Si no puedo bailar, no quiero ser parte de tu revolución. (Emma Goldman)
En este artículo planteamos cómo, con la expansión del capitalismo y su obsesión por el crecimiento económico continuo e ilimitado, el mundo de la fiesta fue progresivamente recortado, disciplinado y controlado en aras del imperativo productivista, mercantilizador y consumista. Tal proceso de cercamiento cultural supuso una constante y persistente ofensiva contra las pulsiones dionisíacas ligadas a los ciclos naturales y a las potenciales subversiones populares, al tiempo que reforzó el proyecto de desencantamiento racional del mundo y estimuló la reconversión de la fiesta en una mercancía capitalista más (fiesta domesticada).
Sin embargo, la potencia disolvente, transgresora e imprevisible de la cultura festiva se plasmó en resistencias y efervescencias colectivas que, además de cuestionar ritualmente el orden vigente, dejaron siempre abierta la puerta a la reivindicación política de la alegría festiva como vehículo contestación, emancipación y vida plena (fiesta liberada). Se trataba, metafóricamente, de una especie de lucha entre Dionisios, dios de la fiesta, el éxtasis y la naturaleza desinhibida, y Prometeo, símbolo de la modernidad capitalista, el progreso a toda costa y el antropocentrismo más soberbio.
Es por ello que, en un contexto de crisis civilizatoria y de colapso ecosocial del capitalismo global, ante el cual las alternativas sanadoras del decrecimiento y el buen vivir adquieren cada vez más necesidad y fuerza, se abren oportunidades para una articulación en clave festiva de las diversas propuestas decrecentistas, ecosocialistas, ecofeministas, comunalistas, ecocentristas y gaianas. Una articulación que puede acometerse mediante la defensa del aumento de los días festivos, la resignificación en clave decrecentista (postcapitalista) de la cultura festiva existente, así como a través de la adopción de nuevos rituales o fiestas de alcance global que evidencien que el decrecimiento, como instrumento orientado a propiciar la superación del sistema-mundo capitalista en clave ecocéntrica, no debe interpretarse de manera negativa y apocalíptica, como pretenden los relatos y conceptos legitimadores de capitalismo, sino como una oportunidad para la manifestación altersistémica de la alegría y del goce, para la práctica del juego y la creatividad, para la celebración vibrante de la vida y de lo común. Un buen vivir fraterno frente al precario y limitado bienestar de la sociedad de mercado. O dicho de otro modo, se trata de ayudar a refrenar a un Prometeo ecocida mediante el desencadenamiento ritual de un Dionisios hedonista y liberador.
1. La cultura festiva
La fiesta bien puede ser considerada como un fenómeno universal cultural, una constante antropológica visible en todas las culturas y épocas, una invariable paradójicamente sujeta a continuas transformaciones históricas (Vovelle, 1996; García Pilán, 2021). Hay incluso quien habla de un “gen festivo” (Gil Calvo, 2012), que sería constitutivo del propio proceso de hominización y se hallaría siempre presente como activador de la sociabilidad humana. La fiesta constituye un hecho social y cultural complejo, que al celebrar la vida y la experiencia de comunidad mediante ciclos rituales es capaz de movilizar sentimientos y emociones, así como de aglutinar las más diversas formas de expresión: deporte, juego, arte, comensalidad, sexo, hedonismo, ornamentación, liturgia, éxtasis, danza, exceso, desmadre, espectáculo, literatura, artes escénicas, ceremonia, diversión, cuerpo y espíritu. Un estado especial de catarsis personal y colectiva que transgrede las rutinas cotidianas y genera plenitud y trascendencia. Un tiempo excepcional y carismático, históricamente vinculado a las más diversas expresiones de religiosidad, en que se celebra la naturaleza y la intensidad vital. Un ambiente mágico, cálido, sensual y absorbente, que se despliega como una seducción de todos los sentidos de la persona. Además, las fiestas no solo constituyen un reflejo bastante fiel de las sociedades que las celebran, con sus esperanzas, ilusiones, mitos, divisiones, contradicciones y conflictos, sino que también tienen el poder de generar innovaciones y cambios en aquellas (Hernàndez, Marín y Martínez Tormo, 2022), un aspecto crucial para entender su fuerza performativa.
