol de la economía financiera. Como si hubiera un «buen» capitalismo productivo y un «mal» capitalismo financiero, un parásito, una excrecencia, que bastaría con eliminar o «regular» para volver a un funcionamiento «normal» del capitalismo. Estos «males», estas excrecencias, no son una distorsión del capitalismo contemporáneo sino, al contrario, el medio para que funcione plenamente, la esencia del mismo: la búsqueda del máximo beneficio de unos pocos a costa de la explotación de los trabajadores y las trabajadoras de todo el planeta.
Esta crisis, por lo tanto, afecta a los fundamentos mismos del capitalismo: el desplome de Wall Street es comparable a lo que representó, en el ámbito geopolítico, la caída del muro de Berlín. La exclusiva propiedad de los medios de producción en manos de unos pocos, el voraz afán de lucro, la especulación sin freno, que caracterizan esencialmente a este modelo, que rigen nuestras vidas y relaciones laborales, es lo que provoca la crisis que hoy vivimos. Recuérdese la afirmación del inversor multimillonario y primera fortuna del mundo Warren Buffet: «existe, y es un hecho, una guerra de clases; sólo que es una clase, la clase de los ricos, la que dirige el baile; y esta guerra la estamos ganando» (New York Times del 26-XI-06).
Los medios de comunicación, comprometidos con los grandes intereses económicos que controlan el planeta, tratan de hacer creer que se trata de degeneraciones de algunos sectores especialmente especuladores, exageradas bonificaciones de los directivos, excepciones y no expresiones de la actividad bancaria imperante. Nos hablan de la crisis económica como si sólo hubiese fallado una parte del sistema económico, de que los responsables son sólo unos desaprensivos y avariciosos que han actuado por la falta de control financiero. La clase política, subordinada a los intereses de las grandes corporaciones, proclaman que se tiene que refundar el capitalismo, predican que hay que hacerlo más humano para que esto no vuelva a suceder. Sería indecente que esos mismos gobiernos, igualmente responsables del gran desastre actual, «refundasen» un sistema económico para preservar sus privilegios. En realidad, vivimos una grave crisis estructural del sistema capitalista y, más aún, una verdadera crisis de la civilización, que puede poner en riesgo la supervivencia de la humanidad. Detrás de esta crisis se perfila, a su vez, la verdadera crisis estructural sistémica del capitalismo. La continuación del modelo de desarrollo de la economía real, tal y como lo venimos conociendo, así como el del consumo en los países enriquecidos que le va emparejado, se ha vuelto una verdadera amenaza para el porvenir de la humanidad y del planeta (Amin, 2008). Por eso el capitalismo no se puede humanizar porque es, en sí mismo, injusto e inhumano.
Este sistema, junto al colonialismo y el imperialismo, ha sido y continúa siendo responsable, como nunca antes en la historia, de la explotación extrema de los seres humanos, de la destrucción, del derroche y de la degradación de los recursos naturales planetarios que son centrales para sustentar la vida y la dignidad humana. La dictadura de elites dominantes que han venido controlando y concentrando la riqueza y los recursos del mundo son responsables del actual nivel de degradación de los ecosistemas y del deterioro global, de las profundas diferencias en las condiciones de vida de miles de millones de seres humanos; y también somos responsables en parte los demás ciudadanos y ciudadanas del mundo, que no hicimos lo suficiente para evitarlo. La consecuencia de la globalización ha sido la destrucción de los colectivo, la apropiación por el mercado y las entidades privadas de las esferas pública y social.
Con la última etapa de la globalización neoliberal, hemos presenciado un periodo de la historia en el que se ha dado la más grande transferencia de riqueza de los pobres a los ricos, en todas las naciones, y desde los países pobres del Sur al Norte del planeta. Estos subsidios masivos de los pobres a los ricos del mundo no han sido suficientes para compensar los grandes desequilibrios producidos por la guerra fría, la especulación y el derroche improductivo de las elites dominantes y de las grandes potencias -en primer lugar, sus gastos militares.
A partir de los años ochenta, con el neoliberalismo, el sector productivo tendió a crecer cada vez menos; el sector financiero especulativo se volvió dominante y se convirtió en el centro de la actual crisis económica, financiera, política, social, militar y cultural. A la vez estamos próximos al agotamiento de recursos energéticos y vitales cada vez más escasos, como el petróleo, el agua o los recursos minerales. Por otro lado, se produce una competencia entre biocombustibles y alimentos por el uso de la tierra, lo que encarece la producción de los últimos. Está claro que se trata de una crisis estructural y no solamente coyuntural, pero, además, de una crisis de la civilización que exige un replanteamiento de parámetros al que la lógica del capitalismo no puede responder.
