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Crítica del Capitalismo (II)

Fuentes: Rebelión

En esta segunda parte de nuestro artículo, seguimos comentando el tomo I de El Capital de Karl Marx, como fuente inagotable de sabiduría para el revolucionario. El análisis de la mercancía, la conversión del hombre en cosa, en puro objeto mercantil, así como la conversión de las relaciones sociales y ecológicas en pura y simple […]

En esta segunda parte de nuestro artículo, seguimos comentando el tomo I de El Capital de Karl Marx, como fuente inagotable de sabiduría para el revolucionario. El análisis de la mercancía, la conversión del hombre en cosa, en puro objeto mercantil, así como la conversión de las relaciones sociales y ecológicas en pura y simple mercancía, es hoy un proceso creciente en manos de las multinacionales y los Estados imperialistas. El mundo convertido en Mercado sólo podrá imponerse definitivamente y sin contestación popular por medio del «Fascismo Global».

Citamos según la edición del Fondo de Cultura Económica, tomo I, México, 2000.

A) LA CREACIÓN DE LA SOCIEDAD BURGUESA POR MEDIO DEL TRABAJO COMO MERCANCÍA.

La sociedad, bajo la túrbida atmósfera neoliberal hace de todos unos individuos átomos separados unos de los otros, y separados de sus medios de vida. Los Derechos Humanos y toda la retórica de la iniciativa individual y sus milagros, extraída a partir de las inquietudes del burgués, el más solitario y egoísta de los seres por origen y esencia, se proyecta sobre el proletariado, que en rigor ha sido separado de un enjambre, desligado de sus camaradas por habérsele enajenado históricamente su comunidad (rural, gremial) y alejado de sus medios de producción. Ahora el proletario, el menos «individualista» de los seres por naturaleza (por historia, por esencia y origen) compite con su camarada porque también es éste vendedor de lo único que tiene. Y compite como clase con las innovaciones técnicas en vilo de que éstas le reduzcan a una situación de paro forzoso o de caída insoportable del salario. La mala soledad burguesa planea sobre las cabezas de los proletarios sin que éstos se beneficien -en modo alguno- de los derechos individuales que un día de revolución burguesa le concedieron frente a la opresión aristocrática. Ahora el trabajador – como individuo suelto- ya es propietario, sí, pero sólo de su fuerza de trabajo mientras su cuerpo aguante. Ahora el productor entra por medio del contrato en una relación aparente de igualdad formal reconocida, que esconde la atroz desigualdad material existente como base de partida. Mientras tanto, el capitalista vive de prestado gracias a una dominación que se debe explicar, ante todo, históricamente (por la acumulación originaria en cuyo proceso se «incrustan» asentadas y desarrolladas las leyes capitalistas). El capitalista vive de prestado gracias a su dominación sobre el obrero, ya que éste » … adelanta en todas partes al capitalista el valor de uso de la fuerza de trabajo y el comprador la consume, la utiliza, antes de habérsela pagado al obrero, siendo por tanto, éste el que abre crédito al capitalista» (p. 127).

La fuerza de trabajo es una mercancía enteramente ligada al hecho radical de ser un viviente. Hablar de su producción es tanto como referirse a su reproducción de sus medios de vida. La naturaleza de la fuerza de trabajo hunde sus raíces en la dinámica cíclica misma de la conservación del ser vivo. Es ella la actitud del ser vivo y se pone en práctica por medio del ejercicio. Este se considera un ciclo biológico por el que se paga, y supone el comienzo de cada ciclo (diario) en condiciones idénticas de salud, vigor, energía, etc. si ese individuo no se quiere considerar una suma de fuerzas derrochables y sustituibles al término de su corta vida sin costo añadido para el comprador de su fuerza de trabajo. La Inglaterra victoriana conoció efectos médicos de la «decadencia de la raza» debido a ese afán estrujador que la burguesía manifestó sobre las capas populares: disminución de la talla o del nivel intelectual, carencias fisiológicas, taras diversas transmisibles a la descendencia, escasez de tropa apta para la guerra. El individuo fue visto como un simple saco de fuerza que se podía esquilmar y sustituir. Lo mismo ocurre en los países del llamado tercer mundo, donde la abundancia de manos muertas permite a los patronos despreocuparse de la reposición física de los individuos. El nivel relativamente alto de educación es una especie de seguro para el trabajador a la hora de saber que tiene garantizada la posibilidad periódica de descansos y una relativa autonomía en la gestión de sus esfuerzos sin llegar a la extenuación por desnutrición o la muerte por fatiga. La clase burguesa confía en la alta tasa procreadora de los pobres y los poco instruidos para así garantizar su rápida reposición. La relación entre el nivel de educación y la tasa de procreación es estrictamente económica, y por ello no ha menester la postulación de mecanismos mentales conscientes interpuestos. Esa fuerza de trabajo instruida, proporcionalmente mayor en los países «avanzados», equivale a un mayor número de medios de vida, a un mayor valor por tanto de esa mercancía. Y no es cosa de ser esquilmada, confiando en una fácil reposición reproductora. Hay aquí un círculo causal que no puede entenderse salvo de forma dialéctica. El trabajador tiene contraída una suerte de póliza de seguro, o lo que es análogo, lleva en sí una inversión hecha con el nivel de instrucción elevado. Todo trabajador, aun el más descualificado, «abre crédito al patrono» (p. 127) pues adelanta su fuerza de trabajo, siempre antes de habérsele pagado este. El trabajo de mayor nivel de instrucción abre un crédito «de mayor valor», su fuerza no es fácilmente repuesta en el mercado de trabajo, y el patrón se asegura mejor la continuidad de esta en el punto de comienzo de cada ciclo o jornada, conservándole íntegra, antes que confiando en su reproducción sexual y familiar, cuyo ciclo se extiende a más largo plazo. Sólo a fines del siglo XX se ha podido constatar la gran presión ejercida sobre los trabajos altamente cualificados en virtud de la abundancia de universidades y escuelas profesionales y técnicas. La masificación de los estudios no obligatorios, y la prolongación de los obligatorios hasta edades más avanzadas constituyen medios ideales para reducir el valor de la mano de obra de calidad y de tipo intelectual, en aras de una consolidación de la proletarización de todo potencial trabajador asalariado y reservar la cúspide de la pirámide a una elite de ingresos inalcanzables y con dominio de unos arcanos sólo reservados a ellos. El «adelanto» que el trabajador asalariado puede hacer en zonas muy pobladas por titulados superiores y altos técnicos en determinadas comarcas y países es menor en términos relativos, porque todo trabajador compite, como vendedor de su propia mercancía (la fuerza de trabajo) con los demás vendedores que ofertan la suya, y que artificialmente abundarán por iniciativa estatal planificada.