La fiesta, que bien puede definirse como la “utopía de Dionisios” (Ariño, 1996), se expresa a través de rituales, consistentes en un conjunto de actos redundantes, formales, convencionales y con un final prescrito, que se desarrollan en un espacio y tiempos específicos, por medio de los cuales se celebra algo (Ariño, 1998). Pero sobre todo los rituales son capaces de producir sentido, significado, sacralidad y transcendencia mediante una serie muy amplia de relatos y prácticas que denominamos cultura festiva. Esta constituye un espacio de manifestaciones culturales emanadas de las celebraciones festivas, que incluyen de una manera flexible y dinámica cruces y préstamos entre la cultura popular, el alta cultura, la cultura de masas y la cultura institucional. Así mismo, también combina cultura tradicional y moderna, local y global, sagrado y profano, material e inmaterial, de forma que la cultura festiva posee necesariamente un carácter híbrido y dinámico.
La fiesta es un producto social complejo, paradójico y dialéctico, dentro de la cual es posible descubrir todo aquello que nos revela tensiones y correlaciones entre fuerzas sociales diversas, entre valores dominantes y resistencias colectivas, a la vez que, como ha ocurrido históricamente, los diversos poderes intentan legitimarse instrumentalizando la fiesta para preservar el orden existente del cual son garantes y beneficiarios (Balandier, 1994; Antebi y Pujol, 2008).
A la hora de interpretar la cultura festiva, hay enfoques que subrayan el carácter de las fiestas en clave integradora, de fomento de la cohesión comunitaria y la armonía social. Algunos, incluso, destacan que las fiestas funcionan como mecanismo terapéutico o válvula de seguridad que libera tensiones sociales y regenera la sociedad. Otros enfoques, sin embargo, entienden el campo de la cultura festiva como un espacio de plasmación de conflictos y luchas entre grupos y clases sociales. Por último, hay enfoques que combinan los dos anteriores, destacando que la fiesta, que cambia en función de los contextos históricos-sociales, ha experimentado los impactos de la modernidad capitalista, reformulándose como patrimonio cultural, celebración de la identidad colectiva, objeto de consumo, espectáculo de masas y producto turístico, a la vez que ha conservado su carácter como espacio de resistencia antihegemónica y alternatividad.
2. El control capitalista de la fiesta
La mayor parte de las fiestas de la Antigüedad clásica occidental, vinculadas a los ciclos naturales y a las religiosidades grecolatinas con influencias orientales, se caracterizaban por un importante componente dionisíaco, sensual y orgiástico. Sin embargo, dichas fiestas fueron transformadas y resignificadas por un cristianismo oficial y canónico, que a la par que se deshacía de los cristianismos heterodoxos fue implantando un nuevo calendario festivo, ligado a su propio relato mítico, que se consolidaría y se convertiría en hegemónico durante la Edad Media. Dicho calendario ritual se estructuró a través de unas celebraciones en torno a los diversos hitos institucionalizados de la vida de Jesús, la Virgen María y los santos, que funcionaban como acontecimientos trascendentes que legitimaban los grandes poderes que las organizaban, como la monarquía, la nobleza feudal, la Iglesia o los consejos municipales, con sus mitos y ciclos festivos. Con todo, en la rica cultura festiva tradicional siempre existieron actos, expresiones o ritos de contestación al poder, ligados a la religiosidad popular, proliferando festejos de inversión del orden existente, como el importante ciclo del Carnaval, trufado de múltiples influencias dionisíacas de las antiguas religiones precristianas. Y algo muy similar sucedió, aunque en otros contextos políticos, religiosos y sociales, con las fiestas del resto de civilizaciones, de manera que la fiesta siempre sirvió tanto para legitimar como para cuestionar el poder establecido.
