¿Qué significa la revolución socialista? Es un gran cambio en la historia, un parteaguas que marca un antes y un después. No es cualquier cambio: es la transformación político-social, económica y cultural más grande que pueda concebirse. Es, para ser congruentes con lo pensado por los clásicos decimonónicos, Marx y Engels, el inicio de un camino hacia el comunismo, hacia la sociedad sin clases sociales, aquella pretendida «unión de productores libres asociados«, aquel lugar donde rige la máxima «de cada quien según su capacidad, a cada quien según su necesidad«.
Ha habido algunos procesos de esos en la historia, muy pocos, que marcaron rumbo, que iniciaron un camino socialista, habiendo logrado fenomenales mejoras para su población: Rusia en 1917, China 1949, Cuba en 1959. Hubo procesos que se acercaron a la construcción de esos nuevos paradigmas: Vietnam, Corea, Nicaragua. Hubo igualmente numerosos momentos de cambio en la historia reciente, que no pasaron al socialismo en sentido estricto, pero fueron buenos intentos: los socialismos africanos, los socialismos árabes, interesantes procesos en Latinoamérica.
Sin dudas, cambiar radicalmente paradigmas no es fácil. De ahí que, pese a tanta sangre derramada, tantos esfuerzos, tantas luchas heroicas de pueblos que se alzaron contra las injusticias, lograr edificar una sociedad nueva es una tarea titánica. La toma del poder político, el asalto final a la Casa de Gobierno, es apenas un paso, minúsculo en relación a la magnitud del cambio en ciernes. Lo más dificultoso viene después: edificar el socialismo no es solo industrializar o electrificar un país, como decían los bolcheviques en 1917. Eso puede ser básico, pero no alcanza.
¿Qué significa entonces una revolución socialista? Es un cataclismo social, en el más amplio sentido de la palabra. Es decir: no se trata solo de cambiar -transformar de raíz, no con cambios cosméticos pasajeros sino cambios irreversibles- la estructura económica de base, confiscar en nombre del pueblo alzado las grandes propiedades privadas del capitalismo (extensiones territoriales, grandes empresas privadas de producción industrial o de servicios, la banca). No se trata solo de transformar el Estado, de órgano de dominación de clase en un Estado obrero-campesino-popular; no se trata solo de desarticular los órganos represivos de la otrora clase dominante: fuerzas armadas, policía, todos los mecanismos de control e inteligencia, sino que se trata también de cambiar la ideología, la cultura dominante, transformar de raíz el pensamiento autoritario, machista-patriarcal, racista, adultocéntrico, homofóbico que permea todas las sociedades. Es decir: es una revolución en todos los campos, al mismo tiempo, que libera todas las fuerzas sociales, las expande, que no tiene miedo a nada, que no es conservadora.
Sin dudas, la magnitud del cambio en juego es fabulosa. Por eso cuesta tanto, y no hay manual que presente los pasos «correctos» para lograrlo. ¿Quién es el encargado de ese cambio? Eso es un complejo proceso, y lo que las experiencias exitosas de revoluciones socialistas nos enseñan es que se deben conjugar necesariamente dos factores: una población hastiada de las injusticias y penurias debidamente movilizada, y un grupo que, en articulación con esa movilización, esté en condiciones de conducir políticamente toda esa energía. En otros términos: si no se dan ambos factores, con una potencia revolucionaria que saca de una vez a la hasta ese entonces clase dirigente, no hay revolución. Puede haber cambios superficiales, pero no revolución. La revolucionaria polaco-alemana Rosa Luxemburgo, analizando la revolución bolchevique de 1917, expresaba: «No se puede mantener el «justo medio» en ninguna revolución. La ley de su naturaleza exige una decisión rápida: o la locomotora avanza a todo vapor hasta la cima de la montaña de la historia, o cae arrastrada por su propio peso nuevamente al punto de partida. Y arrollará en su caída a aquellos que quieren, con sus débiles fuerzas, mantenerla a mitad de camino, arrojándolos al abismo«.
Una movilización espontánea, tal como las que se han visto en muchos puntos del mundo últimamente, y en especial hacia fines del 2019 antes que llegara -casualmente- la pandemia de COVID-19, sin conducción, sin proyecto político revolucionario a mediano y largo plazo, termina extinguiéndose; allí no hay revolución socialista (la Primavera Árabe, las cuantiosas protestas en Latinoamérica, los “chalecos amarillos” en Francia, etc.) Y una vanguardia -intelectual o guerrillera- sin conexión con las masas movilizadas, igualmente no es revolución socialista. Ejemplos de fracasos al respecto -tristes y estrepitosos en algunos casos- sobran en la historia. El mesianismo debe dejársele a los Mesías. Y parece que mesías, fuera del oratorio compuesto por Haendel en 1741, no hay.
Hablando de este segundo elemento, del grupo conductor, vale profundizar el análisis. «¿Qué representa una minoría organizada? Si esta minoría es realmente consciente, si sabe llevar tras de sí a las masas, si es capaz de dar respuesta a cada una de las cuestiones planteada en el orden del día, entonces esa minoría es, en esencia, el partido«, decía Lenin en 1920. Ahora bien: ¿quién forma ese partido, vanguardia, elemento de conducción o como quiera llamársele? Gente que tiene una firme convicción en el ideario socialista, gente con sólida preparación ideológico-política y con una ética de la solidaridad a toda prueba. Obviamente, ningún «político» de cualquier partido de la democracia restringida que presenta el capitalismo cumple con estos requisitos. Ellos son, en definitiva, quienes manejan el aparato que custodia los capitales y que está destinado a continuar con las cosas tal cual están. Puede haber maquillajes reformistas, socialdemócratas, pero de allí no pueden pasar. Si lo intentan (Salvador Allende en Chile con un socialismo por vía democrática, Jean-Bertrand Aristide en Haití con importantes reformas sociales o, salvando las distancias, John Kennedy en Estados Unidos intentando oponerse al poderoso complejo militar-industrial, por poner algunos ejemplos) terminan desplazados del poder con un golpe de Estado, o con un balazo en la cabeza.
