La navidad ha terminado por convertir nuestras calles y ciudades en un gran centro comercial y a las gentes en consumidores compulsivos de un lugar a otro a la búsqueda de cualquier cosa. Me parece que las sociedades, e incluso las personas, se pueden distinguir perfectamente por la forma en la que adquieren las cosas […]
La navidad ha terminado por convertir nuestras calles y ciudades en un gran centro comercial y a las gentes en consumidores compulsivos de un lugar a otro a la búsqueda de cualquier cosa.
Me parece que las sociedades, e incluso las personas, se pueden distinguir perfectamente por la forma en la que adquieren las cosas que necesitan. Me resulta fascinante observar los comportamientos tan distintos de la gente cuando se acerca a los objetos, cuando van de compras en cualquier mercado. Es impresionante la variedad de actitudes, las miradas tan completamente diversas que pueden despertar los mismos ojetos, la pasión que puede avivar cualquier cosa inmediatamente deseada, la compulsión que tan a menudo hay que vencer o dejar volar libremente, según el caso. Cada persona toca de una manera diferente las mismas cosas y, por supuesto, cada una se siente distinta cuando las hace suyas aunque se trate del idéntico ejemplar de una serie millonaria de objetos. La disposición de las cosas, su disfrute o incluso su mera contemplación define un tipo específico y diverso de compartamiento humano y, sin embargo, esos objetos hacia los que nos acercamos de manera tan diferente son, finalmente, los que nos homogeneizan y los que nos convierten en prototipos clónicos unos de otros. Es la paradoja del consumo de nuestra época.
Spinoza decía que «la esencial del hombre es el deseo» y quizá por eso es tan compleja la relación que todos tenemos con los objetos que son capaces de satisfacerlo, aunque sea sólo en el sueño que refleja la luna de un escaparate.
Nuestras sociedades avanzadas se han conformado como gigantescas y complejísimas estruturas orientadas a generar y satisfacer deseos o a eludir la frustración por no satisfacerlo pero finalmente casi todos terminanos navegando por los mares de la frustración.
Lo que sucede es que a medida que el deseo se ha instalado como la lógica dominante de nuestras relaciones sociales, los seres humanos nos hemos hecho cada vez más ajenos a su formación inicial y eso provoca que la continua adquisición de cosas nos deje continuadamente insatisfechos.
Uno de los fenómenos más singulares de las sociedades de mercado en las que vivimos es que la compra ha dejado de ser un acto estrictamente individual para alcanzar una enorme dimensión social .
Los primeros grandes economistas se dieron enseguida cuenta de ello. Descubrieron que el consumo de las cosas que había a nuestro alrededor no sólo era un acto de mera apropiación o disfrute de objetos sino que era una actividad social que nos hace de una determinada forma y que nos conforma como un tipo específico de sujetos. Carlos Marx, que hubiera sido mucho más reconocido como economista si no hubiera escrito el Manifiesto Comunista, decía, por ejemplo, que cuando se fabrica no sólo se está produciendo un objeto para los sujetos que luego van a consumirlo sino un sujeto para esos objetos. Parece un juego de palabras pero, en realidad, fue el primer reconocimiento de que el consumo de masas implica la existencia de un prototipo social de consumidores y, por tanto, que no es un asunto de mera elección individual, tal y como tantas veces se ha creido o se ha querido hacer creer.
Como escribió Montesquieu, durante la época de Pedro el Grande muchos rusos creían que eran libres porque podían llevar las barbas largas. Hoy día, también creemos a veces que somos libres porque podemos ir a cualquier tienda y comprar cualquier cosa que esté a nuesto alcance, cuando es muy posible que esas compras nos estén haciendo esclavos.
¿No sería más realista decir que el consumidor de hoy es el sujeto menos libre de la historia? Los productores definen con antelación el alcance efectivo de nuestros deseos, señalan sin encomendarse nada más que a los grandes números del mercado las líneas maestras de nuestros gustos, son ellos los que conciben nuestras aficiones, las fechas en las que iremos a encontrar saldos deprisa y corriendo y las marcas a través de las cuales trataremos de hacer realidad nuestros sueños más íntimos. Ellos nos llevan de la mano y nosostros seguimos sin rechistar sus dictados endulzados gracias al embeleso con que día a día nos incitan a disfrutar de cosas y más cosas, sólo de cosas.
La paradoja del consumo actual es justamente esa transmutación increible que se produce entre la individualidad y la homogeneización más absoluta. Las nuevas tecnologías aplicadas a la producción han permitido transformar la fabricación de grandes series, de millones de unidades idénticas, en otra diferenciada capaz de ofrecer mulitud de variedades o presentaciones de un mismo objeto. Cualquier cosa que se produce hoy día tiene docenas de diferentes formas de ser percibida o disfrutada por los consumidores, o sencillamente de ser entendida como distinta de las otras.
Para vender esa variedad tan grande de las mismas cosas es preciso que exista un consumidor que busque la diferencia, que aspire a que el consumo de algo lo convierta, sobre todo, en un ser singular, distinto y diferenciado del otro u otra que está a su lado. Eso es lo que ha provocado la segmentación tan extraordinaria, aunque al mismo tiempo tan artificiosa, que hoy día caracteriza a nuestras sociedades: todos iguales pero todos contemplándose tan distintos y aspirando a ser cada vez más diferentes.
El consumo de nuestra época nos convierte en aspirantes permanentes a la diferencia y nos ha acostumbrado a que en lugar de encontrar la satisfacción en el disfrute mismo del objeto, en su posesión efectiva, la tengamos en la mera percepción de sentirnos diferenciados, marcados, nunca mejor dicho, por la distinción que creemos lleva consigo cualquier objeto.
No creo que podamos saber bien hasta qué punto esto proporciona una satisfacción efectiva pero lo que sí me parece que está claro es que este tipo de pauta de consumo crea individuos que se acostumbran cada vez más a no sentir a los otros como semejantes, a no percibirlos como próximos. Nos lleva, por el contrario, a separarnos de ellos. Nos confina en nuestro mundo particular de sueños y fantasías y dificulta, por tanto, que sintamos como nuestra la realidad que compartimos con los otros. Nos recluye en un siniestro ensimismamiento en el que los demás no tienen cabida, si no es como aquellos a quienes no queremos parecernos. Nos hace lejanos a los demás y nos desvincula de ellos.
Se trata de algo curioso porque siempre se pensó que la satisfacción individual era el paso primero para lograr el entendimiento, para facilitar el encuentro y para propiciar una relación social más fluida y asímismo satisfactoria. Pero no ha sido así. Tengo la impresión de que se nos hace gastar cada vez más para que mientras tanto nos miremos sólo por fuera a nosotros mismos y dejemos de mirar a los demás. Así nos va.