Este sería el caso paradigmático, p.e. de Asturias, país que lleva al menos tres décadas exportando universitarios a toda España. Tras su declive industrial con cierre de empresas manu militari, y una caída acusada de sus niveles de renta y productividad, los altos estándares educativos y culturales de su sociedad, incluyendo la universidad, no fueron (ni están siendo) orientados hacia las demandas económicas del país asturiano, sino que se enquistan de forma dirigida por el Estado (y su caniche fiel, el Principado) como cantera de parados cronificados, o condenados a compensar el retraso cultural de otras zonas del Estado y «hacer misiones» como emigrados forzosos.

B) LA TRASTIENDA DE LA PRODUCCIÓN.

Tras la irreprochable apariencia de simetría jurídica de un contrato de compra-venta, la crítica de la economía política debe atreverse a ver «la trastienda de la producción»

En la trastienda de la producción, el hombre aporta, amén de sus fuerzas, una voluntad consciente y atenta (p. 131). Marx analiza el proceso de trabajo partiendo siempre de la especificidad humana que, aun brotando de un fondo genérico animal y prehistórico, se desliga de la dirección de los instintos y hace del trabajo un proceso en que el hombre actúa de acuerdo con fines, y «cerrando» el bucle actúa sobre las causas eficientes de la naturaleza, que el hombre manipula en su provecho, manipulación dirigida por los fines con que se rige. El conocimiento de la «necesidad» imperiosa de la naturaleza redunda en una mayor «libertad» o mejor dicho, en la sustitución de una necesidad primaria por otra derivada, secundaria y autoimpuesta, aquella de los fines o normas rectoras de las acciones del hombre, del agente sobre las causas naturales. Sea cual sea el modo de producción, en el hombre es la acción, su trabajo, el único campo que conecta la causalidad ciega de la naturaleza -también presente en su propio ser corpóreo- y las finalidades que la sociedad impone a su vida colectiva. La acción productiva del hombre crea un campo en torno de esos dos polos, ninguno de los cuales puede darse por separado.

El hombre, animal dotado de razón, actúa sobre los objetos por medio de su acción, un sistema de energías que se transforman en trabajo, y sólo en forma de trabajo trastoca la naturaleza y transforma las propiedades de ésta. La razón, en sí misma, es harto impotente para mezclarse con los objetos o «cosificarse» como uno más de entre ellos, como quiera no se pretenda insertar en las secuencias cíclicas de la acción misma.

Ya hemos descrito la acción racional del hombre como un campo de operaciones que incluye, necesariamente, los objetos y las transformaciones de éstos. Operaciones y objetos (transformados) forman un campo de unión ontológica sistémica. La clase de unión que se pretende en dicho campo es, precisamente, la unión dialéctica de términos contrastados y hasta opuestos a priori, pero unión de cuya co-presencia forzada han de brotar los dinamismos y los cambios, tanto del lado de las operaciones (el sujeto) como de los términos operados (objetos, que en ocasiones pueden hacer las veces de otros sujetos). En tal sentido, la teoría «metabólica» de Marx jamás podrá concebirse como una teoría mentalista, ni siquiera en los célebres pasajes de la araña y la abeja en comparación con el obrero (pps. 130-131), por más que truenen con ese adjetivo despectivo el prof. Bueno y otros «renovadores» del marxismo que, al pretender darle la vuelta a Marx, ponen todo patas arriba. El famoso pasaje en que se compara el plan del obrero y la ejecución de la araña precisamente señala lo que una psicología comparada elemental encuentra en el continuo que, desde el plano mismo de las operaciones, ha de estudiarse como real y efectivo. Ese continuo entre la araña como agente ejecutor (o la abeja, o cualquier otro organismo) y el obrero humano, no puede entenderse por apelación a la mente o un programa interno. Las acciones de seres, con razón (mentalismo) o sin ella (instinto) forman siempre una red que ontológicamente vinculamos a las operaciones y a los objetos operados, donde también hay continuidad. La red se entiende como efecto de cursos de actuación operatoria, como sujetos y objetos que se movilizan y se adaptan a cada nueva fase del estado de cosas. Y en las diversas especies es irrelevante discutir acerca de una sustancia llamada «mente». El hombre como manipulador de herramientas, creador de instrumentos, homo faber, significa para Marx el organismo que por antonomasia se trasforma en órgano múltiple y versátil. El hombre mismo es órgano para sí, y trueca en órgano lo que él toca: la tierra, otros hombres, su cuerpo, los animales, su cuerpo, cualquier ser, ya vivo, ya inerte. La teoría «metabólica» rechaza de plano cualquier interpretación mentalista de la antropología marxista, pues en las secuencias y ciclos de acción ya viene dado que el agente se transforma con el ejercicio.

Lo que Marx instaura, dentro del más sólido materialismo filosófico, es la idea de campo operatorio, en el cual la razón verdaderamente efectiva y causal es aquella que se hace operativa, y ya de inmediato (necesariamente) es convertida en acción y transformación de un mundo de objetos (y sujetos). Que el grado y radio de operatoriedad («libre») del humano es mayor que el de la araña es tanto como decir que posee mayor número de estrategias para actuar, mayor amplitud y profundidad de acción. La red que el ser humano teje con sus acciones abarca una totalidad social entera.