El tiempo festivo era muy respetado, al estar integralmente imbuido de sacralidad e institucionalidad, hasta el punto de que, al menos en la Europa cristiana, entre un cuarto y un tercio de los días del año era festivo, con grados variables de cumplimento en función de si se trataba de fiestas obligatorias de guardar, de medias fiestas, o de celebraciones locales, gremiales o grupales (Narbona, 2017). Pero, como se ha señalado, las fiestas, en cuanto procesos rituales, están en constante transformación y se hallan muy condicionadas por los recelos que suscitan ante el poder. En la sociedad medieval el tiempo festivo del Carnaval popular tenía sentido en oposición a la Cuaresma institucional de la Iglesia, y ambos convivieron, hasta que los temores de la Iglesia a la multitud de herejías aparecidas en la Baja Edad Media determinaron que aquella reprimiera las efervescencias lúdico-festivas en los templos (bailes y cantos), al tiempo que comenzaba a cuestionar y refrenar la heterodoxa religiosidad popular y sus extensiones festivas, especialmente los “excesos” carnavalescos (Ehrenreich, 2008).
A partir del siglo XVI confluyeron, de una parte, la Reforma protestante, hostil ante las festividades y partidaria de sociedades puritanas y austeras, y de otra el temor de las clases dominantes ante las sucesivas revueltas antifeudales, lo que les llevó a dictar prohibiciones contra las prácticas festivas populares y a replegarse en rituales propios realizados en espacios protegidos y elitistas, aislados del contacto con el pueblo. Pensemos que, en no pocas ocasiones, la fiesta desatada, sobre todo en su versión carnavalesca, acabó en violentas revueltas o alzamientos contra los poderosos. Y es que la fiesta, en general, posee siempre un componente de incomodidad, volatilidad e imprevisibilidad que puede dar miedo a los garantes del orden.
Desde el siglo XVIII, la confluencia de la expansión de un capitalismo ligado a las ideas reformistas, de la emergencia y difusión de la Modernidad occidental mediante las ideas de la Ilustración, y de las pugnas de la burguesía por llegar al poder, todavía reforzó más las narrativas y políticas antifestivas, en forma de discursos estigmatizadores, prohibiciones, admoniciones, multas y restricciones de todo tipo. Ello era debido a que desde el poder secular ya se concebía el tiempo de fiesta como un tiempo despilfarrado para el trabajo, la rentabilidad, la producción y la disciplina social, a la vez que favorecedor de la pereza y las actividades consideradas sospechosas, disolventes o subversivas. Tal concepción provocó, especialmente en la Europa protestante y más avanzadamente capitalista, lo que Ehrenreich (2008) denominó una “epidemia de melancolía”, es decir, un ola de depresiones y sufrimiento psíquico entre la población, cada vez más privada de expansiones festivas en nombre del progreso y la razón ilustrados.
Con la llegada de la burguesía al poder político, especialmente durante el siglo XIX, se llevó a cabo una reorganización del calendario festivo de acuerdo con los nuevos valores del capitalismo de mercado (la fiesta como mercancía y favorecedora del negocio mediante el modelo de nuevas ferias comerciales, las exposiciones universales o el incipiente turismo) y la exaltación de la idea de nación, a partir de las nuevas fiestas nacionales creadas por la Revolución Francesa, progresivamente militarizadas. A consecuencia de ello hubo una severa y drástica reducción de la fiesta popular, de manera que se suprimieron numerosas fiestas tradicionales (en España se redujeron las festividades un 34 % entre 1800 y 1931) y se instituyeron nuevas celebraciones modernas (cultura festiva moderna), ligadas a la exaltación de la identidad de los nuevos estados-nación o incluso de la idea de revolución, pero siempre con un sesgo jerárquico y uniformizador de las masas, que alcanzaría su paroxismo más autoritario y totalizador en las celebraciones festivas de los regímenes fascistas y comunistas, ambos implacables ejemplos de capitalismo de estado.
