Durante las últimas décadas, las que van desde la muerte de Juan Pablo I El breve en circunstancias poco claras, hasta el año en curso, no sé cuántas veces han venido los Papas santos de Roma a visitarnos. Perdí la cuenta y la verdad, no estoy por la labor de perder también el tiempo y […]
Durante las últimas décadas, las que van desde la muerte de Juan Pablo I El breve en circunstancias poco claras, hasta el año en curso, no sé cuántas veces han venido los Papas santos de Roma a visitarnos. Perdí la cuenta y la verdad, no estoy por la labor de perder también el tiempo y el poco entendimiento que me quede. Sé que durante la dictadura franquista y los reinados de los muy católicos Borbones y Austrias españoles sus santidades jamás pisaron la tierra de María Santísima ni el postrero hogar de Santiago Matamoros, ese que llegado a Galicia para hacer un camino, se empeñó con furia en limpiar el suelo patrio de impíos de todas las raleas. Y es que, en ningún sitio como en los reinos peninsulares de España arraigó tanto la multinacional romana. Daba igual que nos visitaran o que no lo hicieran, castellanos, vascos, catalanes, gallegos, andaluces y portugueses estaban dispuestos a batirse donde fuera menester para defender los intereses terrenales y ultraterrenales de los herederos del hombre que abre y cierra las puertas del cielo según le viene en gana.
No había motivo alguno para que vinieran, nosotros se lo ofrecíamos todo sin pedir nada a cambio. ¿Qué sería de la religión católica, del Vaticano, del oropel y la orgía, de los tesoros incalculables sin la gigantesca gesta de los reinos de España cuando se asomaron al otro lado del abismo y ganaron para la causa a los pueblos de América? ¿Se imaginan? En Gran Bretaña se inventaron su propia secta anglicana sometida al poder real; en Alemania y los pueblos centrales de Europa se daban de hostias entre calvinistas, protestantes y católicos, saliendo estos mal parados; en Francia los hugonotes y los revolucionarios dejaron las cosas en su sitio: Quedábamos nosotros, los peninsulares ya que los italianos, divididos en cien ciudades-Estados, estaban más por la labor del comercio puro y duro que por las cosas de la santería. Y España cogió su fusil, con el casco plateado, la ballesta y la biblia, se dispuso a limpiar la casa de gentes con sangres impuras y luego a extender la pureza allá donde sus barcos fueron capaces de llegar. El Imperio español se fue deshaciendo con los años, pero se prolongó en el imperio vaticano, que no es más que una prolongación de aquel. Fue España quien de verdad creó la Iglesia Católica, fue quién le dio extensión geográfica, quien le aportó diplomáticos, ideólogos, guerreros y finanzas, aún a costa de su propia ruina y de hipotecar su futuro durante décadas, hasta hoy mismo. No hay, por tanto, nada más genuinamente español que el Papa Santo de Roma, nada más grato para un español que lo sea de veras que acoger en su seno al fruto de siglos de esfuerzos y heroicidades, a ese hombre bonachón, de aspecto ambidextro que parece estar diciendo a todas horas: «Dejad que los niños se acerquen a mí».
Pero si nosotros dimos a la religión católica la mayor parte de la clientela que todavía le queda, si le proporcionamos el poder internacional que hoy ostenta, si le regalamos a Ignacio de Loyola y a los Jesuitas, si le dimos a Teresa de Jesús y su Carmelo, si les ofrecimos a los Dominicos y los Jerónimos, si les organizamos de manera eficaz la Santa inquisición para imponer la fe y el orden verdaderos; no menos grandeza de espíritu se desprende de la generosidad que la Iglesia Católica demostró para con nosotros al imponernos, como era menester, una enseñanza católica que cortó de raíz cualquier tipo de pensamiento crítico desde la segunda parte del reinado de Carlos I; al permitir que nuestros reyes fuesen tratados como «Sus Católicas Majestades», al dejar que el país entero se encomendase al Corazón de Jesús y, sobre todo, al santificar la magnífica cruzada que encabezada por Francisco Franco Bahamonde y el Cardenal Pla y Deniel nos permitió liberarnos de la hidra marxista y del positivismo ateo que quería transformarnos en algo tan insignificante y anodino como Francia o Alemania. Ya quisieran ellos, envidia cochina, ni prima de riesgo, ni déficit, ni burbujas, aquí estamos protegidos por el Corazón de Jesús, aquí reina María Santísima, aquí vive la Revolución de los Sagrarios, el Opus Dei y Kiko Argüello y su prole. Nadie tema por España, el Papa nos quiere, el Papa nos busca, da igual que se llame Juan Pablo que Ratzinger, que sea polaco, alemán o italiano, España es lo único importante y por eso, cerramos parques para entregárselos a los peregrinos que cantan entusiasmados el Señor hizo en mí maravillas, gloria al Señor; y por eso cerramos, calles, avenidas, movilizamos a la guardia civil, a los municipales y a los armados, a la aviación, a los mozos de Escuadra y a los Gudaris; prohibimos la publicidad de preservativos en los autobuses, habilitamos escuelas públicas para el descanso de los juligans y ponemos todos los medios de comunicación al servicio del hombre que más ha contribuido, gracias a su amistad con Dios, a la libertad de los hombres, pues fue Él, si Él, quien aconsejado por la Paloma Santa, quien acabó con el comunismo soviético, quién dijo a los habitantes de África que no era buena la poligamia, quien dijo a los pobres que la pobreza era el camino más directo hacia la vida eterna, Él, sí, el Gran Inquisidor, que nos visita estos días, con cargo al Erario, para mayor regocijo de nuestros reaccionarios, que son los que más santos y más templos llenos de plata y oro tienen del mundo.
No pidió perdón jamás, ni él ni sus antecesores, por los crímenes de la dictadura a la que dieron sus bendiciones, sigue empeñado en que seamos la reserva espiritual de Occidente. No se preocupen, vela por nosotros, siempre lo hizo. Que le den.
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