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De fitomejoradores y agrotóxicos

Fuentes: Rebelión

Es cada vez más insoslayable enfrentar ya no en nuestro país sino en el mundo entero una crisis, multifactorial, con distinta intensidad en diversas sociedades y regiones, crisis que nos viene acosando, hostigando en varios ámbitos; una pérdida de biodiversidad cada vez mayor, anunciada ya por Rachel Carson en los 60; una contaminación cada vez […]

Es cada vez más insoslayable enfrentar ya no en nuestro país sino en el mundo entero una crisis, multifactorial, con distinta intensidad en diversas sociedades y regiones, crisis que nos viene acosando, hostigando en varios ámbitos; una pérdida de biodiversidad cada vez mayor, anunciada ya por Rachel Carson en los 60; una contaminación cada vez más generalizada y cada vez más omnipresente en tierra, agua y aire; la ya registrada en los 70 desaparición progresiva del ozono, destrozado con cómodos productos químicos (como los clorofluorocarbonados y otros), emitidos con ligereza por una industria siempre en expansión buscando soluciones sin querer advertir que genera problemas; una llamativa pérdida de fecundidad en la especie humana (al menos en aquellas sociedades, como la de EE.UU., donde la intervención química es mayor y a la vez se han elaborado estadísticas al respecto), así como en varias especies animales. [2]

Los registros históricos atestiguan que el dióxido de carbono estaba por debajo de 300 ppm en los inicios de la Revolución Industrial. Insensiblemente, año a año ha ido corriéndose esa presencia que se suponía hasta entonces estable y ligada a las condiciones bióticas del planeta. Ha sobrepasado, tras un siglo largo de constante avance, más de 400 ppm. Sabemos que eso significa alteraciones de las condiciones de vida en el planeta, pero no sabemos cuáles.

Podríamos seguir enumerando datos que atestiguan el deterioro planetario y consiguientemente nuestras propias condiciones de existencia. [3] Para tomar este partido, tendríamos también que elaborar los aportes -valiosos o capciosos− de la pléyade de negadores del calentamiento climático y del drama ecológico que apenas apuntamos. Desde el irresponsable e imperial Donald Trump, actual presidente de EE.UU., hasta negadores un poco más dignos de atención, como Jorge Orduna empeñado contra un «ecofascismo» (mucho más atento al papel globalizador -en rigor como bien lo ha bautizado Frei Betto, globocolonizador- del «internacionalismo ecologista»), o Aramís Latchinian, justamente preocupado e indignado contra un ambientalismo burocrático y mediático, o Roberto Ferrero, con justeza dedicado a diferenciar el ecologismo de los satisfechos y desarrollados de un ecologismo periférico que, desesperado ante los destrozos de la industrialización, intenta ahogar todo desarrollo industrial, afianzando el corte centro/periferia.  

Pero nos interesa ir un paso atrás. En la historia todavía reciente de nuestra modernidad. La que suele datarse, en Occidente, como el Renacimiento europeo y el mal llamado «Descubrimiento» bautizado por europeos, de América.

A la primera de estas manifestaciones se la suele asociar, con razón, con un desplazamiento de lo religioso a lo científico, pausado, irregular, pero desplazamiento que la modernidad, asentándose y universalizándose, puede verificar como decisivo.

La segunda, en cambio, redefinirá una nueva globalización, puesto que América será finalmente deglutida, cultural y físicamente, por Europa, enseñoreándose en el planeta.

Hasta el siglo XV, Europa había coexistido con África y Asia, constituyendo lo que con el tiempo se llamará el Viejo Mundo, en una suerte de globalización que tenía como eje el mar Mediterráneo, sobre todo oriental.

Pero la asimetría establecida entre la Europa transatlántica y el continente americano fue decisiva para establecer una relación de dominio de lo europeo y su proyección planetaria. Con un nuevo eje, en el océano Atlántico.