La propia naturaleza del hombre, su corporeidad activa, hace de él un sistema transformador. Cuanto toca y cae bajo su radio de acción es convertido en instrumento. La tierra, y los demás productos de la naturaleza pasan de ser meros sistemas materiales desprovistos de poder operatorio, a sistemas operatorios que entran en combinación de una forma intencional y con efectividad aumentada (pps. 131-132).

C) LA DOMINACIÓN DE LA NATURALEZA.

La socialización de la naturaleza es el proceso de dominación y despilfarro, pero igualmente es el proceso de su conversión en instrumento, en órgano obediente y ciego que prolonga el dinamismo de la formación social englobando en ella todo producto, toda fuerza, cualquier sustancia.

La identificación del capitalismo con el latido mismo del planeta y con la transformación de la tierra es también un proceso de autoalimentación destructiva que no está conociendo límites. Si no se da antes una destrucción definitiva de la vida humana, saltará a los espacios exteriores. La ciencia ideológica del marxismo, lejos de reducir el dinamismo de una formación social a la incidencia de factores puramente técnicos (el sistema óseo y muscular de una sociedad) sólo reconoce en ellos un papel de diagnóstico metodológico, el poder de realización de las distinciones oportunas, para fijarse no tanto en qué hace una sociedad, sino en cómo lo hace.

Las condiciones materiales, junto con los sistemas «vasculares» forman un todo económico en el que los instrumentos mecánicos están como empotrados. Con esto, el sistema económico no agota la totalidad social, sino que conforma un aspecto reconocible dentro del organismo social. De entre todas las mercancías, de entre todos los procesos físicos y sociales, la capacidad de trabajo puesta en acción es la única que puede transformar las sustancias, objetos o procesos de suyo inertes y ajenos al todo social, en cuanto a dinamismo y vida. Ella hace que la tierra fructifique, hace que la sustancia devenga producto y el valor de éste lo toma del trabajo que ha ido absorbiendo en el proceso de producción. Un dualismo fundamental, y al mismo tiempo su orgánica fusión, caracteriza el análisis que Marx hace del proceso de producción. Dualidad entre elementos pasivos, inertes o muertos, por un lado, y por otro, el único elemento que, no precisamente por arte de magia, les insufla vida y pone aquellos en movimiento: la fuerza de trabajo humano entendido como capacidad susceptible de ser comprada-vendida por horas y puesta en ejercicio. La historia mundial, como ya venimos diciendo, enseña que el número de elementos inertes y aún no valorizados va disminuyendo en este modo mundial de producción. Raro es el objeto o sector de la naturaleza que no incluya los efectos de un trabajo anterior y, por tanto, de una valorización. El procedimiento de ingreso de los elementos naturales en la esfera productiva muchas veces no puede ser inmediato por razones de inaccesibilidad geográfica, rechazo por parte de la cultura indígena, nivel insuficiente para la explotación tecnológica de determinados recursos, etc. pero tendencialmente todo entra en esta esfera productiva como lo que es: combinación de materiales, trabajo humano y medios de producción.

D) EL CONSUMO PRODUCTIVO. GASTO DE TRABAJO.

En el desarrollo del proceso de producción se incluye el consumo, un consumo de tipo especial que es el consumo productivo. En este, se devoran cíclicamente materias primas, medios de producción y fuerza de trabajo. Todos los elementos que forman parte del proceso de producción son extinguibles, y la fuerza de trabajo es tanto 1) la mercancía, como 2) el elemento vivo de la producción. Bajo el aspecto 1, es un valor de cambio. Bajo el aspecto 2, es condición y causa motriz de la producción. Esa fuerza vivificante dota de movimiento y determinación formal a los demás elementos impersonales. Y esa fuerza se gasta si no se produce un restablecimiento de los medios de vida necesarios y si el metabolismo del ser orgánico del hombre no procesa de un modo correcto. Las energías humanas de toda una formación social no se vuelcan racionalmente hacia las jerarquías de necesidad que una sociedad consciente ha previsto (lo que es el comunismo). Más bien, al captarse como fuerza de trabajo fraccionada en individuos-mercancía, comprada por manos privadas, la fuerza de trabajo se consume según tasas diversas de explotación al aplicarse de manera orientada a fines igualmente privados; todo el universo de fines, a su vez, como el producir este coche, este vestido, aquel cosmético, etc. está subordinado a un único y soberano fin: la ganancia del capitalista, comprador de fuerza de trabajo. Esa ganancia específica del régimen capitalista de producción, llamada plusvalía.

El trabajo del obrero, comprado por el capitalista se compara con el «fermento vivo» que se incorpora a los «elementos muertos». Todo producto consiste en esta especial interacción de heterogéneos. En el sector de la práctica ocurre lo mismo que en el de la teoría, que no conoce otro tipo de conocimiento que el resultado de una interacción entre sujeto y objeto. La fuerza de trabajo, como valor de uso, es útil al patrono para «hacer fermentar» y «poner en movimiento» todos los demás medios de producción. A su vez, el producto, que siempre es un valor de uso, no es producido realmente en cuanto que tal valor de uso. En el capitalismo se producen mercancías, lo que es tanto como decir que se producen artículos con valor (de cambio) de cuya venta el capitalista (disfrazado de comerciante o haciendo uso de agentes comerciales) obtendrá un plusvalor (p. 138). El valor, y su incremento extra (plusvalor) obtenido tras todo un ciclo productivo capitalista, es sumamente abstracto e indiferente a su encarnación en artículos de consumo visibles y tangibles. Estos revestimientos son medios para la expresión del valor; son objetos que sacan a la luz sus atributos de utilidad (para alguien), detrás de los cuales se encierra ese valor que circula valiéndose de los disfraces. El hilado o el algodón de los ejemplos marxianos, pasan a tomar mejor ropaje moderno bajo la forma de computadoras y teléfonos móviles. Mas, como en el mito de Midas, todo pasa a transformarse en sustancia abstracta y homogénea, de suyo invisible, el valor, que es trabajo humano abstracto inoculado a la materia inerte. El comprador de esa fuerza de trabajo es consumidor de la misma, y este consumidor, dentro de un modo de producción capitalista, es siempre consumidor de trabajo ajeno, atrapado dentro de la estructura cristalina del producto, devorador de la fuerza viva detenida en las redes de un sistema productor de mercancías que es, por lo mismo, sistema devorador de las energías humanas. Energías que, en puridad, no se destinan al robustecimiento de la cultura, al engrandecimiento de una sociedad, al cultivo de su nobleza, sino a la producción de fruslerías. Las mercancías son la cárcel del trabajo humano vivo, una vida reducida a mínimos, y éstos mínimos en forma de esporas cercanas al estado de muerte. Una vida que ya ha sido entregada para su propia destrucción sacrificial.