El avance del proceso de secularización, industrialización, turistificación y modernización, sobre todo a partir de los años sesenta del siglo XX, agudizó la destradicionalización festiva (especialmente rural), al mismo tiempo que reforzó las grandes fiestas urbanas y se introdujeron nuevas festividades ligadas a la sociedad comercial de consumo de masas. La propia fiesta devino un bien de consumo singular. Posteriormente, la intensificación del proceso de globalización, con fenómenos como las migraciones transnacionales, el turismo masivo o el impacto de las grandes industrias culturales, fue generando nuevas transformaciones en la cultura festiva contemporánea, haciéndola más diversa, polisémica, compleja y dinámica.
Sin embargo, lo bien cierto es que el decrecimiento de las fiestas se ha practicado intencionadamente en el marco de los valores hegemónicos del sistema capitalista y sus extensiones estatales, valores ligados a una cosmovisión declaradamente crecentista en términos materiales, plasmada en un gigantesco consumo energético, una imparable producción de residuos y una dogmática creencia religiosa en las virtudes del mercado y del progreso tecnológico sin fin. El decrecimiento de las fiestas se ha dado, por un lado, en un sentido cuantitativo, reduciéndose progresivamente el número de fiestas oficiales. Pero se ha producido sobre todo en un sentido cualitativo, inspirado por los postulados del neoliberalismo, bien mercantilizando las fiestas para extraerle su potencial subversivo y transformarlas en simples actividades de ocio, bien dispersando el tiempo festivo entre el tiempo cotidiano, con pequeñas celebraciones segmentadas, tematizadas, liofilizadas, atomizadas, banalizadas y privatizadas (festivales especializados, actividades monitorizadas, días conmemorativos, parties sectoriales, celebraciones comerciales, eventos esponsorizados), que al final vacían de significado el carácter de la fiesta como estado de emergencia, con todas sus posibilidades disruptivas, resignificándolas como entretenimientos civiles. Incluso en el caso del reconocimiento institucional de la excelencia cultural de algunas fiestas, un logro al que no han sido ajenas ciertas luchas populares, parece haberse ido imponiéndose una interesada inmersión de las fiestas en la condición zombi que parece caracterizar al patrimonio cultural (Hernàndez, 2008). A su vez, al menos en Occidente, han crecido los dispositivos de control burocrático-administrativo de la fiesta para mitigar o hacer decrecer sus impulsos dionisíacos, mediante la regulación cada vez más estricta de la ocupación festiva del espacio público, la gestión cultural profesionalizada y la proliferación de exigencias técnicas referidas a la seguridad ciudadana y a la cívica compatibilidad de la fiesta con actividades laborales o el descanso nocturno.
Un nuevo entramado festivo, moderno, consumista y laico, formado por días vacacionales, jornadas de permiso laboral, puentes y fines de semana, tan diferente del calendario tradicional de fiestas religiosas y sus domingos igualmente imbuidos de sentido religioso, compensaría en cuanto a número las fiestas perdidas en los dos últimos siglos, pero sólo en el calendario vivido de las clases medias y altas blancas del Primer Mundo. Pues las poblaciones más precarias de los países ricos soportarían la abusiva y continuada presión del tiempo laboral, propia de la sociedad del cansancio (Han, 2013), mientras la brutal explotación por desposesión impondría su ley en el resto del mundo (Sassen, 2015). De este modo, el tiempo laboral capitalista mantendría su férreo control sobre el tiempo social, embridando preventivamente la peligrosa energía festiva.
