En este artículo la autora analiza en diferentes ámbitos de la vida brasileña las consecuencias de estos últimos cuatro años de gobierno Bolsonaro.
Durante un cierto tiempo mucha gente trabajó con la idea de que la criatura que hoy está en la presidencia del país era una persona obtusa, incapaz de gobernar. Nada más equivocado. En esos cuatro años puso en marcha todas sus promesas, garantizando prácticamente todos los deseos de la élite dominante. Ya en los primeros días de su gobierno declaró la guerra a los pueblos indígenas, dispuesto a entregar las tierras protegidas a los latifundistas y a los garimpeiros (minería ilegal). A no ser por la histórica capacidad de resistencia y lucha de los indígenas, hace tiempo ya que esos deseos se hubiesen hecho realidad. Aun así, el precio ha sido demasiado alto para las comunidades que siguen viendo como sus hijos son asesinados, violentados o desaparecidos. Aparte del dejar hacer ante las invasiones de tierras y el matonismo contra los pueblos originarios, el gobierno actuó lentamente en el proceso de incendios criminales que afectan a la Amazônia y al Pantanal. Pierden los indígenas, los habitantes de las riberas del río y los pequeños agricultores; gana el agronegocio, que avanza sobre la tierra ajena sin que nadie ponga freno.
En lo que concierne a la salud, el desmantelamiento ha sido dramático. En el combate contra la pandemia, por ejemplo, únicamente respondieron los trabajadores del sistema de salud, que se desplegaron para atender la población, muchas veces incluso sin equipos de seguridad. Según datos de la Organización Mundial de la Salud, murieron 13.600 profesionales de la salud, una de las cifras más altas de todo el mundo. Sin embargo, a pesar de todo, nunca recibieron el más mínimo incentivo o agradecimiento por parte del gobierno. Los hospitales siguen estando infradotados y no consiguen atender a toda la población. En la red básica de salud también es igual. Disminuyen los presupuestos y recortan las atenciones. Pierde la mayoría de la población y ganan los empresarios de la enfermedad, que acaban creando una serie de alternativas de “medicina barata” para los desesperados. Telemedicina y planes de salud de bajo valor, pero de baja cobertura, proliferan en el país, que se aproxima de 700 mil muertos por la covid-19.
En la educación, muchas fueron las bombas de destrucción. Los cambios en la enseñanza media empobrecieron aún más la ya frágil calidad que los estudiantes tenían y acabaron incentivando el abandono escolar. En la enseñanza elemental más de 650 mil niños dejaron la escuela. La escuela pública agoniza sin presupuestos. En lo que concierne a la enseñanza superior el desastre también es grande. Con el sistemático recorte de presupuestos, las universidades no consiguen atender las políticas de permanencia y muchas siquiera consiguen pagar las cuentas básicas. La investigación, la ciencia, el estudio, todo eso es visto con desdén y año tras año los presupuestos se van reduciendo. Pierde la juventud, pierde la ciencia y pierde el país. Pero, no se engañen, eso parece ser muy bueno para las empresas extranjeras, que venden tecnologías escolares, y abre las puertas para la ampliación de la red privada de enseñanza superior, que, exceptuando alguna que otra universidad de existencia histórica, sólo consigue ofertar enseñanza de segunda clase.
En la economía vivimos un drama sin igual si comparamos la situación con las últimas décadas. Gasolina a siete reales, alimentos a precios altísimos. La leche, por ejemplo, pasa de los siete (7) reales el litro. El hambre, que ya había sido erradicada, volvió con fuerza y llegamos de nuevo a 33 millones de hambrientos. Mientras tanto, el comercio, que no acepta no obtener beneficios, empezaron a vender piel de gallina, huesos y hasta las cajas de cartón usadas. Una situación que prácticamente las dos últimas generaciones no habían conocido.
A pesar de todo eso, la población espera pacientemente las elecciones, aunque el presidente lleve un tiempo advirtiendo de que no aceptaría ningún otro resultado que no sea su victoria. La estrategia puesta en marcha empieza por denunciar que el Supremo Tribunal Federal está con Lula, que el Tribunal Superior Electoral está con Lula y que todos juntos van a cometer un fraude en las elecciones que haga vencedor al petista. Insiste en difundir mentiras sobre el sistema electoral y ya movilizó a sus aliados, los generales del Alto Mando. Anunció que no va a parar y tiene un objetivo bien claro: seguir gobernando. De hecho, como el Congreso Nacional fue aliado en estos últimos cuatro años de la destrucción del país, no va a ser ahí dónde encontrará resistencia. No obstante, eso no será suficiente: su base electoral se mantiene entre el 25% y el 30% de la población, con tendencia a aumentar tras su última jugada maestra, garantizar una ayuda para los más pobres, los camioneros y hasta para los taxistas hasta diciembre de este año.
El escenario para los próximos meses es sombrío y se vislumbra una tendencia al aumento de la violencia por motivos políticos, sobre todo en la medida en que el presidente anima a sus apoyadores a hacer lo que sea preciso para eliminar al PT, al que él tilda de comunismo. Nada más lejos de eso, pero la población ha sido sistemáticamente orientada a pensar así, sea por las redes sociales, sea por los medios de comunicación comerciales, que también son aliados del presidente.
La campaña electoral no será una campaña cualquiera. Pero, por otro lado, no se observa ni por parte de los sindicatos, ni de los partidos progresistas(?), movilizarse para enfrentarse a esa avalancha de mentiras y bravatas al estilo de Donald Trump, en quién Bolsonaro se inspira. Mientras eso ocurra, la clase dominante se frotará las manos. ¡Para ella todo va bien!
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora y el traductor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.