El sistema capitalista actual está dominado por un puñado de oligopolios que controlan la toma de decisiones fundamentales en la economía mundial. Unos oligopolios que no sólo son financieros, constituidos por bancos o compañías de seguros, sino que son grupos que actúan en la producción industrial, en los servicios, en los transportes, etc. Su característica principal es su financiarización, es decir, estos oligopolios no producen beneficios, sencillamente se apoderan de una renta de monopolio bajo la apariencia de inversiones financieras (Amin, 2008). El sector financiero ha llegado a representar más de 250 billones de euros, es decir, seis veces el conjunto de la riqueza mundial. Con eso conviene comprender que el centro de gravedad de la decisión económica ha sido transferido de la producción de plusvalía en los sectores productivos hacia la redistribución de beneficios ocasionados por los productos derivados de las inversiones financieras.
Los fondos de inversiones han arrasado. Invirtieron más de 220.000 millones sólo en el curso del primer semestre de 2007, haciéndose así con el control de 8.000 empresas en Estados Unidos. Ya un asalariado estadounidense de cada cuatro, y un asalariado francés de cada doce, trabaja para estos mastodontes. No hay quien se les resista. El principio es simple: un club de inversores compra empresas a las que inmediatamente después administra de manera privada, lejos de la Bolsa y sus normas coactivas, sin tener que rendir cuentas a accionistas puntillosos. Adquieren una empresa que vale 100; el fondo pone 30 de su bolsillo y pide prestados a los bancos 70, aprovechando tipos de interés muy bajos. Durante tres o cuatro años «reorganiza» la empresa, reduciendo el empleo, comprimiendo los salarios, aumentando los ritmos y deslocalizando; capta toda o parte de las ganancias para pagar los intereses…, de su propia deuda. Después de lo cual, revende la empresa a 200, por lo general a otro fondo que hará lo mismo. Una vez devueltos los 70 en préstamo, le quedan 130 en el bolsillo, por una puesta inicial de 30, es decir, más del 300% de tasa de retorno sobre inversiones en cuatro años (Ramonet, 2008).
La voracidad del capitalismo no tiene límites. Necesita expandirse continuamente para tener mayores tasas de ganancia. De ahí la huida hacia delante en las inversiones financieras. Pero esto no podía durar eternamente cuando la base productiva sólo crecía con una tasa débil. La llamada «burbuja financiera», significa que el volumen de las transacciones financieras es del orden de dos mil trillones de dólares cuando la base productiva, el PIB mundial, sólo es de unos 44 trillones de dólares. Hace treinta años, el volumen relativo de las transacciones financieras no tenía ese tamaño. Esas transacciones se destinaban entonces principalmente a la cobertura de las operaciones directamente exigidas por la producción y por el comercio nacional e internacional. La crisis debía pues estallar por una debacle financiera.
Cuando ésta estalló y los bancos comenzaron a desmoronarse, los neoliberales se quedaron afónicos exigiendo la protección del Estado. Archivaron sus doctrinas de libre comercio y reclamaron la salvación del sistema financiero argumentando que, dado que los bancos y las grandes empresas son las que bombean el dinero requerido por toda la sociedad, debían ser preservadas con fondos públicos de esa sociedad (Katz, 2009). Desde mediados de 2007 se han venido incrementando las masivas inyecciones de dinero, extraído mágicamente de los impuestos de los contribuyentes, en un intento por evitar el colapso de los más grandes bancos y empresas, principales responsables de la crisis. En un mundo en el que se aseguraba que no hay dinero para las pensiones, para el seguro de desempleo, para la educación, para la sanidad, ahora resulta que sí que hay dinero, que éste fluye por encanto. Hace unos meses, el anterior presidente de EEUU, Bush, se negó a firmar una ley que ofrecía cobertura médica a nueve millones de niños y niñas pobres por un coste de 4.000 millones de euros. Lo consideró un gasto inútil. Después, para salvar a los rufianes de Wall Street nada le parecía suficiente. En otras palabras: dinero público para bancos privados que lo prestarán a interés, entre otros, a los demás bancos privados… Se ofrece a los inversores potenciales que le presten dinero al Estado (mediante interés) para que el Estado lo devuelva a los bancos. ¡El Capital se ha quedado con los ahorros, y ese dinero se presta al Estado para reflotar al Capital! El capital siempre gana.
