El gobierno de Lula ha sido blanco de muchas críticas y elogios, de derecha e izquierda, contradictorios entre sí, de forma alternada y, a veces, simultánea. La acerba virulencia con que critica la derecha, y los medios monopólicos de comunicación de masas en los que la hace, provocan tanto una defensa exacerbada de quien la […]
El gobierno de Lula ha sido blanco de muchas críticas y elogios, de derecha e izquierda, contradictorios entre sí, de forma alternada y, a veces, simultánea. La acerba virulencia con que critica la derecha, y los medios monopólicos de comunicación de masas en los que la hace, provocan tanto una defensa exacerbada de quien la recibe, como la impresión de que las posiciones críticas son compartidas por mucha gente en la sociedad.
Pero las encuestas de opinión muestran cada vez más la espléndida soledad en que se hallan los Frías, los Marinhos, los Civitas, los Mesquitas y sus comisionados. Siguen definiendo neuróticamente la pauta de lo que debería ser el país. Tomemos los últimos años y la historia sería la de una cadena de escándalos del gobierno, no menos de 10, escándalos que primero duraban meses, después, semanas, y aun otras se anuncian y mueren al nacer. Son decadentes, aunque se aferran a sus venenos, como bichos pegados a la pared, desesperados por su impotencia. Todo termina en una crispada cuenta atrás de las elecciones de 2010.
Sus críticas son, prototípicamente, las de la derecha, las mismas que comparten con el bloque tucano-pefelista (1): menos Estado (lo que no significa, para ellos, menos financiación pública del sector privado, menos exenciones fiscales, sino menos contrataciones de personal, menos gastos en políticas sociales y menos impuestos); trocar la integración en curso de América Latina y del Sur del mundo, por la tradicional integración sumisa al Norte; nada de regulaciones estatales, ni del mercado de trabajo ni de la política de comunicaciones, ni de la circulación de capitales; en fin, más privatizaciones. Su utopía se realizaba cumplidamente en el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, con quien se identificaban por completo. Apuestan por cualquier candidato que derrote a Lula, o que pueda sacarle votos a quien termine siendo el candidato más fuerte para dar continuidad a la política del actual gobierno.
Prefieren a un neoliberal ortodoxo, como fue Alckmin, y les disgustan ciertos tonos desarrollistas que podría heredar Serra, aun ofreciéndoles éste la garantía de su actual gestión en la prefectura y en el gobierno del estado de Sao Paulo, una gestión que no deja de atender puntualmente a todas las demandas procedentes del gran empresariado, que está de acuerdo con seguir las privatizaciones y empeñada en disminuir el tamaño del Estado, en bajar impuestos, en favorecer a las inversiones de blanqueo, en librar de estorbos el camino de la especulación financiera.
Es fundamental percatarse cabalmente esas posiciones, a fin de que las críticas procedentes de la izquierda no se confundan con ellas: porque las unas son absolutamente contradictorias con las otras. Mencionaré un caso de confusión entre las dos, de la que se beneficia la derecha: en la discusión sobre la CPMF [impuesto sobre los movimientos financieros, por sus siglas en portugués; T.], en la versión final de la propuesta, de lo que se trataba es precisamente de lo que la izquierda debería reclamar, a saber: un impuesto difícil de ser evadido y pagado por quienes disponen de más recursos, yendo a parar todo lo recaudado a la salud pública.
Todo lo que la derecha no quiere: una tributación que gravita sobre los más ricos, una tributación que éstos no puedan eludir, los ingresos procedentes de la cual se destinan a políticas sociales. Pero el senador del PSOL [partido socialista de izquierda radical; T.] votó en contra, cometiendo un grave error al sumarse a la derecha y contribuyendo a confundir todavía más al cuadro de polarización entre derecha e izquierda.
Hay otros casos, pero éste es el más reciente, y es significativo, porque es muy caro a la derecha: menos impuestos, menos Estado y tratar de trabar las políticas sociales del gobierno, en la esperanza de que eso disminuirá el prestigio del gobierno de Lula y dificultará la elección de su sucesor. Toman al gobierno de Lula por el enemigo fundamental, y no les importa sumarse a la derecha para atacar al gobierno; aceptan la polarización entre gobierno-oposición, y comparten con ésta la voluntad de debilitar como sea al gobierno, conscientes, acaso, de que sin la desaparición del PT no tienen posibilidad alguna.
En lugar de hacer una crítica de izquierda, que apoya lo que el gobierno tiene de izquierda (veremos eso en una futura segunda parte de este artículo), entre otras, su política exterior, su política social, su política cultural, etc., en vez de hacer eso, atacan todo, fiados a la avarienta posibilidad de construir una alternativa de izquierda al PT. Lo que, obvio es decirlo, les relega a la intrascendencia política.
