Los toros vuelven a estar -como siempre- de actualidad gracias la decisión de RTVE de recuperar la retransmisión de corridas, después de que el ministro Ignacio Wert incluyera, junto con la segregación sexual en los colegios, la promoción del espectáculo patrio entre sus prioridades. Será el próximo 5 de septiembre cuando la televisión pública española […]
Los toros vuelven a estar -como siempre- de actualidad gracias la decisión de RTVE de recuperar la retransmisión de corridas, después de que el ministro Ignacio Wert incluyera, junto con la segregación sexual en los colegios, la promoción del espectáculo patrio entre sus prioridades. Será el próximo 5 de septiembre cuando la televisión pública española emita en directo una corrida de la Feria de Valladolid. Se cierra así a un paréntesis de seis años, el mismo tiempo, por cierto, que ha tardado en desbloquearse el estreno -no sabemos si gracias también a la determinación de Wert-, del Manolete de Menno Meyjes , una película que pese al atractivo cartel de Adrien Brody y Penélope Cruz, solo parece haber despertado la unánime valoración de bodrio sin pies ni cabeza.
Con todo, lo peor no es la apuesta de la derecha gobernante en España por defender los atavismos raciales frente a la mojigatería de lo políticamente correcto. Ni comprobar las prioridades culturales de un gobierno dispuesto a capear con más toros que pan, las cornadas que está sufriendo la sociedad española en este nuevo coso del recorte perpetuo. No, lo realmente insoportable de la renovada polémica es la empalagosa poética con que insisten en envolver sus argumentos los cultos defensores de la tauromaquia. Lo hemos podido ver a propósito de la reciente replica de Mario Vargas Llosa a las críticas que Rafael Sánchez Ferlosio lanzó contra esa Fiesta que algunos se empeñan en escribir con mayestática mayúscula. Al erudito taurino se le llena así la boca y los papeles con grandilocuentes metáforas sobre el misterio y lo trágico de la condición humana, condensados a su juicio en ese peculiar duelo entre una bestia y un hombre ridículamente vestido, con un alegre pasodoble de música de fondo.
En realidad, estas apologías se distancian poco de las endechas elucubradas por el cronista provinciano cuando glosa con floreados versos a la imagen de la Virgen de su pueblo o la sin par hermosura de la reina de las fiestas patronales. Una loa a la cursilería que, por cierto, seguramente provocaría urticaria al bueno de don Mario, eterno aspirante a presidir la selecta república de Platón y que, sin embargo, cuando a toros se refiere, no duda en recurrir a la misma afectación que un poeta de villa. En realidad, ahí radica la gran contradicción de cualquier culto apasionado al Cossío que disimula con erudita pose su aristocrático afán por pertenecer a cualquier selecto grupo iniciático, aunque sea el de los pocos elegidos capaces de hallar los enigmas de la existencia en la faena que un proclamado «maestro» intenta articular a un pobre astado con el culo y el rabo cagado.
Paradójicamente, este elitismo acaba por convertir al defensor de la fiesta en un antitaurino emboscado que evidenciando con su silencio su más absoluto desprecio hacia la cultura popular, por mucha aura taurina que la plebe intenta dar a sus celebraciones. Y ello a pesar de la hegemonía que estas celebraciones populares tienen en el mercado taurino español: de los 13.329 festejos taurinos celebrados en 2010 en España, según los datos del Ministerio del Interior, solo 611 fueron corridas. Sin embargo ni una sola línea ha surgido de la pluma de Vargas Llosa a favor del bombero torero, o del «bou embolat», o del toro de la Vega, o de cualquier otra manifestación de mundana tauromaquia. Y es que, al parecer, a la hora de coleccionar adjetivos transcendentes el juego con la muerte pierde lirismo cuando el cuerno que siega la vida tropieza con un cuerpo vestido con bermudas y, no pocas veces, lamparones de vino barato, durante algunas ferias de pueblo.
No, los sabios de la transcendencia prefieren ahorrar sus doctas palabras para reclamar su libertad para asistir a una representación del, eso sí, noble arte del toreo. De este modo, pretenden demostrar de paso su superioridad moral para con los autoritarios prohibicionistas, a los que ellos no obligan a presenciar el holocausto ritual de sus pasiones, argumento de peso que serviría igual para justificar las corridas de toros, las luchas de gladiadores, las peleas de gallos, o el arte de jugar al parchís. En cualquier caso, si todos estos argumentos le fallan, al sabio poeta taurino siempre le quedará un último recurso: reivindicar la fiesta como única garantía para la supervivencia de un animal tan hermoso y noble como el toro de lidia. Es verdad que también podría reclamar la conversión de las dehesas en parques naturales protegidos pero, claro, sería menos sublime, poético y aristocrático. Por ello, quién sabe, igual un día de estos el naturalista Vargas Llosa nos sorprende defendiendo en alguno de sus escritos la cría de paquidermos con destino a las cacerías reales. No sería de extrañar que desde sus preceptos liberales, lo considere el único camino para amparar el futuro incierto de los bellos y sabios elefantes.
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