Porque realmente no existe, ni ha existido nunca, el denominado «libre mercado». Es una falacia que, a base de oírla, repetida una y otra vez por determinados políticos y medios de comunicación, nos la hemos creído ingenuamente. Cuando «los mercados» tienen problemas no se les deja que «libremente» los solucionen, como cuando tienen grandes beneficios y entonces, sí que se reparten los dividendos «libremente». Se confirma así una ley del cinismo neoliberal: Privatizados ya los beneficios, en cuanto resultan amenazadas las inversiones financieras, se socializan las pérdidas. Cuando se produce una crisis en los «mercados» (eufemismo para designar a las grandes corporaciones multinacionales) aparecen las instituciones públicas que, con nuestros impuestos, inyectan enormes sumas de dinero para mantener su liquidez y los políticos más señalados y los dirigentes de esas instituciones hacen declaraciones públicas para calmar y serenar la crisis. ¿Por qué no salen cuando hay despidos masivos por parte de esos mercados? ¿Por qué no utilizan nuestros impuestos para solucionar los problemas que nos causan a los trabajadores y trabajadoras esos mercados que se «deslocalizan» a países donde las condiciones laborales son todavía más degradantes e infrahumanas? Como ya advertía Kenneth Galbraith (1992) «cuando se trata de los empobrecidos, la ayuda y el subsidio del gobierno resultan sumamente sospechosos en cuanto a su necesidad y a la eficacia de su administración a causa de sus efectos adversos sobre la moral y el espíritu de trabajo. Esto no reza, sin embargo, en el caso del apoyo público a quienes gozan de un relativo bienestar. No se considera que perjudique al ciudadano el que se salve de la quiebra a un banco. Los relativamente opulentos pueden soportar los efectos morales adversos de los subsidios y ayudas del gobierno; pero los pobres no».
La supuesta devoción por el laissez faire, por el dogma del «libre mercado», esa religión fanática predicada por los neoliberales, desaparece cuando los intereses de los beneficiarios de la globalización se hallan en peligro. Las operaciones de rescate han llegado a niveles inimaginables que se miden por millones de millones de dólares (trillones), muchísimo más de lo que han costado, desde 2001, las invasiones de Afganistán y de Irak. Las autoridades acuden al rescate de los «banksters» («banqueros gánsteres»): es el socialismo para los ricos y el capitalismo salvaje para los pobres. Tales intervenciones monetarias agregan más volatilidad al sistema e incrementan la incertidumbre, profundizando aún más la crisis. Esto implica que en el futuro tales emisiones de dinero tratarán de ser respaldadas con una mayor transferencia de riqueza real desde los países empobrecidos, desde las clases trabajadoras y medias de los países del norte, por la vía de diferentes mecanismos, incluyendo la amenaza o la imposición militar para sostener el poder económico de la elite de los países ricos y, en particular, de Estados Unidos.
Son esas mismas corporaciones, que exultaban la ideología neoliberal exigiendo la liberalización y la imposición de estrictas limitaciones a la intervención pública, en caso de despidos laborales o derechos sindicales, las que ahora quieren, reclaman y esperan de los gobiernos «asistencia social» en forma de rescates financieros, rebajas fiscales y subvenciones, encauzando hacia ellas el dinero de los impuestos de la ciudadanía. Por eso más que hablar de «rescate de bancos o del sistema», habría que calificarlo de «botín de piratería’: fruto del abordaje y del saqueo consentido de las arcas públicas por parte del gran capital.
Pero no basta con llamar la atención sobre la debacle financiera. Detrás de ella se esboza una crisis de la economía real, ya que la actual deriva financiera misma va a asfixiar el desarrollo de la base productiva. Las soluciones aportadas a la crisis financiera sólo pueden desembocar en una crisis de la economía real: regresión de los ingresos de los trabajadores y las trabajadoras (especialmente los sectores más vulnerables: mujeres, jóvenes, migrantes), aumento del paro laboral (a finales del 2009 se espera llegar al record histórico de 120 millones de personas paradas), alza de la precariedad y empeoramiento de la pobreza en los países del Sur (Amin, 2008).
