Desde la demolición del Muro de Berlín y el despiece procapitalista de la Unión Soviética apenas han pasado, respectivamente, casi veintiuno y diecinueve años, en medio de los cuales ocurrió un cambio de siglo y de milenio. Pero el torbellino generado en su estela es el motivo de que aquellos acontecimientos parezcan remotos. Su magnitud […]
Desde la demolición del Muro de Berlín y el despiece procapitalista de la Unión Soviética apenas han pasado, respectivamente, casi veintiuno y diecinueve años, en medio de los cuales ocurrió un cambio de siglo y de milenio. Pero el torbellino generado en su estela es el motivo de que aquellos acontecimientos parezcan remotos. Su magnitud podría nublar el pensamiento, para provecho de quienes procuran que se tome como irreversible la barbarie imperante , vocablo que rinde tributo etimológico al ejercicio de «la dignidad imperial».
Es necesario extraer de esa realidad lecciones para enrumbar bien la marcha hacia el futuro, y que el relato histórico y sus interpretaciones no queden en manos de quienes intentan borrar las ansias de justicia social. Siglos y hechos han probado que ella no tiene espacio en el capitalismo, pero los voceros de este utilizaron aquellos sucesos para dar por clausurada la posibilidad de subvertirlo. En el pretenso mundo unipolar, de pensamiento único, un mal remedo de Hegel decretó el fin de la historia, y prosperó la quimera de una globalización que, rebasada ya la era moderna, entraba arrolladora en la posmodernidad. Lo demás era «periferia», atraso, impedimenta que merecía arder en la pira civilizadora.
En tales circunstancias pulularon predicadores -conversos muchos de ellos- de El Rumbo. Ya no existía el adversario ante el cual el capitalismo había necesitado disimular sus crisis. Ciertos organismos llamados a cuidar la legalidad internacional se confirmaron inútiles, cuando no meros instrumentos de la supuesta unipolaridad. Lo corroboró el modo como el imperio hizo valer las calumnias que justificaron la devastación de Afganistán y de Iraq: dos ejemplos, aún en marcha, de sus prácticas genocidas. Ya se perfilan otros.
El inmoral servicio brindado por los medios imperiales a sus amos se calzó, sobre todo en las naciones más poderosas, con la indiferencia o la complicidad de masas ganadas por un confort cuya base estaba, está, en la explotación a que ellas mismas seguían sometidas, como la mayoría de los pueblos. El boato de esas naciones, contrapuesto a las oleadas de inmigrantes que llegaban a ellas en busca de empelo infundía en sus ciudadanos una fe: debían rendir culto a las maravillas de su «democracia», cuidarlas para no perderlas.
Con el fin de asegurarse como sistema, el capitalismo se ha valido de las ilusiones de trabajadores y trabajadoras, a menudo peor remuneradas que los primeros, aunque hagan el mismo trabajo. Ellos y ellas podían acudir con soltura a los bancos en busca de créditos para disfrutar ventajas capaces de hacerles pensar que la explotación no existía, o ya era aceptable, hasta generosa, no tan mala como la habían pintado los bastos pensadores comunistas. El capitalismo desarrollado ofrecía la panacea de las hipotecas.
Pero antes de los veinte años del desastre del campo socialista se registraron indicios de una nueva etapa de crisis en el capitalismo, y no en los países «condenados» a las penurias -a crisis permanente y visible -, sino en los más ricos, incluido su gendarme. Ese conserva el predominio militar pero también tiene, como cabeza de imperio, una economía basada en la dependencia: depende de saquear a otros. El derribo del World Trade Center podría ser la uña visible de un iceberg de gran calado, prueba de la vulnerabilidad por la cual el sistema seguía necesitando mantener la OTAN y maniobrar con argucias y mentiras de todo tipo.
Las naciones que acaparan el mayor poderío son, en gran medida, causantes de la crisis, que reveló otras entretelas. Las evidencias confirmaron fragilidades y falacias en las imágenes construidas para acreditar las virtudes de alguna «transición a la democracia» o, como generalidad, el bien que les hacía a las naciones abrazar las bondades de la globalización neoliberal. Quedó claro que, además de polos magnéticos, el mundo sigue teniendo otros: amos y trabajadores, naciones saqueadoras y naciones saqueadas…
Hechos relacionados, digamos, con Portugal o Grecia, que ha chirriado más, muestran las flaquezas aludidas, y quizás ningún caso las ilustre mejor que España. Aún blasonaba de haber llegado a tener la octava economía mundial, cuando estalló su burbuja constructiva y ciudadanos suyos empezaron a disputar a inmigrantes pobres – cuyas oleadas ya decrecen no solamente allí – puestos de trabajo considerados impropios de hidalgos ciudadanos de la Europa civilizada. En el error de cálculo habrán influido quizás los traspiés rusos, y la ignorancia de que el número 8 es cábala de buena suerte, pero en supersticiones chinas .