En 1520, inicialmente a cargo de Fernando de Magallanes y finalmente de Juan Sebastián Elcano, los humanos dan «la vuelta al mundo». Muy poco después esa expansión, con desigual intensidad, se aplicará sobre las otras «partes» del Viejo Mundo, por ejemplo convirtiendo al África en proveedor de esclavos para el Nuevo Continente, donde los europeos no establecerán, salvo excepciones, una relación de igualdad, de humanidad, con sus pobladores; «los indios». En muchos casos, ni siquiera tratados como sirvientes o vencidos. Deslumbrados por las riquezas, los europeos optarán, masivamente, por la eliminación de los «subhumanos» encontrados, sobre todo los varones, o en todo caso -la versión buenista de Las Casas− procurarán con educación, adiestramiento y proselitismo como si de niños se tratara- rehacerlos «a la europea».

La conquista de América sierva

Con la expansión de Europa, su consiguiente colonización de El Nuevo Mundo, tendremos desplegado en toda su amplitud lo que Tzvetan Todorov llamará con singular acierto «La cuestión del otro».

Entramos así a la modernidad con esta configuración: la existencia, la presencia de «el otro». La otredad. Esto significa, brutalmente, la desaparición del universo, es decir, de la unidad del cosmos.

Los griegos habían trabajado siempre con el opuesto conceptual cosmos-caos. Ahora, en presencia de una colonización galopante, ya no estamos enfrentados al caos, a la falta de la regularidad propia del cosmos; ahora estamos en territorio adverso.

Los aborígenes resisten hacerse esclavos. Para extraer de África millones de seres humanos y convertirlos en esclavos, hubo que matar a otros tantos, a veces muchos más todavía. Y en el Nuevo Mundo, los europeos ante la resistencia de las sociedades aborígenes, también se valieron de las armas, el terror, la tortura, para someter a estos otros otros.

Desde entonces, con el Occidente colonizador, floreció el racismo. Y con el racismo, la idea de superioridad. Sentimientos similares, de ombligo del mundo, podían albergarse en mentalidades «de aldea», localmente apenas. Pero con el dominio sobre el nuevo continente, esa actitud caracterizará, como norma, a los europeos respecto de los colonizados.

Y la idea de superioridad también abarcará lo humano respecto de lo no humano. [4]

Así empezamos a ver a la naturaleza como ajena. Y eso está a un solo paso de verla como enemiga. Nada para extrañarse si tenemos en cuenta que estamos hablando de hace 500 años. Con una naturaleza mucho más presente que lo que hoy podemos calificar como tal. Y con una humanidad mucho menos significativa que la actual.

Pero esa configuración de el otro implica romper con toda idea de común-unión. De comunión. Significa elaborar una estrategia de enfrentamiento. A muerte. Significa la instauración de el enemigo, un poco por doquier.

Al romper con el «orden natural» y encaramados en el consiguiente despliegue de los desarrollos tecnológicos, tenemos el auge de las ciencias físicas, astronómicas, naturales, químicas. Que revolucionan el cuadro del conocimiento humano, hasta entonces centrado en las disciplinas del lenguaje; el teatro, la literatura, la historia, la lógica, la oratoria, y ramas fundamentales del tejido social, como el derecho.

Ese desarrollo renacentista nos traerá, por ejemplo, el microscopio (inventado en 1590) y el telescopio (en 1610). Y la ampliación de disciplinas conexas, como la astronomía y la cosmografía vinculadas con el manejo del telescopio, así como de la biología y la química accediendo al mundo microscópico.

La llegada de estas nuevas áreas del conocimiento se inscriben entonces en un mundo ahora cuantitativizado, cuantitativizable. Mundo enseñoreado con el concepto de el otro.

En el siglo XVI entonces ya teníamos a Monsanto, Syngenta, Bayer… la agroindustria deshaciendo el planeta.

No en sentido literal, obviamente, pero en germen. Como diría Aristóteles, en potencia.

Es el american way of life el que encarna con mayor vigor ese «nuevo mundo».

Con orgullo, los americans, en rigor los White, Anglo, Saxon, Protestants, los WASP, se deslastran de tradiciones europeas, de pasados europeos, para ellos, precisamente, «pasados de moda».