3. La fiesta como desafío ritual al sistema
La cultura festiva hace sentir el ámbito público como un espacio vivo en el cual se combinan los elementos históricos, míticos y políticos dentro de un proceso de creciente patrimonialización cultural. Razón por la cual los poderes públicos pugnan para instrumentalizarla, para normalizarla, dirigirla, configurarla y colonizarla, al mismo tiempo que desde las sociabilidades populares se alternan resistencias y consensos, impugnaciones y relaciones clientelistas, propuestas propias y adaptaciones de los programas festivos institucionalizados (Delgado, 2003). Como resultado de estas tensiones la cultura festiva se vuelve cultura híbrida, espacio de pugnas, patrimonio en vibración y prioridad política.
Las fiestas contemporáneas, transformadas en acontecimientos singulares en gran parte autoorganizados, no han perdido su carácter de efervescencias colectivas, de las que habló Durkheim (1993), que celebran aquello que une, la identidad común —en no pocas ocasiones de clase— y la voluntad de preservarla, aunque también revelan y expresan conflictos sistémicos existentes. Emerge así una potente sociabilidad festiva, que si en la época premoderna estaba ligada a las lógicas, vínculos y obligaciones de la sociedad estamental, en la modernidad funciona con la lógica de la libre elección (asociaciones), de forma que se conforman redes y grupos sociales dinámicos y variables que se encuentran dentro del ámbito de la vida cotidiana, proyectándose en el espacio público y apropiándose de este cíclicamente, trastocando con su actividad el tiempo laboral, pero produciendo sentido de comunidad y reforzando el carácter vivo y en permanente transformación de la cultura festiva.
En los últimos decenios, y coincidiendo con la aceleración del proceso de modernización y cambio social, las fiestas populares se han convertido en un fenómeno cultural de gran envergadura, especialmente asociado a la afirmación de las identidades regionales y locales, y ligado a un movimiento de revitalización, en no pocas ocasiones de manera crítica, de la tradición y patrimonialización de la cultura (Boissevain, 1992). La fiesta moderna se constituye, pues, como una celebración reflexiva de la identidad, puerta de acceso a la trascendencia de la propia cotidianidad y emergencia de un tiempo especial para la recuperación del sentido en un contexto social secularizador y destradicionalizador (Ariño y Gómez, 2012). La fiesta es, en este sentido, una puerta de acceso al reencantamiento del mundo frente a la lógica descarnada del capital (Maffesoli, 2009).
De esta manera, en la cultura festiva contemporánea conviven la memoria de la fiesta religiosa tradicional con las fiestas modernas seculares y aquellas recientes que se formulan desde el mercado, la reivindicación patrimonial, el activismo social o las culturas alternativas. En este último sentido merece destacarse que, pese a las limitaciones inherentes a la fiesta oficial, siempre es posible la fiesta alternativa. Todavía más, en toda fiesta subyace un potencial de rebelión irreflexiva y prepolítica que, situado en las antípodas de la servidumbre voluntaria, se alza pasionalmente frente a lo que se percibe como dominación, subyugación o explotación, generando sólidos vínculos entre los dominados, siempre susceptibles de inflamarse y excitarse solidariamente, de ahí la inquietud y desconfianza que siempre inspira a los poderosos. De este modo, la fiesta improductiva, autogestionada, comunal y creativa plantea alternativas frente a la hegemonía de categorías como trabajo, producción, bienes y servicios, consumo, ocio o tiempo libre, categorías constitutivas de la noción usual de “sistema económico”, que actúan como andamiaje básico de la ideología dominante (Naredo, 2022) y refuerzan un capitalismo que camina decididamente hacia el abismo sin estar dispuesto a hacer concesiones (Lordon, 2022).
