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Cultura y voto

Fuentes: Rebelión

No sé si será porque vivimos trajines de una sociedad en crisis asolada por el agiotaje, por la truculencia política, por el desen­freno del marketing para buscar sólo beneficios de casino a sus dueños, pero el caso es que las televisiones ofrecen tertulias ape­nas «civilizadas». Pero tampoco cuando vivíamos el festi­val de la abundancia sumidos […]

No sé si será porque vivimos trajines de una sociedad en crisis asolada por el agiotaje, por la truculencia política, por el desen­freno del marketing para buscar sólo beneficios de casino a sus dueños, pero el caso es que las televisiones ofrecen tertulias ape­nas «civilizadas». Pero tampoco cuando vivíamos el festi­val de la abundancia sumidos en la burbuja inmobiliaria y en la orgía del cohecho, de la prevaricación, del derroche, de la admi­nistración desleal y del latrocinio compulsivo de políticos y empresarios de medio pelo, hubo asomo alguno de intentarlo. Desde «La Clave» de Balbín, primero en los años 80 en TVE y luego en los 90 en Antena 3, los platós no han recuperado la calma en esa clase de espacios. El griterío y el quitarse el uno al otro la palabra en tertu­lias y debates se ha hecho costumbre.

No creo que a cualquier otro europeo le parezca España el país más «educado» que esperábamos tras la dictadura. Si a eso se añade la inexistencia de programas culturales arrinconados en La 2, y el nulo interés de las televisiones privadas en fomentar la cultura sino todo lo contrario, ahí podríamos encontrar la res­puesta a muchas cosas de esta sociedad que cuesta mucho compren­der. Por ejemplo, la asombrosa respuesta electoral en Andalucía y el resultado reciente del sondeo demoscópico según el cual grandes mayorías volverán a votar masivamente a los corrup­tos…

La cultura induce y estimula el criterio propio. Pero no hay apre­cio por ella. Y el pronóstico sugiere, por un lado, que sigue vivo el afán desmedido del dinero por encima de cualquier otra considera­ción y ello lleva a millones de personas a exculpar o disculpar esa clase de pillaje, y por otro, que hay escasa concien­cia de la importancia que tiene el dinero público para toda la na­ción. En resumidas cuentas, que el bajo nivel cultural que existía en la dictadura sigue también presente (si es que no se ha redo­blado) en el país.

La decadencia de las sociedades se produce y manifiesta de va­rias maneras pero, al menos en occidente, primero empieza con el desdén por la cultura, por el rigor y por la sofrosiné (sereni­dad), para luego el desdén tornarse en desprecio de los tres. Cuando no ha precedido su conquista o invasión militares, la ruina económica y moral de un pueblo inculto llega ordinaria­mente desde dentro y se nota por esas o parecidas seña­les. Pasó en la caída estrepitosa de la antigua Roma: cuando el imperio quiso darse cuenta, no había en las arcas públicas un solo sestercio para pagar a las legio­nes.

Y es que es cierto que en cualquiera de los dos estados de ánimo extremos, es decir, la euforia del gasto irrefrenable y el depresivo de la miseria, no encaja el mucho razonar, la mucha reflexión y la mucha precisión. De la sociedad, quiero decir de esta sociedad actual española, agitada convulsamente por el descubrimiento paulatino de que toda ella ha estado en manos de forajidos, se apodera tal vértigo que no da lugar a asimilar una sacudida tras otra. Y ese vértigo lo acusa sobre todo la televi­sión. Las noticias en cascada sobre lo mismo desbordan los cálculos del tiempo de cada programa. Los moderadores de los rifirrafes periodísticos no dan abasto ni apenas se dan res­piro. Llega un momento que el televidente no se sabe cuál es exactamente la noticia, pues hace mucho que «la noticia» es que la política y muchas de sus institucio­nes en España son puro burdel. Es por eso, quizá, por lo que el espectador estra­gado prefiere el espectáculo repulsivo de un gallinero en el plató que el debate sosegado. No es «nuestro» temperamento lo que explica o justifica esa preferencia. Es sencilla­mente la mala educación que se suma a la pésima condición de gobernantes y políticos con mando en plaza. Por­que no podemos entender como programas de conversación mí nima­mente ordenada en el ágora televisiva, esos espacios en los que un puñado de periodistas de postín y con el empleo asegurado venti­lan ordinariamente una discusión cercana a la trifulca bajo la ba­tuta, no del moderador sino de uno o de un par de ellos de rompe y rasga que se adivinan punta de lanza ideoló­gica de los dueños del tinglado. Sea como fuere, el asunto, más bien tras­unto, es el delito público y político. Al asistir a esas sesiones cualquiera llega a la conclusión de que la política española es la actividad más repulsiva, que los políticos son los individuos más detestables de esta sociedad, y que dos o tres periodis­tas «estrella» a juzgar por su reiterada presencia son los artífices de la mayor compaña en con­tra el partido de «los profeso­res» que quepa imaginar.

España, socialmente hablando y más allá de los optimismos que divulgan los bien acomodados con escasa o nula conciencia so­cial, padece un grave foco de infección que ya parece sólo puede supurar en la calle aunque ahora también con repre­sión. Desde luego no el parlamento. Tampoco en los platós. Y menos en esas condiciones arrabaleras. El conocer hasta dónde ha llegado la desvergüenza de gentes que han estado gober­nando durante más de treinta años sin interrupción, no resuelve nada. Al contrario, no hace más que acrecentar la indignación y la impoten­cia. Y más aún cuando se detecta la parcialidad del poder mediá­tico. Aunque tampoco creo que los ya escasos intelectuales que existen en España se prestasen a un circo permanentemente interrum­pido por la servidumbre de la diosa publicidad… si es que por azar el espacio tuviera al­guna o mucha aceptación. España, tras las cuatro décadas de moralina y de zafio gusto du­rante el franquismo, tam­bién en este simulacro de democracia ha continuado persi­guiendo de diversas maneras la cultura (entiendo aquí por cul­tura la excelencia en el gusto por las bellas artes y las humanida­des, pero también el diá­logo sereno y la conversación constructiva y atractiva). Se com­prende bien si observamos a qué clase de caprichos destina­ban el pro­ducto de sus saqueos esos políticos y si recorda­mos el grito de aquel fascista al que se le oía decir: «cuando oigo la palabra cul­tura cojo mi pistola».

Así es que no debe extrañarnos nada de cuanto sucede. Pues si, con el esfuerzo de los gobernantes y la colaboración mediática la cultura resulta ya superflua para muchos y siempre es in­cómoda para el poder (y por ello nos gobierna la ignorancia pese a tanta información), la lógica consecuencia ha de ser el miedo y la falta de criterio propio. Por todo -ya me he referido a ello-, según los recientes sondeos (también sospechosos por­que es difícil librar a nada de posible corrupción), el país, en las inminentes elecciones autonómicas, seguirá más o menos en manos de malhecho­res que no han pagado penal­mente ni han devuelto un sólo euro, con la presumible complici­dad de políticos bisoños disfrazados, o al revés…

Jaime Richart es Antropólogo y jurista

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.