El hecho de que un producto absorba valor, y que éste, de por sí, no pueda ser medido de igual modo que las magnitudes de la física, ni pueda ser una entidad sensible u observable, ha sacado de quicio a los más empiristas de entre los teóricos del marxismo, que no son pocos. Especialmente éstos abundan en países occidentales entre los que ha primado un estudio de la ciencia económica como si ésta se tratase de una ciencia de la naturaleza, imitadora en lo que pueda de la metodología cuantitativa y de la epistemología de la física. El valor, que en nada tiene que ver con las magnitudes científico-naturales, es un resultado abstracto de las relaciones sociales, y éstas, en su aspecto productivo, son siempre relaciones sociales de producción por medio de las cuales la sociedad se crea a sí misma, a sus hombres y a sus cosas, y también crea sus mismas necesidades de carácter específico. El trabajo es conservador de valor y creador de nuevo valor. Como proceso y como capacidad sólo es observable y material en el ejercicio, y ya por esto mismo, el trabajo es inseparable de la materia trabajada y de las relaciones sociales, también «trabajadas». El ejercicio de la capacidad de trabajo sólo es mensurable, como ya va dicho, por el tiempo haciendo abstracción de las distintas calidades y tipos de trabajo. El ejercicio de la capacidad de trabajo humano, o, más en general, el ejercicio de la capacidad operatoria, es el único referente objetivo, público y contrastable del concepto de materia en el sentido propio del marxismo, vale decir, del materialismo filosófico, lejos de toda consideración metafísico-general de la materia, tal y como se estudia en la tradición filosófica, al menos desde Aristóteles. Materia no es sino lo que se puede hacer con ella, y lo que se hace de hecho con ella, su significado social, es inseparable del que la historia efectiva misma del espíritu humano ha hecho con ella, esto es, la serie de operaciones que sujetos dotados de voluntad y entendimiento han desplegado sobre diversas capas que encuentran desigualmente «trabajadas» por otros sujetos y según fases previas. Hasta los fósiles del Cámbrico, o las más viejas rocas de la Tierra contienen «valor» inoculado en el mercado del conocimiento. Sin las operaciones (gnoseológicas) pertinentes hubieran permanecido en la más oscura ignorancia. Los medios de producción (tanto de valor como de conocimiento) constituyen las capas más recientes y refinadas para la segregación o producción de las capas novísimas de materialidad ( v.gr. realidad, racionalidad). Los medios de producción no son sino una subclase especial y especializada de términos al alcance operatorio, necesarios y rentables para una mayor y profunda transformación de términos más inaccesibles o reacios a la operatoriedad humana. De suyo, no aportan nuevo valor a los productos elaborados. La parte de ellos que se consume productivamente, se transfiere proporcionalmente al producto de manera diaria. Esos medios (instrumentos, máquinas, etc.) son a su vez mercancías producidas y encierran su propio valor, pues en algún momento fueron creados con su valor. El universo de mercancías, incluyendo las que ya están dejando de serlo para engrosar el universo de la basura y el de la chatarra, es un cementerio inmenso de las energías humanas. Los medios de producción creados, junto con los ya obsoletos y fenecidos, constituyen una condición objetiva de la supervivencia de la especie humana. Los medios de producción utilizables lo son de la producción, en el sentido dinámico en que una sociedad tiene que reproducirse produciendo, repetirse como ciclo que siempre se inicia partiendo del punto dejado en el estado anterior. Pero este «Espíritu Objetivo» de hoy, es también una fuerza aplastante e imperativa, un determinismo atroz que incluye residuos crecientes de los medios de producción y de los materiales ya movilizados, cadáveres de la productividad, que convierten los problemas de la economía en problemas de ecología, o mejor, de supervivencia global.

El consumo productivo es un consumo de valores de uso. En el caso de los productos que la naturaleza regala generosamente, en el supuesto (en la práctica, imposible) de comportar un tiempo de trabajo nulo en su aprovechamiento o extracción, encontramos una destrucción devoradora desde el momento en que son conducidos a la industria: agua, madera, combustibles fósiles. Ellos no aportan valor de cambio sólo en ese supuesto abstracto según el cual están al alcance de la mano, sin trabajo movilizado para su extracción, transporte, acondicionamiento, etc. Pero, claramente, este no es el caso real. Las «externalidades» económicas hace tiempo que son series de términos, procesos y relaciones que se han incorporado centrípetamente en el círculo incesante de transformación económica del capitalismo mundial. La tierra toda, océanos y ríos, atmósfera y todo género de materiales (incluyendo ahora, los genes, p.e.) han pasado a ser sustancias a devorar por el sistema. En la medida en que sufren el contacto «antrópico» o «civilizador», ya poseen un valor dado de cambio que reaparece parcialmente en los productos elaborados en sucesivas fases, productos que ya son mercancías donde se ha creado este valor, el cual, al haber sido creado conserva la parte correspondiente del que les había habían transmitido las mercancías -medios de producción precedentes.