4. La alegría festiva del decrecimiento
Dicha ideología dominante del capitalismo global, incardinada en una milenaria cosmovisión antropocéntrica y patriarcal (Tafalla, 2022), es la responsable última de la deriva hacia el colapso de la civilización industrial, alimentada por el irresponsable consumo de combustibles fósiles y otros recursos finitos esenciales. Es por ello que las corrientes decrecentistas proliferan y se van abriendo hueco, conquistando legitimidad en un sistema-mundo que se cae a pedazos (Hernàndez, 2015). Sin embargo, la idea de decrecimiento todavía se puede asociar, tanto en la ideología dominante como en la visión de los medios de masas que tanto influyen en la ciudadanía, a un deprimente paisaje de pena, sordidez, austeridad, pobreza, fracaso del progreso y horizonte sombrío. Lo más opuesto a una fiesta, hasta el punto de que los defensores del decrecimiento pueden ser identificados como pesados aguafiestas, una especie de utópicos neopuritanos de la frugalidad y el aburrimiento, ante los cuales no pocos políticos nacional-populistas se yerguen como paladines de la diversión aquí y ahora y la libertad.
Teniendo esto en cuenta, a raíz de una conversación mantenida con Manuel Casal Lodeiro, surgió la consideración de que, junto a las habituales luchas sociales, campañas de concienciación, talleres, movilizaciones, acciones, cursos, publicaciones y debates que se activan desde las múltiples impugnaciones del sistema, especialmente en clave ecosocial, decrecentista o gaiana, podría ser interesante defender y popularizar el decrecimiento o la propuesta de una Gaia orgánica (De Castro, 2019) reivindicando un crecimiento de las fiestas. Y lo haría a modo de semillero lúdico de horizontes alternativos para contribuir a una necesaria reforma intelectual y moral en clave de simbioética (Riechmann, 2022), o como una vía de la simplicidad y vida sencilla (Trainer, 2017) vehiculada desde la esperanza activa (Macy y Johnstone, 2020), evidenciándose así que se puede actuar performativamente desde la alegría festiva ante el colapso ecosocial en curso. De este modo, se podría contribuir al imprescindible cambio mental para poder sacudirse una alienación sistémica que afecta a la propia calidad vital del tiempo humano. Pues, como ha señalado Taibo (2021), la propuesta del decrecimiento en modo alguno tiene un carácter triste y sombrío, sino que puede ayudar a recuperar “una vida social que hemos dejado marchar absorbidos como estamos por la lógica de la producción, del consumo y de la competitividad”, de modo que se pueda fomentar un “ocio no mercantil, no tecnologizado, genuinamente creador, descentralizado, ‘convivencial’” (Taibo, 2021). Ese “ocio creativo” se hallaría presente, de manera muy destacada, en la cultura festiva. Así que, desde esta perspectiva aparentemente paradójica (crecer festivamente para decrecer socioeconómicamente) se formulan seguidamente tres propuestas para intentar que el decrecimiento con perspectiva gaiana pueda ser resignificado —y practicado— en el marco de la cultura festiva. Nos detendremos especialmente en la tercera.
En cuanto a la primera, se trataría de defender el incremento de los días festivos oficiales, tanto en el nivel estatal, como en el regional y local, en la medida que ello supondría más días sustraídos a las obligaciones laborales y liberados para el disfrute comunitario de la fiesta. De este modo se rompería con la tendencia restrictiva hacia las fiestas adoptadas por el sistema, abriendo espacios colaborativos de calidad expresiva y lúdica. La idea sería empezar por el reconocimiento oficial de fechas tan reivindicativas como del Día de la Mujer Trabajadora (8 marzo) y el Día del Orgullo Gay (28 junio), en la estela de la ya consolidada fiesta del Trabajo del 1 de mayo.
La segunda propuesta sería más transversal y de profundo alcance, pues consistiría en la resignificación del calendario festivo ya existente. Así, en el caso de Occidente, la Navidad, el ciclo del Carnaval, la Pascua, los Solsticios y Equinocios, Todos los Santos o las celebraciones patronales, o de comunidades nacionales o regionales, entre otras, verían sus programas de actividades replanteados o ampliados para dar cabida a narrativas, rituales y actos en clave decrecentista o gaiana, en clara conexión con sensibilidades de inequívoca y sincera inspiración ecológica y emancipatoria. Se trataría, en suma, de desafiar las cosmovisiones dominantes en el universo festivo colonizado por el capitalismo para hacer crecer en sus intersticios alternativas festivas, aprovechando sus potencialidades performativas, que se refieren al decir haciendo del ritual.
