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Cuba 2020: A propósito de un Manifiesto polémico

Fuentes: Sin Permiso

He leído un artículo de Néstor Kohan, hablando de un doloroso conflicto entre amigos y amigas a causa de una desavenencia política. El detonante es un Manifiesto firmado por un extenso grupo de intelectuales cubanos.

Entre los muchos firmantes, se encuentran, en efecto, muchos amigos nuestros, míos y también de Néstor Kohan, al que, por cierto, también considero mi amigo a distancia (el Atlántico, de por medio). Néstor ha dudado mucho si publicar lo que piensa al respecto, pero finalmente ha decidido dar rienda suelta a sus impresiones. Creo que yo debo hacer lo mismo. Y aunque no conozco mucho los acontecimientos que han dado lugar al Manifiesto, sí quisiera apuntar algunas consideraciones sobre la respuesta de Néstor. Digamos que se esto debería ser una reflexión interna entre marxistas, una especie que todavía no se  ha extinguido, pese a lo que piensan algunos.

En especial, me ha llamado la atención la forma en la que Kohan cita el Manifiesto: “¿Realización plena de la república democrática y el Estado de Derecho?”, para comentar en seguida,  “Hmmm… O sea que ¿hasta luego queridos V. I. Lenin, Pietr Stucka y Eugeni B. Paschukanis, bienvenido Hans Kelsen? ¿Hasta siempre Karl Marx?”. A mí no me ha parecido nunca que Lenin o Paschukanis tuvieran mucho que ver con lo que Marx tenía en la cabeza respecto a estos temas. Más bien todo lo contrario. Lo que Luis Alegre y yo intentamos demostrar en nuestro libro El orden de El capital (Akal, 2011) es que era posible una lectura republicana de la obra de Marx; que se entendía mucho mejor a este gran pensador si lo insertábamos en el interior de la tradición republicana, en tanto que un defensor radical de la Ilustración.

No pienso que eso suponga “dar la bienvenida a Karl Popper o a Hans Kelsen”, como dice Kohan. Lo que sí que llevo pensando desde hace ya bastantes años es que hay dos tipos de motivos muy diferentes por los que algunos siempre nos hemos considerado marxistas. Y la discrepancia tiene que ver, ante todo, con el tipo de objetivo político que pretendemos. A este respecto, por mi parte, yo no he pretendido nunca ser muy original, porque me creí a pies juntillas eso que decía Kant de que había una meta irrenunciable de cualquier proyecto político: una república en la que los que obedecen la ley son al mismo tiempo colesgiladores, de tal modo que, al obedecer las leyes no se obedecen en verdad más que a sí mismos. Esta república “irrenunciable” no es más que esa sociedad en la que obedecer la ley y ser libre serían una y la misma cosa. Y no me ha parecido nunca mal que semejante meta sea calificada de “estado de derecho”, sobre todo porque es la mejor manera de denunciar hasta qué punto nuestros autoproclamados “estados de derecho”, por ejemplo, europeos, están muy lejos de serlo verdaderamente.

Y es por este motivo, por el hecho de tener algo tan “irrenunciable” que defender, por lo que algunos nos hemos declarado marxistas y radicalmente anticapitalistas. Sencillamente porque estamos convencidos de que esa república irrenunciable es absolutamente incompatible con las condiciones capitalistas de producción. Es una gran estupidez estar contra algo si no tienes algo mejor que defender. Y la verdad, me parece que el ser humano no ha inventado nada mejor que un orden republicano bajo el imperio de la ley y la base de la democracia, ahí donde la ley no es sino la gramática misma de la libertad. Siempre me ha parecido una tontería pretender ser más todavía más inteligente que todo esto, llevando la contraria a Rousseau, Montesquieu, Condorcet, Robespierre o Kant, a la espera de que entre Stalin, Mao y el Ché, tengan una idea más imaginativa o mejor. Lo mismo que siempre me ha parecido una estafa y una inmoralidad, no reconocer a las claras que semejante modelo político no es compatible con la dictadura de los poderes económicos que resulta inevitable bajo el capitalismo.