Sería necesario asumir, desde un punto de vista de izquierda, que el gobierno tiene aspectos elogiables y otros condenables. Las simplificaciones caricaturescas traen siempre consigo errores inmensos, ya se trate de excogitar como sea justificaciones de izquierda para la política económica -una verdadera cuadratura del círculo-, o al revés, de condenar sin matices al gobierno como enemigo fundamental de la izquierda, lo que lleva inexorablemente a un frente común con la derecha.
Las ambigüedades del gobierno son numerosas, y el propio Lula afirma que nunca los ricos -y aquí es preciso decir: ante de todo, los banco- nunca ganaron tanto y nunca los pobres mejoraron tanto su vida. Condenable la primera, elogiable la segunda. Una no es condición de posibilidad de la otra; al contrario, cuanto más gana el peor capital posible -el que no crea bienes ni empleos, el que chantajea con amenazas de provocar crisis con fugas de capitales, etc.-, menos recursos hay para impulsar el desarrollo, para crear riqueza, para generar empleo, para aumentar los recursos destinados a poner por obra políticas sociales, etc.
Porque esta es la primera gran crítica que el gobierno merece desde posiciones de izquierda: no rompió con la hegemonía del capital financiero -en su modalidad especulativa-; al contrario, le dio continuidad y consolidó la independencia de hecho del Banco Central, colmada expresión política e institucional de aquella hegemonía. Los intereses remuneran al capital financiero, de la misma forma que los beneficios, al capital productivo, y los salarios, a la fuerza de trabajo.
Mantener las tasas de interés más altas del mundo, atrayendo el peor tipo de capital; no gravarles fiscalmente, a fin de que puedan circular libremente dentro y fuera del país; dar autonomía, a fin de que su representación directa en el gobierno defina una variable fundamental para la economía del país, una variable fundamental también para los recursos destinados a políticas sociales, todo eso es un yerro disparatado que tiene que ser reiteradamente criticado por la izquierda. Pero como una izquierda políticamente seria, no meramente crítica y dogmática, porque es preciso presentar alternativas, unas alternativas que existen: porque de lo que se trata es de volver a centrar la economía en las inversiones productivas, en las políticas sociales y en la creación de empleo.
Otro aspecto que merece una crítica de izquierda es la alianza con el gran capital exportador, señaladamente el agronegocio: por la forma de explotación de la tierra, por su carácter monopólico, por la utilización de transgénicos, porque se vuelcan a la exportación de un producto como la soja, cargado de consecuencias negativas. Es, asimismo, de criticar que esa alianza está inequívocamente en la base del descuido negligente de lo que, en cambio, debería ser central para un gobierno de izquierda: la economía familiar y la seguridad alimentaria. Y todo eso por no hablar de los avances, a todas luces insuficientes, de la reforma agraria.
Un tercer aspecto capital de la política de este gobierno que debe ser objeto de una crítica de izquierda es su negativa a caracterizar a los EEUU como cabeza de un imperialismo mundial causante de graves daños a la humanidad toda, empezando por las «guerras infinitas». El Brasil no puede relacionarse con Estados Unidos como sí fuese sólo un país rico; tiene que tener en cuenta que es la cabeza del bloque imperialista que, se mire desde donde se mire -económica, financiero, tecnológica, político, militar, ideológica o mediáticamente-, representa lo peor del mundo de hoy, por carga con la responsabilidad de la concentración de la renta, de las políticas de libre comercio, de la miseria, de la degradación ambiental, de las guerras, de la especulación financiera, de los monopolios mediáticos, de la falsaria propaganda de un estilo de vida mercantilista, etc. etc. No tomar al imperialismo como referencia central en el mundo de hoy, lleva a cometer graves errores y a correr siempre el riesgo de dejarse llevar por las políticas del imperio.
Podríamos agregar otros aspectos, como la represión y la falta de incentivos públicos a las radios comunitarias, el atraso (si bien ahora con una buena posición en el caso de Rondônia) en la delimitación de las tierras indígenas o la negativa a abrir los archivos de la dictadura.
Esta es la primera parte del artículo, la segunda con los aspectos positivos del gobierno, que deberían ser apoyados e incentivados por la izquierda vendrán la semana que viene, junto con los elogios procedentes de la derecha e incompatibles con los de la izquierda.
NOTA T.: (1) «Tucanos» son los partidarios del PSDB del «socialdemócrata» Cardoso; pefelistas los del partido liberal PFL.
Emir Sader es miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO
Traducción para www.sinpermiso.info : Carlos Abel Suárez
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