A esa España, que sigue sin butaca en el Grupo de los 8, le resultó difícil hallarla en el de los 20. Pero es justo reconocer que el escollo sufrido en este último fue un premio moral que debería aspirar a seguir mereciendo: el neroniano Bush quiso humillar al gobierno del partido llamado socialista y obrero, por haber retirado de Iraq las tropas de su país, aunque las mantiene en Afganistán. En realidad, no ha logrado diferenciarse a fondo del rival, llamado popular, que, ayudado por la crisis, acaso reconquiste próximamente La Moncloa.
Los hechos que ejemplifiquen la crisis capitalista no son aislados, sino síntomas de un mal sistémico, ni son nuevos más allá de sus rasgos particulares. Algo especialmente malvado sí cabría considerar novedoso, y lo explicaría el desequilibrio del mundo tras el desastre del campo socialista europeo. Cuando este existía, el capitalismo necesitaba mostrarse inquebrantable, y hasta presentarse como Estado de bienestar, supuestamente identificado con el afán de asegurarle a la población por la vía de la propiedad privada el confort material que el socialismo no había logrado brindarle con la propiedad de signo colectivo.
En la base de todo eso había, hay, una gran mistificación: mientras los ideales de equidad entre los seres humanos y entre pueblos reclaman un socialismo verdadero, el capitalismo vive y medra con la desigualdad en el interior de sus países insignia y, sobre todo quizás, en el plano internacional. El verse libre de tener que competir con un adversario socialista le permitió anunciar que era hora de implantar el Estado de austeridad. Pero la mayoría de los seres humanos sometidos a sus leyes viven por debajo de lo austero o, especialmente en los países más saqueados, en la extrema pobreza.
Lo relativamente novedoso es que ahora el capitalismo no solamente no intenta ocultar la crisis que lo mina: empieza por proclamarla, si no la magnifica, para aprovecharse de ella. La había vaticinado cuando decretó que era necesario el Estado de austeridad. Pero con la actual manipulación de la crisis muestra más ostensiblemente aún cuán perverso es. Mientras tanto, mantiene su política belicista y se burla de lo que debería ser la dignidad de ciertos organismos internacionales. Para ello, además de tener mercenarios, se ha armado de cuanto arsenal y cuanta patente de corso pudiera servirle. Si alguna le faltaba, le llegó con el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz al emperador de turno.
Regalado al cabecilla de la nación más poderosa y belicista de la historia, el lauro suscita preguntas. ¿Se reproducirá su insignia en las bombas anunciadas contra Irán? ¿La tendrían las armas con que Israel atracó a la pacífica flotilla que transportaba alimentos y medicinas para palestinos sitiados en su propia patria? ¿Estaría en la mina que hundió a la corbeta Cheonan, de Corea del Sur, y causó cuarenta y seis muertes y decenas de heridos en la marinería de ese país -vasallo, más que aliado, del imperio-, para azuzar la guerra entre él y Corea del Norte? Ante esa evidencia, y otras, ¿qué son las dudas sobre el Maine si hasta ganan fuerza las relacionadas con la tragedia de las Torres Gemelas?
Los magnates del sistema sostienen, auxiliados ahora por la crisis, una guerra económica contra sus propios pueblos. Los bancos «en quiebra» han indemnizado a altos ejecutivos suyos con grandes sumas de dólares -ciento diecinueve millones a uno solo de ellos- antes de cesantearlos y solicitar y obtener apoyo de sus gobiernos nacionales, que los han socorrido con dinero creado gracias al esfuerzo de trabajadores y trabajadoras. Para preservar a los bancos el Estado se ha hecho cargo de algunos de ellos, y lo más probable es que, una vez retomada su solvencia, vuelvan a manos privadas, si no lo han hecho ya.
No es cuestión de ingenuidad ni de altruismo de esos gobiernos, sino maniobras para salvar el sistema e intentar perpetuarlo. En la medida en que puedan seguir ofreciendo hipotecas, los bancos garantizan una de las formas modernas de esclavitud. Trabajador hipotecado es propiedad, más real que virtual, del patrón y del banco: tiene que producir para el primero, con el apremio de pagarle el crédito al segundo. Proclamar la crisis -eso sí, insinuando que es transitoria y no un mal sistémico- les propicia a los capitalistas poner en práctica las «soluciones» que le vengan en gana para mantener su «democracia».