La vida útil de los productos semielaborados y de las máquinas y demás medios de producción contiene (distribuida en una cantidad determinada de unidades discretas producidas) la totalidad del valor conservado de la sustancia, instrumento o máquina que ha contribuido a crear valor nuevo. Su creación multiplicada es la condición de la conservación del viejo valor, pese a que en su aspecto de valor de uso es objeto de consumo y haya podido ser devorado. Así, p.e., una porción importante de bosque ha podido ser talada para la industria maderera. El valor de uso de ese sector boscoso ha desaparecido para siempre con la deforestación deliberada. La incorporación de la madera a las serrerías consiste en una mutación del tipo de valor de uso (el valor de uso es relativo siempre, y comporta desapariciones, que se llamarán sumideros o actos de consumo). De ser un valor de uso generalizable a muchas especies, incluyendo al hombre, y de este, incluyendo al habitante carente de dinero y beneficiario de un entorno natural que le ha sido legado, ha pasado a ser un valor de uso para el empresario maderero o para el fabricante de muebles, que si guardan en sus manos e instalaciones tales valores de uso es porque se han apropiado del mismo por tratarse también de un valor de cambio, y por ende, susceptible de enajenación. Que ya tuvo la madera un valor de cambio en cuanto que se ha pagado por su tala y transporte, es evidente.

E) PROGRESISMO. ECOLOGISMO.

Los apóstoles del capitalismo y del progresismo sostienen, de múltiples maneras, que el valor no se destruye, sólo se transforma para poder aumentar. Hablar de crecimiento es hablar de aumento social de valor (de cambio). La alerta del ecologismo, al hacer ver que determinadas utilidades universales y naturales sí se destruyen, exige hoy, más que nunca, de una reflexión sobre esta distinción entre valores de uso y valores de cambio. Nuestro bosque del ejemplo desaparece para siempre si no ha sido replantado. Desaparece de forma absoluta porque como valor de uso ha sido consumido, primero productivamente, y al final de la cadena circulatoria, definitivamente. El valor de cambio que ha ido creciendo por la sucesiva incorporación de fuerza de trabajo, deviene finalmente en plusvalía, suministrada por el reguero de sangre y sudor, de fuerza humana. Fuerza la cual es la única fuente de otros valores de uso, fuente que junto a otros materiales, medios, instrumentos, etc. está destinada a su consumo o destrucción. La miseria de la ecología estriba en que antepone en sus análisis y reflexiones el tema del agotamiento definitivo de ciertos valores de uso que dan en llamar «recursos naturales», al tema del agotamiento y explotación de la fuerza humana de trabajo. Al poner por delante las «cosas» y después a las «personas» ¿diremos que cometen un crimen contra el humanismo? No nos interesa ese crimen, ni menos aún fiscalizarlo, pues entraríamos en una supuesta defensa de la dignidad a priori de unos seres frente a otros, o bien en una metafísica de la complementariedad de ambas clases. Pero lo que si diremos, en ataque frontal al ecologismo, es que se olvidan de la conexión fundamental, a saber: que el agotamiento masivo de los recursos naturales está inextricablemente unido a la larga historia de explotación del hombre por el hombre. Este es el pecado del ecologismo. No un pecado de signo ético o metafísico, sino relacionado directamente con su obtusa percepción de las verdaderas relaciones entre los fenómenos.

F) CAPITAL CONSTANTE Y CAPITAL VARIABLE.

La parte constante de capital es aquella parte en la que no cambia la magnitud de su valor en el proceso de producción. El valor de una máquina, instrumento o edificio, es el valor medido en tiempo de trabajo que ha supuesto su producción. Su vida útil, en términos de valor de cambio, es la suma de valor que va aportando a todos los productos que ha contribuido a producir. Este capital constante ha de recibir el «fermento» de la fuerza de trabajo humana, que cambia el valor de los productos y es causa motriz de la acción de las máquinas, instrumentos, materiales, etc.

La fuerza de trabajo crea un valor en dos partes: una parte consiste en una mera reproducción del propio valor equivalente, y otra consiste en un remanente, un valor creado de más, es decir, la plusvalía (p. 158). La parte constante y la variable del capital social varían de unos momentos a otros, de unas comarcas a otras, y dentro de una formación social dada, de unas ramas de la industria a otras. Pero es incuestionable que ambas partes componen orgánicamente el capital, tanto los capitales individuales como el capital social de una formación. El lazo es orgánico, y no se puede esperar sino que ambas partes vivan juntas y guarden una proporcionalidad inversa cambiante. El proceso histórico entero de la economía política capitalista podría describirse como el relato de esta cambiante proporción entre c (capital constante) y v (capital variable), sabiendo por lo demás que todo curso de industrialización creciente en una formación socieconómica es un proceso de crecimiento de c. Ahora bien, esa c, cada vez más engrosada y ciclópea, ¿de dónde procede? Ella es la cuantía de trabajo humano valorizado (valor-trabajo) y, por así decir, atrapado en las cárceles de su ocultación: maquinaria, fábricas, etc. Trabajo atrapado en medios de producción, con el único fin de producir capital. Por tanto, el verdadero motor que hace que c se desproporcione y haga sombra sobre v es la parte variable del capital mismo, con lo que llegamos a una verdadera relación dialéctica entre las dos partes componentes del capital. De la parte variable del capital, únicamente se obtiene la plusvalía, por medio de valor extra que crea la fuerza de trabajo comprada por el capitalista, forzada a trabajar por más tiempo del que se le paga a cambio de su desempeño. Con el capital variable invertido en fuerza de trabajo, se estruja a ésta y el capital -tanto individual como social- engorda gracias a esta diferencia positiva de valor o aumento. El capital constante invertido en medios de producción es sólo una condición pasiva e inerte para que se produzca tal aumento. La tendencia de la sociedad industrializada del capitalismo, exigente de grandes innovaciones tecnológicas, consiste en ir destinando fracciones importantes de plusvalía al engorde del capital constante, que de unos valores primitivos va ganando terreno en lo que hace a su mayor peso o proporción frente a v. La cuota de plusvalía p/v expresa el grado de explotación de la fuerza de trabajo por el capital (p. 165). Todo trabajo, en efecto, se divide en jornadas, cuyas fracciones horarias son unidades temporales de pago y de producción. Parte de la jornada el obrero se dedica a (re)producir los medios de vida suyos y de su familia. Es la parte que se da en llamar «tiempo de trabajo necesario». La segunda parte, de duración variable según la cuota de plusvalía existente, no (re)produce ese valor de sus medios de vida, sino que produce un valor extra debido a un tiempo excedente de labor que es destinada directamente a los bolsillos del capitalista, en concepto de valor de más (plusvalía). Este hace que el capital inicial que el empresario ha invertido en c y en v aumente y de esa plusvalía recabada en cada ciclo, una fracción se reinvierta en c, haciendo de ella una c crecida o mejorada (c’), y en v, haciendo de ella una v crecida o mejorada (v’), más otra parte de la plusvalía que se destina al lujo, al consumo suntuario (que hace las veces, muy a menudo, de «gasto de representación» de la clase capitalista). El capitalismo es una sucesión cíclica de procesos productivos en sus más diversas ramas, y el objetivo último, tanto de cada capitalista individual, como del resultante social del sistema, es la obtención de plusvalía, la cual no puede darse sin toda una gama de proporciones entre c y v, así como una floración también diversa de cuotas de plusvalía, según la historia contingente y el desigual desarrollo de las distintas ramas de la producción, el nivel técnico, etc.