He pretendido explicar muchas veces por qué esta convicción no es para nada ajena al pensamiento de Marx. Pero sí que es verdad que  no ha sido la predominante en la tradición comunista. No es cuestión de repetir una vez más los mil motivos por lo que creo que se optó por una vía suicida. Dicho muy en resumen: a la humanidad le costó siglos y siglos de reflexión y de esfuerzo político  inventar una maquinaria institucional capaz de levantarnos sobre el suelo religioso  que parecía tan connatural al ser humano. Lo logró, finalmente, la Ilustración, y fue sin duda la idea más grandiosa y más irrenunciable que jamás haya tenido la Humanidad. El mayor disparate y la mayor estupidez que pudo cometer la tradición marxista fue pretender que podía inventar algo mejor que todo eso, creando, en su lugar, un “hombre nuevo”, una especie de atleta moral al que el Derecho y la Ciudadanía le vendrían pequeños. Costó mucho idear una escalera para  hacer posible la ciudadanía. Y si al llegar al final de la escalera, pretendes pasarte de listo dando un paso más arriba, lo que te ocurre es que te caes al suelo. El “hombre nuevo” comunista soviético, o maoísta, (lo mismo que el “fascista”) no supuso más que una recaída en la religión, el adoctrinamiento y el culto a la personalidad. Y la escalera era, ni más menos, que el Derecho. Sencillamente, no se ha inventado ninguna otra cosa, ni mejor ni peor. Y seguro que no se va a inventar.

Dice Néstor Kohan que la ley no es más que la “expresión histórica de una correlación de fuerzas y de poder entre las clases sociales” y “no el demiurgo autosuficiente que, por sí mismo, generaría realidad a partir de la simple deducción lógica de su norma fundamental”. En fin, hay ciertas cosas que sí son irrenunciables como “norma fundamental”, algo así como los  “Derechos del Hombre y del Ciudadano”, o los actuales “derechos humanos”. Si no, pienso que no tendríamos ningún motivo de peso para ser anticapitalistas. Algunos no somos comunistas para ser “camaradas”, “hombres nuevos” o “militantes” del Partido. Tampoco es que tengamos muchas ganas de vivir en un mundo de monjes franciscanos dispuestos a compartir sus zapatillas y su cepillo de dientes. Algunos somos comunistas porque pensamos que es la única manera de llegar a ser, algún día, “ciudadanos”, es decir, individuos emancipados  que no tengan que pedir permiso a nadie para existir. El capitalismo ha depauperado al ser humano en todos los sentidos, dañando sus nervios antropológicos más elementales. Pero, sobre todo, la mayor objeción contra el capitalismo es haber hecho imposible la realidad de la ciudadanía, haber imposibilitado la condición ciudadana del ser humano. La cosa es bastante simple de diagnosticar: resultó que toda la maquinaria institucional del Estado de Derecho, que había de convertir al ciudadano en protagonista de la sociedad, no funcionaba, sencillamente, no podía funcionar, en una sociedad de clases. El triunfo de la burguesía en las mal llamadas revoluciones burguesas (más bien fueron contrarrevoluciones burguesas que masacraron  el proyecto político de la ciudadanía),  supuso la derrota  del programa político de la Ilustración.

Y, sí, por supuesto, que en una sociedad de clases la ley es el resultado de una correlación de fuerzas. Pero incluso en ese sentido conviene no disparatar regalando el Derecho al enemigo para quedarnos nosotros con la ilegalidad y la violencia revolucionaria. Como dijo un abate del siglo XVI, “entre el fuerte y el débil, la libertad oprime y la ley libera” (lo había dicho ya Platón en el Gorgias). Las luchas populares han logrado gigantescas victorias que han quedado incrustadas legislativamente en las Constituciones y los ordenamientos jurídicos, empezando por la declaración de los derechos humanos, la escuela pública o la sanidad estatal  y terminando por el derecho laboral, los  impuestos progresivos,  o los subsidios de desempleo. En estos tiempos que corren, el desprecio al derecho ya no es patrimonio de la izquierda, sino, más bien, al contrario, del anarcocapitalismo neoliberal. Y desdichadamente no les va demasiado mal en la actual correlación de fuerzas, todo lo contrario. Lo único que faltaba es que las izquierdas “revolucionarias” les dieran la razón.

