La percepción de que los últimos tres gobiernos ecuatorianos han sido incapaces de gestionar eficientemente el país oculta una realidad más profunda y alarmante, la oligarquía que ha manejado y sigue manejando estos gobiernos no actúa por falta de competencia, sino por intereses deliberados y calculados. Lejos de tratarse de un problema de ineficacia o de errores administrativos, el debilitamiento del Estado y la falta de inversión en servicios públicos reflejan una estrategia intencionada, cuyo objetivo es deteriorar la imagen de lo público. Esta estrategia busca que el pueblo pierda confianza en lo publico, de manera que vea la privatización como la única solución viable a sus problemas.
Este enfoque, frecuentemente defendido bajo el argumento de «achicar» un supuesto «Estado obeso», persigue en realidad reducir al mínimo el rol del Estado en áreas esenciales como educación, salud, seguridad y bienestar social. La intención es desmantelar el aparato estatal al punto de que sea incapaz de responder a las necesidades básicas de la ciudadanía. Así, los ciudadanos quedan a merced de intereses privados, que buscan lucrar a costa de servicios que históricamente han sido responsabilidad del Estado y derechos de la ciudadanía. Estos gobiernos oligárquicos no son «incapaces»; saben bien lo que hacen: promueven activamente la desconfianza en lo público y alimentan la creencia de que el sector privado, y no el Estado, es el verdadero motor del progreso y la única salida para el país.
En Ecuador, como en gran parte de América Latina, el sector oligárquico ha demostrado un desinterés profundo por fomentar la innovación o el desarrollo económico productivo. Su enfoque radica en actividades de bajo esfuerzo y alta ganancia, tales como la explotación de monopolios (por ejemplo, en la industria bananera), franquicias y los centros comerciales que proliferan en las principales ciudades. Estas actividades no solo benefician a una élite económica, sino que refuerzan un sistema económico que excluye a la mayoría de la población.
Son escasas las iniciativas que realmente contribuyen al crecimiento y bienestar de la sociedad en su conjunto, ya que la oligarquía ecuatoriana no busca invertir en proyectos de desarrollo a largo plazo ni en infraestructura que beneficie a todos. Su interés principal es vivir de los recursos públicos y del trabajo de la gente, acumulando riqueza a partir de la explotación y el saqueo de los recursos naturales que pertenecen al pueblo. La concentración de poder en manos de esta élite no solo frena el avance social y económico, sino que también perpetúa un ciclo de desigualdad y exclusión, consolidando una estructura que impide el desarrollo de un Estado verdaderamente al servicio de la ciudadanía.
Para contrarrestar esta ofensiva, es fundamental que el pueblo ecuatoriano tome conciencia de su poder colectivo y lo active mediante la participación en todos los aspectos de la vida pública. Solo una acción organizada y disciplinada de las masas permitirá que la ciudadanía recupere la fe en lo público y logre una auténtica victoria sobre los intereses privados que buscan debilitar el Estado. El principio fundamental de que «la voluntad del pueblo es el fundamento de la autoridad del gobierno» no debe quedar como un ideal lejano, sino que debe convertirse en una fuerza movilizadora para fortalecer los procesos organizativos y asegurar que el Estado responda realmente a las necesidades de su gente.
Este proceso de transformación exige asumir una actitud de resistencia y lucha, similar a la de los cimarrones, aquellos rebeldes afrodescendientes que, en tiempos de esclavitud, se liberaron del yugo opresor y defendieron con firmeza su libertad y sus derechos. Ser «cimarrones» en el contexto actual implica no solo oponerse a la privatización, sino también trabajar por la construcción de un futuro en el que el Estado cumpla su rol como garante de justicia, igualdad y bienestar. Esto supone un esfuerzo colectivo por un Estado que no sea un mero instrumento de la oligarquía, sino una institución al servicio del bien común.
El pueblo ecuatoriano, al reclamar su derecho a una vida digna, tiene la oportunidad de convertirse en el verdadero poder detrás del gobierno. Esto implica promover un Estado fuerte y justo, capaz de brindar oportunidades a todos los sectores de la sociedad, en lugar de perpetuar privilegios para unos pocos. La lucha por un Estado inclusivo y solidario demanda el compromiso activo de cada ciudadano, tanto en la organización social como en la vigilancia constante de sus representantes.
Es momento de asumir este desafío con la valentía de quienes luchan por la dignidad y el bienestar de su comunidad. Un pueblo consciente y participativo puede no solo resistir las políticas que intentan fragmentar al Estado, sino también construir una sociedad en la que los derechos de todos sean respetados y promovidos, reafirmando que el gobierno, en última instancia, debe estar al servicio de la mayoría y no de intereses minoritarios.
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