La tercera propuesta alude, como ya se ha anunciado, a la adopción de nuevos rituales festivos de alcance global que contribuyan a promover el decrecimiento. Para ayudar a romper el hielo del cálculo capitalista que todo lo invade, se trataría de empezar por una primera fiesta de alcance global y fuertes connotaciones decrecentistas, ecológicas y gaianas. Actualmente existen varios “días internacionales o mundiales”, auspiciados y ratificados oficialmente por la Asamblea General de la ONU, que poseen en mayor o menor medida las connotaciones citadas. Es el caso, por orden en el calendario, de los siguientes: Día Mundial de los Humedales, 2 febrero (instituido en 2021), Día Mundial de la Vida Silvestre, 3 marzo (2013); Día Internacional de los Bosques, 21 marzo (2012); Día Mundial del Agua, 22 marzo (1992); Día Internacional de la Madre Tierra, 22 abril (2009); Día Internacional de la Diversidad Biológica, 22 mayo (2000); Día Mundial del Medio Ambiente, 5 junio (1972); Día Mundial de los Océanos, 8 junio (2008); Día Mundial de la Lucha contra la Desertificación y la Sequía, 17 junio (1994),; Día Internacional del Aire Limpio por un Cielo Azul, 7 septiembre (2019); Día Internacional de la Preservación de la Capa de Ozono, 16 septiembre (1994), Día Mundial del Suelo, 5 diciembre (2013); Día Internacional de las Montañas, 11 diciembre (2002). Existen, como vemos, diversos precedentes de cierta voluntad global de celebrar o conmemorar desde una perspectiva verde, pero se trata, en todo caso, de días no festivos, que por lo general se mueven en la órbita de la concienciación mediante campañas institucionales, iniciativas cívicas y académicas, o acciones publicitarias sin contenido festivo explícito. También hay constancia de un Día Mundial del Decrecimiento, que se celebra el 29 octubre, en alusión al crack financiero de 1929, al menos desde 2013, aunque se conmemora en otros casos el 5 de junio, e incluso se están planteando otras fechas. No obstante, se trata de una celebración reivindicativa no oficial, que en principio no parece necesariamente festiva.
De entre todos estos días, la celebración que puede tener posibilidades para convertirse en esa primera fiesta oficial de alcance global, debido a su ya larga trayectoria, consolidación, concepción, alcance y respaldo institucional, es el Día Internacional de la Madre Tierra, una conmemoración oficial proclamada por las Naciones Unidas en 2009, que ya se conmemoraba con anterioridad. En 1969, en una Conferencia de la UNESCO en San Francisco, el activista pacifista John McConnell propuso un día para honrar la Tierra y el concepto de paz, que tendría lugar por primera vez el 21 de marzo de 1970, el primer día de la primavera en el hemisferio norte. Un mes después, el senador de los Estados Unidos Gaylord Nelson y el activista Denis Hayes propusieron la idea de realizar una campaña de enseñanza medioambiental y promover la armonía con la naturaleza a nivel estatal el 22 de abril de 1970, siendo bautizada como “Día de la Tierra”. Con esta conmemoración se trataba de crear una conciencia común de los problemas recién descubiertos de la sobrepoblación, la contaminación, la conservación de la biodiversidad, el calentamiento global y otras preocupaciones ambientales. Un día para rendir homenaje y reconocer a la Tierra como hogar común a proteger, como lo habían expresado distintas culturas a lo largo de la historia, demostrando la interdependencia entre sus muchos ecosistemas y los seres vivos que los habitan. Debe señalarse que esta acción influyó en la convocatoria de la primera conferencia internacional sobre el medio ambiente celebrada en Estocolmo de 1972. El movimiento del Día de la Tierra se hizo global en su 20 aniversario, impulsando la concienciación sobre los temas medioambientales y la necesidad del reciclaje, lo que allanó el camino para la conferencia de las Naciones Unidas de Río de Janeiro en 1992, apodada la «Cumbre de la Tierra», y centrada en el concepto de desarrollo sostenible. Actualmente el Día de la Tierra o Día Internacional de la Madre Tierra está considerado como una de la mayores celebraciones seculares del mundo, orientada a cambiar el comportamiento humano y crear cambios en las políticas globales, nacionales y locales, como afirma la organización Earthday.Org.