En vez de repetir tópicos leninistas sobre el Derecho en tanto que instrumento de dominación de la clase dominante, la escolástica marxista debería reflexionar un poco sobre este texto de Marx: “Las leyes no son medidas represivas contra la libertad, lo mismo que la ley de los graves tampoco es una regla represiva contra el movimiento por el hecho de que, aunque por un lado como ley de la gravitación impulsa los eternos movimientos de los cuerpos en el mundo, por el otro, como ley, empero, de la caída, se abate sobre mí si la violo y me empeño en danzar en el aire. Las leyes son, por el contrario, las normas positivas, luminosas, universales, merced a las cuales la libertad ha ganado una existencia impersonal, teórica e independiente del capricho (arbitrio) del individuo. Un código de leyes es la Biblia de la libertad de un pueblo” (Gaceta Renana, nº 132, 12 de mayo de 1842).

En el año 2005 publiqué un librito titulado «Cuba, la Ilustración y el Socialismo» (en La Habana, en España se llamó «Cuba 2005»), y aunque todo ha quedado sin duda muy anticuado, me reafirmo en mi convicción fundamental. Cuba está llamada a convertirse en una brújula para la humanidad, porque tiene un gran reto por delante: demostrar que el socialismo puede ser posible en estado de derecho. O mejor dicho, mucho más radicalmente: que el Estado de derecho sólo es posible bajo condiciones socialistas. Esto es algo que ya estuvo a punto de demostrarse en Europa, en los años sesenta y setenta, bajo el Estado del Bienestar sueco, noruego y alemán, sin duda que bajo  condiciones económicas privilegiadas. No hay más que pensar que Olof Palme, el primer ministro sueco hasta 1986, habría sido considerado hoy en día un político radical de extrema izquierda. El hecho es que fue casualmente o no tan casualmente asesinado. En todo caso, todos los  intentos de lograr algo parecido en los países más pobres fueron masacrados con una violencia brutal, a veces inconcebible. Un socialismo que hiciera posible el sueño democrático de la Ilustración era un ejemplo demasiado inquietante. Sería una inmensa lección, inconmensurable, para el resto de la humanidad. Ese experimento crucial, el más importante y grandioso de la historia universal, la realización de una verdadera república democrática (imposible bajo el capitalismo), fue impedido a sangre y fuego durante todo el siglo XX. Lo que menos podía permitirse es que algún país osara transitar por la vía del socialismo en estado de derecho. No se escatimaron medios para impedirlo, como prueba el rosario de golpes de Estado que jalonaron todo el siglo XX, las invasiones, los bloqueos y los chantajes económicos con los que se castigó a todos los que intentaron ensayar esa posibilidad, que no era otra que la de la una verdadera república democrática, libre de la división de clases que hasta el momento la habían convertido en imposible.

La cosa no ha hecho sino confirmarse en lo que  llevamos de siglo XXI: es absurdo alardear del hallazgo político de la división de poderes, ahí donde el poder no es político, sino económico. Grecia, en 2015, era un Estado de Derecho y una democracia en la que había ganado la izquierda y el pueblo había votado en un referéndum para no aceptar el chantaje del Eurogrupo. Pero los golpes de Estado ya no necesitan ahora de tanques, como declaró el ministro Yanis Varoufakis, momentos después de tener que presentar su dimisión.

Se trata de demostrar al mundo la compatibilidad entre socialismo y democracia. Este reto que Cuba tiene por delante, seamos conscientes de ello, es absolutamente desproporcionado. Todo el siglo XX fracasó en el intento de llevarlo a término (o mucho mejor dicho, todos los intentos de lograrlo fueron derrotados con una violencia brutal).  Sin embargo, en Cuba se dan ahora algunas circunstancias que también tienen algo de milagrosas o, al menos, de inéditas. En pocos sitios como en Cuba, podrá encontrarse a una generación tan inteligente  y formada, tan comprometida con el socialismo y, al mismo tiempo, tan convencida de  que el único camino digno por el que merece la pena apostar es el de un orden republicano democrático  estable y socialista, capaz de garantizar los derechos individuales, la división de poderes  y la libertad de expresión. Lo que estos muchachos tienen en sus manos no es el futuro de su país, sino la brújula que podría orientar a todos los proyectos políticos del planeta. Pues, al fin y al cabo, Kant tenía razón: la idea de un orden republicano en estado de derecho es irrenunciable. Lo único que no podía entender -y que gracias a Marx entendemos bien- es que el capitalismo ha vuelto imposible lo irrenunciable (y, en realidad, a corto plazo ya, la supervivencia ecológica más elemental de este planeta).

Fuente: https://www.sinpermiso.info/textos/republicanismo-y-socialismo-un-debate-global-desde-la-cuba-de-ahora-dossier