Esta crisis económica y financiera se acompaña, además, de una crisis ecológica. Los recursos naturales no son suficientes para atender el actual estilo occidental de vida; actualmente el 20% de la población mundial, concentrada en el Norte, consume el 80% de los recursos naturales. El flujo permanente y la transferencia de los recursos del Sur al Norte ha supuesto, en definitiva, que el Sur ha venido financiado el desarrollo y el progreso del Norte. El saqueo ecológico y el calentamiento global, consecuencias de la sobreexplotación de los recursos naturales, que son el bien común de la humanidad, -en particular, de los recursos fósiles- afecta a todas las regiones del mundo y se siente más intensamente en las zonas más deprimidas y, dentro de ellas, en los sectores más empobrecidos. En tan solo trescientos años de revolución industrial hemos destruido lo que la naturaleza tardó millones de años en construir. Las mayores reservas de recursos naturales se encuentran en el Sur y son ferozmente disputadas por los países dominantes, lo que ha venido generando guerras que tienden a ampliarse a otras regiones del planeta.
Simultáneamente los precios de los productos alimenticios básicos siguen en alza. Desde marzo de 2007 hasta mayo de 2008, el valor de los productos lácteos subió un 80%, el de la soja un 87%, y el trigo, un 130%. El Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola estima que por cada aumento de un 1% del coste de los alimentos de base, 16 millones de personas se ven sumergidas en la inseguridad alimentaria. Esta situación se ve agravada debido a que una parte de la producción alimentaria (caña de azúcar, girasol, colza, trigo, remolacha) se está destinando ahora a la producción de agrocarburantes, más rentables para la gran agroindustria de la exportación que destinarlos a alimentos para los seres humanos.
Esta triple crisis, financiera, energética, alimentaria, se ve proyectada hacia una crisis social que ve resurgir políticas autoritarias, visiones fatalistas, xenofobia y racismo. El huracán económico se ha llevado por delante una cuarta parte de la riqueza mundial y, como consecuencia, está provocando, en casi todo el planeta, el cierre de fábricas, la explosión del desempleo, una escalada proteccionista y la radicalización de las protestas sociales. Causa de pobreza, de angustia y de exclusión, la lepra del desempleo se extiende. En EEUU, en China, en la Unión Europea, en Latinoamérica… En Sudamérica, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en 2009, se registrará un aumento de 2,4 millones de desempleados. Si bien los países del Mercosur (Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay), así como Venezuela, Bolivia y Ecuador, podrían capear el temporal, al no haber adoptado el modelo de desregulación ultraliberal y adoptar mecanismos como la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA) y el Banco del Sur. Y no olvidemos que fueron los partidos socialdemócratas y socialistas europeos los que consolidaron la eliminación de cualquier salvaguardia que podía quedar frente a la ola ultraliberal de la derecha.
La brutal explosión del desempleo provoca naturalmente el retorno del nacionalismo económico, lo cual, a su vez, está provocando brotes de xenofobia. En Reino Unido, miles de obreros del sector de la energía, gritando la consigna «Empleos británicos para trabajadores británicos», se declararon en huelga contra la contratación de trabajadores portugueses e italianos en las obras de la refinería Total de Lindsey (Lincolnshire), mientras que miles de polacos eran «invitados» a regresar a su tierra natal. En Italia se está expulsando sin miramientos a los rumanos. Y en todas partes se cuestiona el derecho de residencia de los inmigrantes legalmente establecidos. En numerosos países, grandes empresarios o banqueros que reclaman a gritos -y obtienen del Estado- ayudas millonarias, se aprovechan de la crisis para despedir a mansalva y reducir costes. Una actitud que, en el actual contexto de crecimiento descontrolado del desempleo, enfurece. Por eso se multiplican las protestas sociales. Las turbulencias ya han causado la caída de los Gobiernos de Bélgica, Islandia y Letonia. La protesta en las calles por las dificultades económicas se ha extendido a un número creciente de países -Grecia, Rusia, Gran Bretaña, Francia, China, Corea del Sur, Guadalupe, Reunión, Madagascar, México- y probablemente en muchos más que no se notan aún en la prensa mundial.
