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De elecciones, cifras y cucarachas

Fuentes: Rebelión

La ontología política suele distinguir tres categorías: la verdad, la mentira y las estadísticas. Estas últimas conforman una realidad viscosa, maleable, en la que la cuantificación se encarga de adaptar matemáticamente la cotidianidad a las formas más caprichosas y extravagantes aunque siempre, eso sí, proporcionales a las necesidades inmediatas de quien contrata el análisis y […]

La ontología política suele distinguir tres categorías: la verdad, la mentira y las estadísticas. Estas últimas conforman una realidad viscosa, maleable, en la que la cuantificación se encarga de adaptar matemáticamente la cotidianidad a las formas más caprichosas y extravagantes aunque siempre, eso sí, proporcionales a las necesidades inmediatas de quien contrata el análisis y al analista.

Un fenómeno similar ocurre habitualmente con la interpretación de los resultados electorales, todo un arte cercano a la interpretación de la Cábala, capaz de transformar los resultados más variopintos en éxitos o fracasos amparados por la lógica implacable de la Ley d’Hont. De este modo, Mariano Rajoy puede mostrarse feliz por considerar que la pérdida de 135.493 votos gallegos son la muestra inequívoca del respaldo a sus políticas. O Alfredo Pérez Rubalcaba -con el permiso de Carmen Chacón o Tomás Gómez- podrá presentar los 230.817 votantes que a ritmo de muñeira dijeron adiós con el corazón al pragmatismo socialiberal, en un mensaje del que la ejecutiva de turno se encargará de tomar nota en espera de que pase el temporal.

Con todo, son pocos los que parecen preocuparse por estos desaparecidos, ciudadanos desertores de las filas de los partidos de bien, que huyen hasta las líneas enemigas de la disidencia nacionalista o se sumergen en la realidad ectoplásmica de la abstención y el voto blanco o nulo que en la cita gallega son la nada despreciable cifra de 908.560 almas en pena. De hecho, su abandono silencioso casi es recibido como agua de mayo por los expertos en demoscopia.

De hecho, para los expertos resultan más impertinentes las presencias que las ausencias. Fastidios numéricos como esos 279.989 irresponsables capaces de votar a Bildu en lugar de mostrar su alivio porque Orlando Otegui siga en prisión. O anomalías aritméticas como esos 1,9 millones de despistados mamíferos bípedos de entre 15 y 29 años que actualmente pululan por las calles españolas pavoneándose de ser la generación ni-ni, responsables según los últimos estudios de un gasto anual de 15.700 millones de euros.

Claro, que en este último caso tampoco hay que precipitarse en las valoraciones. Antes habría que poder determinar cuántos de ellos no son obedientes súbditos capaces de aportar su granito estadístico y electoral a los buenos resultados del gobierno. No en vano, para los avanzados alumnos de la Escuela de Chicago que están terminando de tapiar el callejón sin salida de nuestro Estado social, su perfil no deja se ser potencialmente interesante cuando se transforma en un ni protesta, ni molesta: una legión de desheredados felices de tragar los sapos y culebras de los recortes, capaces de seguir aguantando con docilidad ciega el siguiente sacrificio. En realidad, para los pupilos póstumos de Milton Friedman, el ciudadano ideal sería aquel decidido a emular la determinación de Edward Archbold.

Este joven vecino de Deerfield Beach, en Florida, supo intuir la afición de su amigo por las serpientes en una oportunidad de negocio seguro. Si lograba ganar la serpiente pitón que ofrecía una tienda de mascotas, podría vendérsela a su amigo por más de 800 dólares libres de impuestos. Para ello sólo tenía que superar la sencilla prueba fijada por el establecimiento: comer el mayor número de cucarachas y gusanos vivos posibles, todos de buena calidad, obtenidos en los mejores criaderos. Y Archbold se entregó al reto con la ilusión de quien persigue una quimera, convirtiendo su proeza en una fiesta jaleada por quienes acudieron a contemplarla.

Hasta que, por fin, tras lograr alzarse con la victoria y disponerse a recoger el preciado ofidio, las primeras arcadas comenzaron a luchar por superar la barrera de su boca. Luego se desplomó ante la mirada atónita de quienes poco antes le vitoreaban para, poco después, terminar muriendo entre vómitos y espasmos. Una defunción que, en cualquier caso, pasó desapercibida a los elaboradores de estadísticas y analistas electorales que, oportunamente, consiguieron omitirla en su siguiente informe.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

rCR