Ilusos o malintencionados, no importa -la mejor manera de conocer los abismos del alma sigue siendo la conducta; no el ideal que los individuos pregonan o lo que aseguran de sí mismos-, algunos se empeñan en convencernos de que en el capitalismo la coerción constituye un hecho perecedero, limitado a la «acumulación originaria». Que si […]
Ilusos o malintencionados, no importa -la mejor manera de conocer los abismos del alma sigue siendo la conducta; no el ideal que los individuos pregonan o lo que aseguran de sí mismos-, algunos se empeñan en convencernos de que en el capitalismo la coerción constituye un hecho perecedero, limitado a la «acumulación originaria». Que si el sistema nació chorreando sangre, al decir de Marx, ha remontado para siempre la ruta del látigo, para auxiliarse solo del consenso, el diálogo, la democracia.
¿Por dónde empezar para refutar esas conciencias, apologéticas por cálculo, miedo, cansancio, o entrega al más solvente postor? Ah, por el embrión, la potencia que podría trocarse en acto. Por los niños. Pero es tanta la iniquidad que sufren ellos en este orbe enajenado y enajenante que, sin duda, resulta ímproba la selección de información. Afortunadamente, un reporte de reciente publicación, entrevisto en una estiba de datos -¿azar o causalidad camuflada?-, nos socorre con cifras explayadas como pesadillas:
«Unos 600 millones de niños viven en la pobreza. Y más de 27 mil menores de cinco años mueren al día por causas evitables. Más de 250 millones de infantes desde cinco a 14 años trabajan extensas y agotadoras jornadas laborales. Otros 130 millones no reciben siquiera educación elemental. Aproximadamente seis millones padecen lesiones limitantes causadas por los conflictos bélicos o han fallecido como consecuencia de las guerras. En la actualidad, unos 300 mil menores de 18 años sirven como combatientes (alrededor del 10 por ciento de las fuerzas en armas en el planeta). Según el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), la prostitución y la pornografía infantiles, los llamados niños de la calle y el tráfico de órganos extraídos a infantes engañados o secuestrados y luego asesinados, rebasa con creces las más espeluznantes experiencias…»
Sí, a todas luces lo peor del capitalismo no ha quedado en las dantescas imágenes descritas por Federico Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra. El hecho de que aún hoy, en un mundo que asombra por los avances científicos, miríadas de padres se vean compelidos a vender a sus hijos como máquinas de trabajo no solo niega de plano la idea del progreso lineal, incontrovertible, que unos cuantos continúan proclamando como verdad última, inapelable e inteligible para cualquier mortal, sino que reafirma la esencia brutal de una formación socioeconómica que, en aras de maximizar ganancias, permite, propicia privar a la niñez de su potencial y dignidad, y atentar contra su desarrollo físico y mental.
Que conste: esta situación no resulta privativa de la periferia, del Tercer Mundo, proverbial ámbito de extracción de plusvalía para las transnacionales. En la otrora opulenta y pujante Europa, sumida en la crisis en los últimos años, nada menos que 17 millones de niños indigentes, entre los 80 millones de pobres contabilizados, constituyen un proverbial mentís a los defensores de un sistema cuya principal potencia, EE.UU., no ha logrado -¿lo querrá?- deshacer el entuerto de que unos 400 mil críos se arracimen en menesteres agrícolas, empleando herramientas cortantes y peligrosos pesticidas, bajo el amparo… de la ley.
Por eso, quienes se suman al carro neoliberal, propugnando la liberación y desregulación a ultranza, minimizando el papel del Estado, no obstante la consiguiente agudización del hambre, la miseria, la exclusión, el analfabetismo y otros males, deberán tascar el freno, rumiar el encono ante inobjetables datos como el que sigue: «Cuba es el único país de América Latina y el Caribe que ha eliminado la desnutrición infantil severa, gracias a los esfuerzos del Gobierno para mejorar la alimentación del pueblo, especialmente la de aquellos grupos más vulnerables».
Y advirtamos que el anuncio proviene de Unicef, para que nadie venga a juzgarnos chovinistas o apologistas en otro sentido. Para que nadie piense que, arrimando la brasa a su sardina, uno se aparta siquiera un tantito así del leitmotiv, de la tesis. Insistamos, por si acaso. Se equivocan, manipulan quienes peroran que el capitalismo dejó a un lado el látigo. Porque precisamente el látigo podría ser el símbolo de un cartel imaginario. Un enorme cartel que reza: «¡Cuidado: Niños trabajando!».
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