Los gobiernos tratan de lidiar con estas protestas a través de dos opciones: mediante métodos abiertamente represivos de control y sometimiento sobre la propia población y los manifestantes que protestan («balas para los jóvenes, dinero para los bancos» gritaban en las calles de Grecia) o métodos más sutiles de presión y sometimiento para apaciguarlos. Por eso los aparatos estatales han convertido la guerra en el instrumento de galvanización de la voluntad de masas en tiempo de crisis (véase la invasión de Irak por Bush), que al mismo tiempo sirve para que los grandes negocios y corporaciones nacionales se puedan apropiar de los recursos naturales y, en particular, los energéticos, como en Irak y en Afganistán. Además la hegemonía militar ha estado fundida con la hegemonía financiera: quien quiera endeudarse hasta las cejas tiene que integrarse, con todas sus consecuencias, en la coalición militar correcta. Pero las balas no siempre funcionan.
De ahí que hayan recurrido a tácticas de apaciguamiento mediante el uso de tres elementos claves: la «seducción», el miedo y la beneficencia.
¿Cómo se pudo crear un orden en el que la clase trabajadora gaste sin pedir subidas salariales y los multimillonarios no sean impugnados ni tan siquiera por la clase perdedora? Mediante la seducción del consumo hipotecado y el vertiginoso juego de la bolsa. Las hipotecas y la bolsa se convirtieron en los apaciguadores definitivos de la lucha de clases. La privatización de los seguros sociales y de las pensiones obligó a cada vez más trabajadores y trabajadoras a capitalizar sus ahorros en bolsa quedando así encadenados a su juego. Sus ahorros fueron captados por grandes inversionistas que prometían multiplicar su dinero sin tener que mover un dedo. ¿Quién se iba a resistir, quién no iba a desplazar la racionalidad por la apuesta y el irracionalismo consumista cuando la abundancia parecía brotar de una lámpara maravillosa?
En este clima de consumo sostenido se necesitaba otro eje de sujeción y sometimiento: la hipoteca, el crédito. Todo el sistema de consumo está basado en el crédito (Arriola, 2009). El miedo a no poder poder pagar la hipoteca, a no poder devolver el crédito recibido, se ha convertido en el miedo a ser despedido, a quedarse en el paro. Se está empujando a la gente a sentirse profundamente insegura y atemorizada. Las grandes empresas usan este miedo como arma de sumisión. Esta instrumentalización del miedo, provoca no sólo que cualquier acto de protesta en el trabajo se vea sofocado en breve por el miedo a la pérdida del mismo, sino que la población esté más que dispuesta a escuchar las recetas de esas empresas que «crean» puestos de trabajo -despido libre y gratuito, rebaja de sus impuestos, recorte de prestaciones por desempleo, pacificación sindical, que nada parece que tengan que ver con la innovación o la calidad, la cultura organizativa, la excelencia de las que tanto habla el discurso de empresa en sus manuales (Lacalle, 2009)- y que los propios sindicatos claudiquen a pactos sociales encaminados a «flexibilizar el mercado». El fundamento último de todo este orden económico es la violencia estructural del paro, de la precariedad y de la amenaza del despido (Bourdieu, 2008).
En este contexto no es de extrañar que el tercer elemento de apaciguamiento no suponga ningún escándalo. Desde las instituciones y los medios de comunicación se aboga como salida a la crisis por la beneficencia, reinstaurando los comedores sociales y las donaciones a organizaciones religiosas y de voluntarios, mientras se destinan miles de millones a «salvar» a los bancos y grandes empresas. Pero los miles de millones de dólares, de los impuestos que pagamos los ciudadanos y ciudadanas de todo el mundo, que están siendo entregados generosamente a los bancos y las grandes firmas comerciales sin ninguna restricción, no llegan a las familias que no pueden pagar la hipoteca de la casa o la tarjeta de crédito, que pierden el empleo y están teniendo que formar largas colas para que les den la «sopa de los pobres». En el país más rico del mundo, uno de los grandes bancos rescatados, el Goldman Sachs, ha declarado en su informe que en este año fiscal pagó apenas el 1% de impuestos. Mientras tanto, se le ha respaldado con dinero de la ciudadanía que paga entre el 22% y el 40% de impuestos. En definitiva, asistimos a más de lo mismo, lo de siempre. La denominada «crisis financiera» ahonda la brecha de separación entre dos mundos radicalmente divididos: el mundo de los ricos y el mundo de los pobres, separados pero unidos para que el mundo de los pobres continúe financiando el mundo de los ricos. Beneficencia real para los ricos, migajas para los pobres.