Ahora bien: ¿pueden militares o religiosos ser revolucionarios? ¡Absolutamente imposible! ¿Por qué? Porque en su ADN ideológico no hay revolución posible alguna. Ambos estamentos sociales están preparados para otra cosa: obedecer y no cuestionar. «Un pensamiento que se estanca es un pensamiento que se pudre» rezaba una pinta del Mayo Francés. Nunca más oportuna la cita: ejército e iglesia son instituciones conservadoras, hiper jerárquicas, autoritarias. No permiten el disenso, la pregunta creativa, el cuestionamiento.
Muchas de las experiencias de nacionalismo socializante que se ha dado, y se sigue dando, en Latinoamérica, con tonos antiimperialistas a veces, no pueden pasar de reformismos capitalistas con cierta preocupación social. Pero de revolución socialista: nada. Y muchas de esas expresiones han sido conducidas justamente por militares: Juan Domingo Perón en Argentina, Getulio Vargas en Brasil, Jacobo Árbenz en Guatemala, Juan Velasco Alvarado en Perú, Omar Torrijos en Panamá, Hugo Chávez en Venezuela. Es que, si son militares los que conducen el cambio, no puede haber cambio revolucionario genuino y sostenible, porque ellos (muchos formados en el más visceral anticomunismo, incluso en la Escuela de las Américas regenteada por Estados Unidos) están listos para «matar enemigos», cumplir órdenes y desfilar (payasada que alimenta un pensamiento no pensante, que solo acata voces de mando). Solo para poner un ejemplo: en Guatemala, los comandos kaibiles -el grupo elite más avanzado- tenía como consigna militante sentirse «máquinas de matar». ¿Puede alguien preparado en esta lógica, en el más absoluto respeto a la autoridad sin cuestionamiento alguno, en el acatar sin deliberar, estar en condiciones de cambiar las estructuras profundas de la sociedad? ¡¡No, en absoluto!!, porque está preparado para conservar esas estructuras. El general Jorge Rafael Videla en Argentina no entendía por qué lo estaban juzgando como criminal de guerra, cosa que expresó públicamente, si se consideraba un «salvador de la patria ante el avance del comunismo internacional»… ¡Y tenía razón en su razonamiento! Si se dedicó a «matar enemigos», según los manuales con los que se formó, no podía entender por qué ahora lo criminalizaban. Él, al igual que todos los militares latinoamericanos, están para servir al capital, para mantener el estado de cosas y no para cambiarlo. Hugo Chávez en Venezuela pudo afirmar sin vergüenza que en ese país «no hay lucha de clases». «Nosotros, el Movimiento Bolivariano, yo Hugo Chávez, no soy marxista pero no soy antimarxista. No soy comunista pero no soy anticomunista«. ¿De verdad? Intríngulis difícil de digerir.
¿Y los curas? Su máxima expresión de preocupación social fue la Teología de la Liberación, surgida luego del Concilio Vaticano II, cuando la iglesia católica, en sintonía con el clima contestatario dominante en ese entonces: década de los 60 del siglo XX, propuso su «opción preferencial por los pobres». Pero «optar por los pobres» no significa transformar de raíz su situación de exclusión histórica. Fue un movimiento importante, sin dudas, que incluso sirvió para alimentar grandes luchas sociales en su momento, e incluso movimientos de acción armada, pero que no pudo pasar de un reformismo samaritano. En numerosas ocasiones los sacerdotes (¡todos varones, ni una sola mujer!, déficit inaudito ya de entrada) se plantearon la posibilidad de salirse de la curia romana, mas nunca lo hicieron. Finalmente, como proyecto transformador no cuajó, no pasó nunca de una buena intención. Más aún: en Latinoamérica fue neutralizado por la llegada en masa de los nuevos cultos neopentecostales, con un discurso enfermizamente anticomunista e individualista. Al no salirse de la égida de Roma, acatando las órdenes del Vaticano finalmente, terminó esfumándose (la imagen del padre Ernesto Cardenal arrodillado frente al Papa Juan Pablo II pidiéndole perdón en Managua lo dice todo).
Definitivamente un proceso revolucionario necesita de revolucionarios. O, para decirlo de otro modo (pues suena demasiado altanero, petulante, cuestionable incluso llamarse «revolucionaria» una persona; los pueblos, a veces, son revolucionarios), necesita la conjunción de masas movilizadas y conducción coherente. Alguien preparado para matar, o alguien que hizo votos de castidad, definitivamente no puede entender de verdad lo que es la gente común (que no mata y que sí tiene actividad sexual).
Por tanto, sabiendo que curas y militares no pueden, aunque quieran, llevar adelante un proceso revolucionario (en las academias castrenses y en los seminarios se prepara a jóvenes para distanciarse de la gente, para sentirse distintos, para no cuestionar el orden dado), sabiendo todo eso, habrá que pensar en algo distinto. Todos los procesos de reforma social con talante antiimperialista que se conocieron en Latinoamérica a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI impulsados por militares «progresistas» terminaron fracasando, no caminaron hacia el socialismo. Cuba se mantiene. ¿Habrá que estudiar el porqué? Todos los procesos conocidos en Latinoamérica inspirados en la Teología de la Liberación, murieron. ¿Habrá que estudiar el porqué? Una revolución socialista la hace la gente común, que no está preparada solo para recibir órdenes. Diferencia absolutamente fundamental.