G) LA CUOTA DE PLUSVALÍA.

La cuota de plusvalía expresa siempre una presión sobre el obrero, y la tendencia, digamos, natural del capitalismo (implícita en su misma esencia) consiste en incrementar al máximo esa presión. Las barreras que una historia de lucha sindical impone obligan al capital a presionar (a invertir) sobre el otro elemento orgánico del capital, el capital constante. Mejorado éste, y dotado de mayor valor dentro de cada capital individual, aumenta la «productividad» incluso en condiciones de altos salarios, pero éstos sólo se pagan a una restringida porción de la población obrera. En los últimos tiempos (años 80 en adelante), en plena orgía «neoliberal», del mundo desarrollado (léase, con una c social de muy alto valor, gigantesca) la clase burguesa ha logrado dinamitar las tradicionales defensas de la clase obrera. La agonía del capitalismo solo se prolonga a costa de la agonía de la clase obrera, rizando el rizo de la explotación. Fue entonces cuando los teóricos de la «sociedad del ocio» y los utopistas de la tecnología, ignoraron (léase, ocultaron) la raíz misma de la explotación y la esencia del capitalismo. Imaginando un mundo lleno de máquinas y robots que puedan hacer los trabajos pesados, convierten las historias de ciencia-ficción en simples cuentos para niños, obviando que la dinámica de nuestro mundo es la dinámica del capitalismo, y que éste sólo puede vivir acrecentando capital. Esto se logra solamente por una vía: explotando la fuerza viva del trabajo. Como ha escrito Marx:

«…y el capital no tiene más que un instinto vital: el instinto de acrecentarse, de crear plusvalía, de absorber con su parte constante, los medios de producción, la mayor masa posible de trabajo excedente. El capital es trabajo muerto que no sale alimentarse, como los vampiros, más que chupando trabajo vivo, y que vive más cuanto más trabajo vivo chupa.» (p. 179).

Una sociedad que invirtiera la mayor parte de sus recursos en la mera conservación de c, y se conformara con una explotación nula de la fuerza de trabajo (o tendencialmente orientada hacia ese valor cero), no podrá ser calificada de capitalista y haría que la fórmula de composición orgánica del capital (K=c+v+p) dejara de funcionar. Sería ya una sociedad -en parte- comunista, posible con un nivel técnico suficiente, al menos semejante al que ya ha acumulado el capitalismo actual. Una sociedad no necesitada de incentivos continuos para la innovación. En el capitalismo, en cambio, hay una fluidez -propia de la dialéctica- continua entre c y v en cuanto a proporciones cambiantes y mutuamente implicadas en cada negocio, rama y formación social. Sucesivamente, la presión que la clase capitalista ejerce en tecnología o en explotación laboral va tomando periodos cada vez más cortos y frenéticos en cuanto al ritmo. Ora sobre c, ora sobre v, y de nuevo sobre c, y así continuamente. Los límites absolutos se hallan exclusivamente del lado de v. La jornada de trabajo presenta un limite natural que tiene que ver, ante todo, con la extenuación de la propia vida orgánica del obrero. En tal sentido, la división internacional del trabajo, la deslocalización de las industrias multinacionales, y la búsqueda incesante de poblaciones obreras del mundo sumisas y débiles (por las más diversas razones) hace que los niveles máximos de explotación del obrero estén realizándose a nivel mundial, sin trabas en muchos casos, por más que la perspectiva eurocéntrica de tantos «marxistas» les haya convertido a éstos -fácilmente- en reformistas y en «progresistas». Pero lo cierto es que hoy nos encontramos en esta situación global de ultraexplotación. La gran masa de valor invertido en forma c en el mundo desarrollado» fue buscando, a lo largo del siglo XX, nuevas formas de absorción de trabajo, en mercados laborales apetecibles, indefensos, sin tradición sindical. Débiles por razones de rápida aculturación en su devenir desde un modo indígena de subsistencia hasta su violenta incorporación al modo de producción capitalista. El capital excedentario de las metrópolis hubo de exportarse. La industrialización de las antiguas colonias y de los países periféricos fue condición de las altísimas cuotas de plusvalía, ya impensables en la metrópoli. Y su desarrollismo monstruoso fue posible por una doble combinación que es la base del hoy llamado «tercer mundo»:

1) Plusvalía fugitiva que anhela volver cuanto antes a su matriz, a su lugar de procedencia cuando todavía no era capital acrecentado, la metrópoli. 2) Disgregación de las clases obreras locales, aún no pertrechadas con estrategias defensivas viables, debilidad o corrupción de los sindicatos locales, ausencia de burguesías nativas significativas que, al recibir su parte de plusvalía, puedan reinvertirla localmente y así contribuir a un desarrollo capitalista endógeno de la formación social periférica.