Asimismo, en la Resolución 63/278 de la Asamblea General de la ONU (29 abril 2009) que instituye el Día Internacional de la Madre Tierra se expone: “Para alcanzar un justo equilibrio entre las necesidades económicas, sociales y ambientales de las generaciones presentes y futuras, es necesario promover la armonía con la naturaleza y la Tierra”. Además, “se reconoce también que Madre Tierra es una expresión común utilizada para referirse al planeta Tierra en diversos países y regiones, lo que demuestra la interdependencia existente entre los seres humanos, las demás especies vivas y el planeta que todos habitamos.” Por ello en la Resolución se invita “a todos los Estados Miembros, las organizaciones del sistema de las Naciones Unidas, las organizaciones internacionales, regionales y subregionales, la sociedad civil, las organizaciones no gubernamentales y las partes interesadas a observar el Día Internacional de la Madre Tierra y crear conciencia al respecto, según proceda”.
El Día Internacional de la Madre Tierra, que bien podría ser también el Día Mundial de Gaia, podría reconvertirse en una jornada festiva efectiva en los diversos calendarios oficiales de los estados miembros de la ONU, y estar impregnado por los valores decrecentistas, simbioéticos y de comunión con Gaia. Una jornada que estaría precedida de actividades divulgativas y de concienciación en los días previos, si bien lo esencial sería la activación de rituales explícitamente festivos que se expresaran, mediante participación directa de la ciudadanía y de las asociaciones festivas ya existentes, con el lenguaje propio de la fiesta y sus manifestaciones de regocijo, alborozo, júbilo, juerga, bullicio, felicidad, entusiasmo, esparcimiento, fervor y animación. Sería capital que todos los movimientos sociales que luchan por un mundo mejor, más justo, igualitario, sostenible e integrado en Gaia, tanto en su vertiente material como filosófica y espiritual, se implicaran en esta causa concreta, que es inseparable de la defensa del crecimiento de las fiestas. Sólo así las instituciones se verían impulsadas u obligadas a hacerse eco y a oficializar la nueva fiesta, con independencia de que esta pueda ser vivida y significada diversamente por los pueblos del mundo.
En conclusión, se trata tan sólo de una propuesta de ecosofía festiva que intenta poner a la fiesta en primera línea de la lucha político y social por un mundo más allá de una civilización degradada y ecocida, en un contexto en que todo puede ser replanteado, dejando atrás tanto los obsoletos prejuicios productivistas como la perjudicial centralidad moderna del trabajo. Más tiempo sin cadenas y menos cadenas para el tiempo. Quizás pueda costar arrancar, pero una celebración masiva decrecentista y gaiana, pese a que seguramente el capitalismo intentaría banalizarla o integrarla, tiene muchas potencialidades expresivas debido a la transcendencia de las duras circunstancias actuales y futuras. Ciertamente corren tiempos difíciles y críticos, en el cual proliferan y convergen múltiples derrumbes y transformaciones de la consciencia colectiva, pero lo cierto es que el tiempo de fiesta ha acompañado siempre a las sociedades humanas en la travesía de sus más profundas crisis históricas, precisamente para digerirlas mejor y fomentar la transgresión, la resiliencia, la adaptación y la esperanza. Pero sobre todo para expresar el disfrute de la vida pese a todo lo que la amenaza, o precisamente debido a esas amenazas, como un humilde acto de resistencia dionisíaco que reivindica el derecho a la alegría como prioridad existencial de la humanidad.Maia Koenig
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