La respuesta rápida y masiva de los países ricos para salvar el capitalismo contrasta con su tardanza en responder a la crisis irresuelta de la pobreza y la marginación que aflige a la mayoría de los pueblos del mundo. En unas semanas, los líderes de los Estados ricos han comprometido cantidades astronómicas de fondos públicos para rescatar instituciones financieras privadas. En cambio generan sumas ridículas para cancelar la injusta deuda externa de los países empobrecidos, quienes han tenido que ejecutar políticas desastrosas impuestas por el FMI. Para ellos, que haya 900 millones de hambrientos no tiene nada que ver con el sistema económico global que lo controlan unas cientos de multinacionales, o que el origen de las guerras sea el saqueo de las riquezas de los pueblos. Se da la circunstancia de que salvar la crisis de los bancos está costando 20 veces más que lo necesario para cumplir los Objetivos del Milenio.
Parece pues que la crisis financiera que han provocado los ricos, con su especulación sin límites, la vamos a pagar los pobres.
Las clases dominantes están haciendo todo lo que pueden para proyectar los efectos de la crisis sobre los asalariados y asalariadas y sobre la mayoría de la población: despidos, congelación de salarios y de los presupuestos sociales, ruina de las personas jubiladas debido a las pérdidas registradas por los fondos de pensiones. Porque, eso sí, las ganancias de los ricos que nadie las toque. En épocas de las mayores ganancias multimillonarias para las empresas nuestros sueldos siguen siendo bajos, sigue existiendo precariedad, accidentes laborales, destrucción de empleo y subcontratación de servicios para abaratar costes. Mientras, quienes exhibían unos beneficios de 20.000 millones de euros en 2007 y unas ganancias de 10.000 millones de euros en 2008, ahora piden ayuda pública. Francisco González, presidente del banco BBVA de España, percibió el año pasado 8,74 millones entre salario e incentivos. Por su parte, el consejero delegado del BBVA, José Ignacio Goirigolzarri, cobró un salario total de 4,28 millones de euros el año pasado. A esta cantidad también hay que sumar los 2,87 millones de euros percibidos por el consejero delegado del BBVA en concepto de incentivo, lo que significa que la retribución total de Goirigolzarri contando sueldo e incentivos ascendió a 7,15 millones de euros el año pasado. Los 14 miembros del Consejo de Administración del BBVA percibieron en 2008 un salario agregado de 16,19 millones de euros, un 10,51% más que los 14,65 millones de 2007. Además del sueldo, los 14 consejeros tenían acumulados 133,75 millones de euros en compromisos por fondos y planes de pensiones, casi todo a favor de los tres consejeros ejecutivos, ya que Francisco González cuenta con un plan de pensiones por valor de 72,54 millones; el consejero delegado, José Ignacio Goirigolzarri, cuenta con otro plan valorado en 52,49 millones y el consejero secretario general, José Maldonado, por 8,7 millones. El presidente de Iberdrola cobró más de 16 millones en 2007. Los sueldos de directivos de agencias de crédito hipotecario estadounidenses como Fannie Mae y Freddie Mac ha sido del orden de 70 millones de dólares al año para cada uno. Peter Erskine se embolsó más de 30 millones de Telefónica, incluyendo una paga por quedarse y otra por marcharse, en 2007. Se les paga por cerrar una compra o por hacer bien una venta, por los buenos resultados del año y por los del trienio, por trabajar y por no trabajar (para la competencia). Es simplemente es-can-da-lo-so.
Pero no sólo las retribuciones de los responsables ejecutivos de las grandes empresas alcanzan esta polarización, sino que los beneficios empresariales han aumentado un 33,2% durante el periodo 1999-2006. Mientras, el desempleo ha aumentado, los salarios como porcentaje de la renta nacional han descendido (independientemente de la evolución del ciclo económico), las condiciones de trabajo se han deteriorado y los niveles de protección social (la tasa de crecimiento del gasto público por habitante) se han reducido (Navarro, 2008).