Hoy en día, frente a este panorama, la deslocalización del primer mundo ya no es aquella simple exportación de capitales y recepción pasiva de plusvalías que la metrópoli disfruta gracias a sus inversiones transatlánticas con las que la propia clase obrera europea, poniendo su cazo en calidad de perceptora subsidiaria jugó a subirse a la clase media. La clase obrera de la metrópoli ya es invitada, aquí, allá y acullá, a disolverse como clase, a morirse socialmente, a desaparecer bajo ciertas envolturas extraeonómicas, que llamamos así por sus propias notas de pasividad: jubilación, subsidio crónico, rentismo. La deslocalización de las empresas de la metrópoli no es una simple exportación (o huida) del capital hacia los paradisíacos mercados laborales de otras latitudes. Más que eso, consiste en una maniobra de deslegitimación objetiva de la resistencia obrera clásica, y de sus modos tradicionales de defensa, que el capital necesita emprender con urgencia. Porque el capital, al necesitar su aligeramiento como capital productivo de la metrópoli, sólo conseguirá hacerlo si reaparece en otros países en donde la lucha de clases se agudizará, al tiempo que languidece relativamente en la metrópoli. El capital constante de la metrópoli necesita ser más ligero, se inventa sus propias alas migratorias. Ya no puede absorber trabajo al nivel ni al ritmo exigido por el imperativo capitalista de acrecentar sin cesar. Las alas aparecen en cuanto que las antenas de las multinacionales detectan en países lejanos la sustancia viva a la cual absorber con facilidad y eficiencia. Las descripciones que Marx traza, para nuestro horror, siendo como son muy austeras y precisas, sobre la jornada de trabajo (Cap. VIII), cobran plena actualidad al fijar la más elemental atención en la situación del trabajo en todos estos países periféricos que hacen las veces de minas apetitosas de plusvalía. Las barreras físicas y morales que puede tener la jornada de trabajo son allí más fácilmente demolidas, y el obrero deformado, castrado en su humanidad al robársele sus más elementales atributos, reaparece con fuerza. Vuelven esas notas hirientes a escena, a veces, lindantes con las propias de la esclavitud. Altas tasas de natalidad, junto con el adiestramiento en las molicies y el desarraigo que ya suponen una historia previa de emigración del campo a la urbe, hacen que esa masa de «ganado humano» pueda ser «estrujada» al mayor rendimiento exigido y en el menor tiempo posibles (p. 209). Esa abundancia de oferta de manos y la ausencia de historia proletaria crean los contextos típicos de nuevas acumulaciones que, al igual que la acumulación originaria europea, se entremezclan con violencias y coacciones extraeconómicas. Sólo con estos planteamientos marxistas se pueden explicar toda su bestialidad y con sus patologías horribles. Hoy el obrero vuelve a ser explotado incluso a costa de reducir su ciclo de vida gracias a la mera baratura del coste de su reposición. Y tras la explotación in situ de los indígenas, se incrementa la llamada hacia esa misma fuerza laboral que, fugitiva del infierno de la ultraexplotación, se recluta para tapar los huecos dejados en la producción y los servicios de la metrópoli capitalista. El «comercio regularizado, este tráfico de carne humana» (p. 210) tiene lugar de nuevo, tal y como Marx conoció en el siglo XIX. La carne humana, nuevamente, se trajo al corazón mismo del paraíso de la «calidad de vida» para así poder conservarla y aumentarla. Y «paquetes humanos se facturaron, provistos de etiquetas como fardos de mercancías…» (ibídem). Todos estos horrores se repiten al comenzar el siglo XXI, agravados en cantidad (afectan a muchos millones más de personas en todo el mundo) y en diversidad de formas. A la movilización forzosa y compraventa de niños, por ejemplo, se unen su prostitución universalizada, y el tráfico transcontinental, legal e ilegal, de los mismos. El tráfico de órganos, p.e., se ceba especialmente en ellos. El comercio de seres humanos localiza con celeridad las canteras de mujeres jóvenes en apuros. Las «mafias» encargadas del tráfico de emigrantes imitan a los estados, cuyo aparato, mafia de todas las mafias es modélico en la percepción de ingresos por dicho comercio, establecimiento de cuotas, organización de contingentes, el control de los precios de la fuerza de trabajo requerida «a la carta», no sólo por oficios y cualificaciones, sino también por colores de piel y acentos en el habla.

H) SOBRE LA COMPOSICIÓN ORGÁNICA DEL CAPITAL.

La llamada «composición orgánica del capital», K= c + v + p, es una fórmula que encierra realmente las relaciones fluidas y dadas en múltiples planos a partir de procesos históricos. Así, el capital K tiene un origen histórico al ser «puesto de mando sobre el trabajo» (p. 248). El plano del «poder» en el que el capitalista «con ojos de Argos» inspecciona y regimienta el trabajo con mayor eficacia que en otros sistemas anteriores de trabajos forzados (ibídem), es un asunto claramente señalado por Marx. Pero, además de ese nivel meramente etológico y político, fundado en conceptos como los de «poder» y «coacción», ha de tomarse en cuenta el plano jurídico, que dota de unas formas históricas específicas a todas esas conductas que crean relaciones asimétricas entre seres humanos: «la simple transformación del dinero en factores materiales del proceso de producción, en medios de producción, transforma a éstos en títulos jurídicos y en títulos de fuerza que dan a quien los posee derecho a reclamar de los demás trabajo y plusvalía». (p. 248). El derecho sanciona una ya dada relación de poder, quizá extrajurídica cuando se presentó en su forma previa, pero investido después de unas formas articulables («armonizables» desde el punto de vista de los juristas). La propiedad sobre los bienes será la ficción generalizable al mismo concepto de tiempo. Hay una propiedad sobre el tiempo: el tiempo de trabajo desempeñado por otras personas. Algo comprable y vendible, algo enajenable tan sólo desde la estúpida mentalidad jurídica. Pero esa estupidez es necesaria, y por tanto, real para el ordenamiento formal del capitalismo. El dueño de la producción es titular jurídico de los medios de producción. En cuanto que estos no vienen del obrero, pues se les ha separado históricamente de él, los medios de producción son prolongaciones del capitalista, son la cosificación de una parte de su alma de capital. Al absorber el trabajo vivo que procede del obrero, cobran una vida que, de suyo, no tenían, como los vampiros según dice Marx. En realidad, los medios de producción (c) son instrumentos del capital para abalanzarse sobre el trabajo y poder así estrujarle, pues el trabajo es la única fuente del valor extra.