Algunas «soluciones» son la mengua de fondos de seguridad social, con mayor desatención aún de la salud de los ciudadanos -frente a eso la imagen del nuevo Premio Nobel de la Paz se beneficia con proyectos para facilitar la atención primaria a los menesterosos en su país-, abaratamiento del despido laboral y aumento del paro, reducción de salarios, jubilación forzosa de trabajadores experimentados para colocar a otros con salarios más bajos, condena práctica de muchas personas a desempleo permanente (con las tragedias que eso acarrea)… y cualquier otra aberración que le sirva para seguir reinando (a veces incluso a la antigua usanza: con reyes, reinas y parentelas reales que desangran el erario público).
Si no más, la crisis le ha servido tanto al capitalismo como el derribo de las Torres Gemelas a los planes del país que lo encabeza. Según un refrán popular, cabría decir que ese cuadro «lo único bueno que tiene es lo malo que se está poniendo». Pero no hay que ilusionarse cándidamente con la idea de que una gran crisis genera por sí misma una gran solución, ni debemos suponer que la decadencia mostrada por el capitalismo en general y por su imperio en particular tendrá el desenlace final a corto plazo. Parece haber monstruo para rato, y el mundo enfrenta males que hacen recordar entre escalofríos la forma como Engels tradujo el axioma según el cual lo que nace muere: «Todo lo que nace merece morir».
Aún la humanidad no se ha ganado «merecer » ese «derecho»; pero podría perecer sin haber realizado sus mejores potencialidades si no se toman las medidas necesarias para frenar y revertir males como la pobreza, los estropicios climáticos y enfermedades de las que se curaría quién sabe a cuántas personas con lo que cuesta una sola ojiva nuclear. Debe por lo menos tratar de ver la desaparición de la barbarie capitalista, y avanzar hacia un futuro de plenitud justiciera, que le alargaría la vida a la especie. Un indicio de la decadencia imperial lo dio el alojamiento de George W. Bush en la Casa Blanca. Pero la bestia se ha alimentado tanto con lo que ha saqueado, que sus estertores pueden ser, además de largos, pavorosos, háyalo o no lo haya dicho un dirigente bolchevique que hoy parece olvidado.
Quizás por lo menos haya llegado el momento de que los pueblos, incluso en las naciones más poderosas, alcancen plena conciencia de las falsedades en que se les haya sumido. En el mundo, a ciertas organizaciones se les presenta una gran ocasión para sanearse, volver a ser verdaderamente sindicales y asumir con hechos la defensa de los trabajadores, para la cual fueron creadas. Un despacho de EFE informó sobre una manifestación que, celebrada recientemente en la Plaza Mayor de Madrid, se ubica en el camino hacia la huelga general convocada por sindicatos de España para el próximo 29 de septiembre.
Entre consignas como «España será republicana», diversos oradores denunciaron que el gobierno se ha «puesto de rodillas ante los mercados y el poder financiero», al tomar » medidas que niegan la salida social y dialogada de la crisis» y ponen la llamada democracia «a los pies de los caballos»: es de suponer que los del Apocalipsis. La olla sigue destapada, y hay signos -como la huelga del metro madrileño- de que las protestas aumentarán y pueden profundizarse. Quizás la izquierda logre unirse en lo fundamental.
Ante las crisis del capitalismo, que se desplomará, y del modelo socialista que se desplomó con el Muro de Berlín y la URSS, los afanes justicieros necesitan fundar caminos hacia un socialismo creativo y de plena participación popular. Al imperio le preocupa que en nuestra América sea, más que una esperanza, una realidad el crecimiento de un grupo de pueblos que abrazan la defensa de su soberanía y de la justicia social con un empuje sin precedentes en la región. Venezuela y Bolivia enarbolan banderas de un socialismo renovado.
Impensable hace unos años, ese cambio implica replanteamientos prácticos que no pueden pasar sin la hostilidad del imperio. Lo confirma la ofensiva de este contra los pueblos indóciles, reforzada contra Cuba, que debe pagar el delito de seguir dando, hace ya más de medio siglo, el «mal ejemplo» que sus enemigos han intentado borrar o dar por muerto, pero continuará vivo entre quienes le digan al imperio: «¡Basta!», y echen a andar.
Fuente: http://www.cubarte.cult.cu/paginas/actualidad/conFilo.php?id=15411
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