Por eso, hay que empezar a dejar de hablar de campañas de «pobreza 0» y organizar medidas y estrategias efectivas hacia la «riqueza 0». Cualquier intento de «refundar el capitalismo» se hará bajo la misma lógica de enriquecimiento de una minoría. El capitalismo no es reformable, humanizable o regulable. Las medidas gubernamentales europeas y mundiales, con ayudas a la banca y a las grandes empresas, tienen como finalidad primordial impedir el colapso del sistema, no enfrentarse al dominio de los mercados financieros sobre la economía real y seguir poniendo ésta al servicio de la sociedad. De hecho, estas inyecciones financieras siguen permitiendo que la gran banca siga haciendo sus negocios de alto riesgo sabiendo que el dinero público estará siempre disponible para su salvación (Hernández Vigueras, 2009). Porque los gobiernos le tienen pánico a la posibilidad de que el derrumbe de un banco, por efecto dominó, sea capaz de hundir el sistema. De ahí que esos planes gubernamentales no han intentado siquiera una reglamentación estricta como contrapartida de la ayuda pública que se les da, ni la eliminación de los paraísos fiscales (a pesar de las declaraciones públicas), donde tienen filiales todos los bancos rescatados de alguna manera con dinero público. La existencia de esta «competencia» sirve de argumento para justificar la bajada de impuestos sobre el capital o sobre los beneficios de las sociedades. El peso de la fiscalidad se hace recaer en los impuestos indirectos, los más injustos al pagar todos lo mismo, trayendo como consecuencia la pauperización de los presupuestos públicos, la subfinanciación de los servicios públicos, que a su vez justifica su privatización, etc. (Cassen, 2008). Cualquier medida se ha convertido en un callejón sin salida en el marco del capitalismo neoliberal. Porque no sólo se está cuestinando la legitimidad del paradigma neoliberal, sino el propio futuro del capitalismo en sí mismo. Por ello, no se trata de refundar el capitalismo, sino de construir el socialismo democrático del siglo XXI que dé a la ciudadanía control real y efectivo sobre los recursos del planeta y sobre las decisiones que afectan a sus vidas.
No se trata sólo de afirmar que, lo que hace muy poco parecía una utopía de jóvenes radicales, hoy día es una exigencia elemental para que la economía mundial siga funcionando: acabar con los paraísos fiscales, con la desregulación financiera, con la libertad de movimientos de capital, con la desfiscalización y la renuncia al Estado y que, por el contrario, es necesario establecer impuestos sobre los capitales especulativos (tasa Tobin), crear bancos públicos que garanticen la financiación y someter a los privados a una severa política de reservas y coeficientes de inversión es el único punto de partida eficaz para resolver la crisis. Si realmente se quiere salir de esta crisis global es necesario dar un paso más allá. Se trata de avanzar en el control de la economía por parte de la clase trabajadora, ampliar los derechos sociales y laborales de los trabajadores y trabajadoras y mejorar el bienestar de la mayoría de la población.
La alternativa a esta crisis supone una teoría y una práctica postcapitalista, es decir, formas nuevas de reorganización social, sobre la base de un socialismo democrático del nuevo siglo, que articulen de forma seria los contenidos de conceptos tales como democracia, libertad, equidad, justicia, seguridad común, paz, ciudadanía real, etc., con el uso sostenible de los recursos naturales y su apropiación social; la predominancia del valor de uso -es decir, las respuestas a las necesidades de la gente- sobre el valor de cambio, -o sea, la necesidad de acumulación de dinero-, es decir, un modelo en el que el beneficio privado esté subordinado al interés social; la democracia generalizada a todas las relaciones sociales, políticas, económicas, culturales, de género; y la multiculturalidad, de modo que se permita a todas las culturas, saberes y filosofías dar su aporte propio a la reconstrucción social de una nueva sociedad en equilibrio entre sí, con el medio ambiente y con las capacidades del planeta.
Ese modelo debe suponer la mejora de los servicios sociales y el reforzamiento del sector público (de enseñanza, sanitario, asistencial etc.). La sostenibilidad medioambiental (incentivar la creación de actividades y empresas sostenibles, y no de todo tipo de empresas independientemente de su impacto). Un cambio de estrategia energética que apueste por energías limpias y garantice el control público sobre los suministros de energía, incluida la nacionalización y una apuesta decidida por las energías renovables. Un sistema agrario que garantice la soberanía alimentaria y la viabilidad de las empresas agrarias familiares. Un enfoque diferente del habitat, del urbanismo y del sistema de transportes de viajeros y mercancías, un cambio radical del enfoque de la vivienda residencial hasta llegar al predominio de la vivienda pública en régimen de alquiler adaptado a la renta. La creación de un sistema financiero público basado en las necesidades de la gente y la consolidación de formas populares y la consolidación de formas populares, que ya existe, de préstamos basados en la reciprocidad y la solidaridad que apliquen criterios sociales (incluyendo las condiciones laborales) y ambientales en todos los préstamos y den prioridad a los préstamos, con tipos de interés mínimos, para cubrir necesidades sociales y ambientales y para ampliar la ya creciente economía social; la nacionalización de los sectores estratégicos de la economía, el control público y social de la economía y los medios de producción; la intervención de los trabajadores en la organización del trabajo; aplicar rigurosos sistemas fiscales progresivos y un sistema tributario global para evitar la transferencia de precios y la evasión de impuestos; el control del excedente económico y una reforma del mercado laboral que establezca una jornada laboral de 35 horas semanales por ley, sin reducción de salario y la jubilación a los 60 años, para repartir el trabajo entre todos y todas y hacer posible la conciliación laboral y familiar.