La plusvalía absoluta se produce por medio de una prolongación de la jornada de trabajo (p. 252) y el aumento de ella suele darse con un mantenimiento a unos niveles constantes de c, esto es, en las condiciones instrumentales estables y con los métodos invariados de trabajo. Cuando la capacidad productiva mejora por razones técnicas, cosa que ha ocurrido incesantemente en las sucesivas ramas industriales desde el siglo XVIII, la presión que el capital ejerce sobre la jornada de trabajo puede relajarse un tanto por esta vía, al menos en aquellas ramas productivas en las que la revolución técnica ha penetrado ampliamente. En rigor, el capital compensa la resistencia obrera y la propia resistencia natural del cuerpo humano con una búsqueda de nuevas fuentes de plusvalía, esta vez plusvalía relativa: «…una cantidad más pequeña de trabajo adquiere potencia suficiente para producir una cantidad mayor de valores de uso» (p. 252).

La intensificación de la capacidad productiva del trabajo repercute sobre el valor de la fuerza de trabajo. Esta fuerza es una mercancía que se mide o contrabalancea por el conjunto de medios de vida que precisa el obrero para reponer sus fuerzas. Como quiera que el valor de las mercancías disminuye a medida que aumenta la productividad, el valor de aquella parte de las mercancías que precisa el obrero también decae. «Por eso es afán inmanente y tendencia constante del capital reforzar la productividad del trabajo, para de este modo abaratar las mercancías, y con ellas los obreros»(p. 257). Una de las contradicciones del sistema capitalista reside en ese afán por producir más y más barato, que desemboca de forma ineluctable en producir mercancías menos valiosas.

La introducción de mejoras en las condiciones de productividad, el aumento de ésta y la desproporción aumentada de c en detrimento de v es la vía para producir plusvalía relativa. La parte de la jornada laboral en que el obrero produce para sí mismo es entonces menor con cada nueva mejora, aumentando la parte en que trabaja gratis para el capitalista, incluso manteniendo intocados los límites de jornada laboral, cuando la ley marca con nitidez ese límite, y esa ley se cumple, entran en acción todos los métodos productivos de detección de plusvalías relativas, al abaratarse cada vez más los medios de vida diariamente requeridos por los trabajadores.

La sociedad capitalista crea cada vez más valor en términos absolutos, y de ese valor acumulado socialmente, el capital social engorda por la parte de plusvalía que se produce, también mayor cada vez. Pero en términos relativos la tendencia es justamente de signo contrario. La producción de un número cada vez mayor de mercancías, y la explotación de un número cada vez mayor de obreros desemboca necesariamente en una capacidad cada vez menor de acumular la plusvalía «esperada». La producción de mercancías día a día más baratas inunda los mercados, y esta masa ingente de fruslerías y cachivaches, aun con precios bajos, termina estrellándose contra los enemigos mortales de la competitividad inter-capitalista, los gastos de publicidad y otras dificultades inherentes al consumo, en definitiva, enfrentándose a una crisis por sobreproducción, y la consiguiente falta de realización de la plusvalía. Las mercancías, aun manteniendo (altos) sus precios de mercado por recurso a ciertas trampas y artificios, objetivamente valen menos como consecuencia de haber sido producida en serie con métodos perfeccionados y con planteamientos empresariales típicos de la producción relativa de plusvalía. La misma mercancía-trabajo, como consecuencia de tales métodos productivos, se ve afectada por esa minusvaloración creciente, ya que el obrero produce más en menos tiempo y sin embargo su hora de trabajo intensificada cada vez tiene menos valor de cambio. He aquí el carácter intrínsecamente contradictorio del capitalismo. El régimen capitalista de producción va creando estratos o niveles cada vez mayores de valor en la sociedad. Estos niveles, desde luego, están muy desigualmente repartidos entre los individuos y clases que forman la totalidad social. La plusvalía no realizada no puede estancarse más allá de un límite en forma de tesoros y lujos suntuarios so pena de minar definitivamente los «cimientos dinámicos» del sistema mismo, que exige que al menos una parte significativa de tales bases acumuladas se «reinvierta», esto es, se arroje de nuevo al proceso de producción (de valor). Lo hace en forma de nuevos capitales productivos individuales, redistribuidos en inversores múltiplemente combinados entre sí, o bien en forma de viejos capitales productivos más grandes, o quizá colosales. Pese a todo, este régimen necesita vías de escape: despilfarro higiénico de plusvalías que, sólo secundariamente, toman funciones político-ideológicas, como «gastos de representación», «estado del bienestar», «protección de la cultura» y demás buenas causas, tan buenas que permiten al capitalismo sobrevivir achicando en su bote el exceso de valor extra sacado del jugo del trabajo humano. Por lo demás, el dominio de la clase capitalista como un todo se traduce en un peso desproporcionado a favor de la parte «muerta» del capital c sobre la parte «viva» v que, desde sus inicios, por la lógica interna del sistema, siempre ha sido subsidiaria de aquella. El valor atrapado en cosas inertes en las fases pasadas, ejerce su dominio sobre la fuente de valor que, nada más producirse, ya pasa a engrosar el reino de los valores muertos o prisioneros en mercancías, cosificados.