En el pasado lo hacían a hurtadillas. Como quien ha cometido una falta. Perseguidos tal vez por esa señora implacable que es la conciencia. Pero ahora les cuesta ocultar sus prendas. Requieren de un aeropuerto exclusivo para apacentar sus aviones privados, una seguridad marítima de miles de millas náuticas para sus yates y todo un […]
En el pasado lo hacían a hurtadillas. Como quien ha cometido una falta. Perseguidos tal vez por esa señora implacable que es la conciencia. Pero ahora les cuesta ocultar sus prendas. Requieren de un aeropuerto exclusivo para apacentar sus aviones privados, una seguridad marítima de miles de millas náuticas para sus yates y todo un territorio para los desplazamientos entre comidas y espacio de siesta para la parentela. Es decir, se requiere de todo un país con presidente, ministros y fuerzas armadas incluidos que les brinden seguridad y buen cobijo. Por eso hay que declarar el Estado de Sitio en la zona y enclaustrar la miseria por tres días. Porque además de vigilancia se requiere de ahuyentar el mal aspecto a objeto de privilegiar las buenas condiciones que garanticen el éxito del cónclave.
Eran apenas unas decenas de magnates dueños de América Latina que se dieron cita por estos días en Cartagena, que ahora trastean a sus familias (unas 250 personas) y para pasar inadvertidos son presentados en las revistas del corazón (que hoy día lo son todas) como un certamen de «Padres e hijos». Es la familia modelo del continente.
Mientras tanto, «el chino» no entiende porque no puede trabajar esos días en la zona amurallada de la ciudad como lo hace buena parte del año. Rodeado por cinco agentes de la policía y un oficial dirige sus ojos rasgados en todas las direcciones tratando de entender lo que le gritan de manera simultánea los representantes de la autoridad. «Son unos señores muy importantes que reservaron con 15 días de anticipación casi todos los hoteles y que no quieren ser molestados», dice el teniente. El subalterno lo secunda: «La alcaldesa ha hecho un gran esfuerzo para traer a esa gente que le da lustre e importancia a la ciudad». «El chino», que atiende en simultánea las imprecaciones vuelve sus tiritas de ojos hacia su aspecto cuando un tercero le dice: «Y tu no te vas a tirar el operativo, solo por que tienes que revender esas pendejadas para irte luego a meter bazuco».
«El chino» en realidad es un indígena, que bajó de la sierra nevada de Santa Marta a buscar mejor vida y terminó de vendedor ambulante en la zona turística de Cartagena. Es de baja estatura, y aunque no es de piel amarilla, pues su epidermis es cobriza, sus ojos achinados le proporcionaron el seudónimo con el cual se ha hecho estimar de los celadores, vendedores de lotería, conductores de carruajes, reducidores de artesanías y de centenares de trabajadores que con su labor no remunerada hacen del «corralito de piedra» un paraíso para el descanso y el boato.
La gente los mira de lejos y compite por identificarlos. El público sabe más de ellos que de los libertadores de la República. Los periodistas gráficos y de la televisión se dan un manjar tratando de lograr las mejores placas e imágenes para las portadas y adornar los noticieros. De ellos se seguirá hablando por la moda que impusieron a su paso, el restaurante visitado, el plato pedido, la mesa ocupada, la marca de agua escogida, el papel higiénico utilizado.
Sus nombres son mencionados por orden de chequera y resuenan con más respeto que los héroes de la independencia que expulsaron de esas mismas murallas a los invasores colonialistas. Carlos Slim, Gustavo Cisneros, Paolo Rocca, Federico Braun, Alfredo Román, Andrónico Luksic, Álvaro Saieh, Joao Roberto Marinho, David Feffer, Antonio Moreira Salles, y Stanley Motta, son algunos de los convidados a expensas del anfitrión Julio Mario Santodomingo. En realidad a expensas de todos, porque ellos son tan ricos en razón a que nosotros somos tan pobres. Suman más de 150 mil millones de dólares en sus activos, lo que explica, por qué los negritos de Cartagena, puestos a buen recaudo durante esos días, son tan menesterosos.
Cartagena de Indias, como dijera Héctor Abad Faciolince «en donde el centro se parece a Andalucía y la periferia a Bangladesh», es una metrópoli a orillas del mar Caribe que mejor representa el modelo de «convivencia» creado por estos filibusteros modernos que son recibidos como glorias continentales. Unos metros cuadrados de modernidad amurallada rodeados de kilómetros de hambre y miradas lastimeras.
Se convocaron para estudiar como enfrentar la crisis, dice la prensa. En realidad lo hicieron para dolerse de perder algunos puestos en la lista de Forbes, que, como gran suceso, presenta el escalafón de los dueños del planeta. Por cierto, que la revista no hace distinción entre estos «hombres de empresa» y los jefes del narcotráfico. En la más reciente edición aparece ranqueado el «Chapo» Guzmán; entreverado con los más pudientes. En el pasado también dieron brillo a esa nómina los capos del cartel de Medellín, Pablo Escobar y el clan de los Ochoa. Y es natural, si se revisa con atención como estos «industriales» hicieron su fortuna nada tienen que envidiarle a los métodos criminales de los «narcos». Se me dirá que es una exageración, sólo les recomiendo darle una mirada al libro «Don Julio Mario»que firmara Gerardo Reyes sobre la vida del anfitrión del «magno evento». El mismo autor rastreó la vida económica de algunos de los asistentes al convite y puede leerse en «Los dueños de América Latina». Hay un común denominador en el amasijo de esas fortunas. El pillaje, la trampa, el latrocinio, el desfalco, el cohecho, la depredación, el pago de comisiones, la extorsión, el chantaje, etc. En realidad estos personajes meritorios han agotado todas las figuras del código penal de sus países (nunca ha sido más exacto utilizar la expresión: sus países). El aprovechamiento del Estado en beneficio propio, con todo y que ahora lo desprecien y conspiren contra él. Poniendo y tumbando gobiernos como fichas de ajedrez. Engañando incautos, arruinando a pequeños empresarios, avasallando accionistas minoritarios, lavando activos, contemporizando con las mafias del bajo mundo. En fin, tienen un pecho muy reducido para lucir todas las medallas que han merecido en sus batallas. Por eso nada más fría y precisa para estos líderes ejemplares lo que dijera Bertolt Brecht: «¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?».
Al final «el chino» no pudo entender por qué lo retuvieron 72 horas. «Yo solo quiero hablar con ellos», les gritaba a sus carceleros, tras los barrotes. Un policía de piel aceituna como la de su presa se le acercó al momento de liberarlo y lo amonestó: «¿Y para que querías saludarlos?». «Pues es que me dicen que ellos son los dueños de esto que yo vendo». En ese momento el agente fijó su atención en el cartelito de venta de minutos de celular, el termo del café y las latas de cerveza que colgaban de su cuello.