Un modelo que suponga tal reestructuración social que obligue en los países enriquecidos a un decrecimiento económico que sea socialmente sostenible (frente a los modelos de desarrollo sostenible): reducción radical del consumo; sólo aquello que se considere necesario y producido según principios ecológicos (Martínez Aller, 2009). Eliminación del gasto militar mundial. Junto con el cambio en las relaciones internacionales de explotación, imponiendo impuestos en origen sobre la extracción de recursos naturales, para financiar modelos de sociedad ecológicamente sostenibles. Un modelo que relocalice la política: todo lo que se pueda decidir a nivel municipal que no se decida en niveles superiores y sólo aquello que afecte a todo el país se decida en ese nivel. Comenzando por la práctica de los presupuestos participativos en los municipios.
Un modelo que establezca legislaciones, y mecanismos de control efectivos que realmente garanticen la igualdad laboral, política e integral de las mujeres, así como la presencia equilibrada de sexos en las listas electorales y en los puestos directivos. A igual trabajo, igual salario. Que recuperación de la titularidad y de la gestión pública de todos los servicios públicos privatizados, especialmente aquellos que tienen que ver con los cuidados de la población dependiente. Un modelo que establezca iguales derechos y deberes para quienes viven y trabajan en cualquier país. Que garantice el derecho al aborto libre y garantizado de manera universal y gratuita desde la red pública sanitaria.
Un modelo que apueste por una vivienda provista preferentemente por el Estado en régimen de propiedad pública y bajo fórmulas de alquiler, cortando así de raíz espirales especulativas. Un modelo que asigne una «renta básica» incondicional a toda la ciudadanía y personas residentes en una zona geográfica, de una cantidad similar al umbral de la pobreza, de cara no sólo a erradicar la pobreza sino a tener una protección efectiva ante la pérdida del puesto de trabajo (Raventós, 2009). Un modelo que no sólo fije un salario mínimo decente donde no lo haya, sino también un salario máximo. Un modelo que erradique la eliminación de impuestos directos que favorece principalmente a las rentas altas, e introduzca una fiscalidad progresiva vía impuestos directos que graven de forma proporcional según los ingresos y beneficios (haciendo pagar más a quién más tiene) y la vuelta al impuesto sobre sucesiones.
Un modelo que elimine los paraísos fiscales, que ponga tasas a las transacciones financieras de capital y que restablezca las restricciones a la libre circulación de capitales. Un modelo, en definitiva, que contemple el reconocimiento de los derechos sociales básicos como derechos subjetivos y exigibles.
La democracia es incompatible con el capitalismo. El capital internacional, las grandes multinacionales y, por extensión, los gobiernos neoliberales, reaccionarios, y los socialdemócratas, siempre temerosos, han secuestrado la política, la capacidad libre de decidir sobre lo esencial a los ciudadanos y ciudadanas. Por eso esta crisis se ve acentuada, a su vez, por una crisis política de deslegitimación de la función de los Estados puestos al servicio del capital. Se cuestiona la función de los gobiernos, de partidos políticos y de la construcción de espacios y procesos democráticos reales, al estar dominados por su sometimiento a los grandes intereses corporativos. De ahí que también y simultáneamente es urgente y necesario refundar la democracia sobre unas bases sólidas y no fundamentada en el secuestro por parte del mundo de las finanzas.
Los que no nos resignamos a pagar con nuestras vidas las facturas de otros, creemos que la salida alternativa a la crisis capitalista pasa por la creación de un movimiento social capaz de imaginar y crear las bases de un auténtico Socialismo democrático del Siglo XXI que refunde la economía y la sociedad sobre bases más justas, más sociales, más igualitarias y más democráticas.
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El autor es profesor de la Universidad de León. PCE León e IU San Andrés del Rabanedo (León)