Con estos deslastres, empero, se llevaron todo atisbo de comunidad que «el mundo viejo» todavía tuviera.

Y ese empuje hacia un mundo nuevo, se lleva a cabo desde una coyuntura histórica excepcional: con el fin de la llamada 2GM, 1945, EE.UU. quedó dueño virtual del mundo entero, al disponer de los tres complejos industriales mayores del planeta que eran, precisamente, los que llevaban adelante la construcción de la nueva era. [5] Será apenas un momento el del unicato norteamericano, porque la década del ’50 comienza con la bomba H soviética y el establecimiento, al menos convencional, de dos superpotencias planetarias.

Pero fue suficiente para modelar lo que estaba sobreviniendo.

En ese cambio múltiple sobrevenido con la guerra mundial y su desenlace, aunado a los cambios tecnológicos cada vez más significativos, por ejemplo en los desarrollos químicos o en los comunicacionales (para señalar apenas un par), el american way of life por ser un racismo colonialista, generó inevitablemente un nosotros y un ellos. Los otros, es decir el resto del mundo; lo ignoto, lo amenazante, lo conquistable.

Esto último se expresará en el terreno cultural y comunicacional: Hollywood «hará» nuestra próxima realidad.

Y la vida cotidiana, tendrá con la irrupción de los termoplásticos, toda una revolución de «la comodidad» que tardará décadas para que la sociedad vea sus atroces secuelas.

Chovinismo y microbios: una forma de entender el mundo y sus «luchas».

En ese «caldo» cultural se produjo, por ejemplo, la semántica de microbio. La designación es neutra; pequeñísima porción viva. Pero el american way of life la consideró enemiga.

Y sobrevino el ataque, cultural y militar, contra los (despreciables) microbios: todavía recuerdo los documentales para escolares -cientificistas y pedagógicos- sobre el cuidado de los dientes y la boca: la pasta de dientes y los cepillos remedando armas haciendo operaciones de limpieza de esos impiadosos enemigos, los microbios y las caries. Made in Hollywood.

Y los proyectos alimentarios -monstruosos e ignorantes- de la década del ’50, de llegar a alimentarnos con las dietas científicamente calculadas de nuestras calorías, sin necesidad de andar comiendo alimentos, que siempre podían traernos visitantes indeseados: vivir de pastillas compuestas con todos nuestros nutrientes. Reader’s Digest.

Y ya en plena década de los ’60, los emporios tecnológicos llevando su batería de insecticidas del universo militar -para el cual fueran creados- al de la agricultura, para luchar contra los «microbios», las «plagas». El caso paradigmático del DDT.

En esa época, cuando los grandes laboratorios productores de tales venenos (insecticidas, nematicidas, fungicidas) estaban «otorgando la solución» a los agricultores occidentales, europeos y a sus colonias más o menos ex, como el continente americano, todo un universo agrícola, con centenares de millones de agricultores -la India-, resistió la llegada de tales «salvadores» (aunque se trató de una resistencia vencida).

Los campesinos indios, generalmente minifundistas, no veían necesidad de arrebatarles a los insectos y demás «sabandijas» la comida (la merma para el consumo humano rondaba el 10% de cada cosecha). Los laboratorios procuraban tentar a los agricultores para que se adueñaran de ese 10% también (algo matemáticamente imposible, porque los agrotóxicos que querían venderles costaban dinero… y porque, con el tiempo, iban a costar más que aquel 10 % inicial…). Los agricultores aducían que así vivían también los bichitos, como ellos mismos. La India carecía, entonces, de… modernidad.

La contaminación planetaria creciente, y hoy con carácter de metástasis planetaria, nos está revelando que aquellos campesinos indios analfabetos eran más sabios, sabían más de naturaleza, que los laboratorios. Y que el sueño del chovinismo tecnocrático en la lucha contra los microbios ha resultado miope. Porque cualquier biólogo sabe que el 99,9999% de los microbios son benéficos, saludables, imprescindibles para nuestra propia vida (y la del planeta en general). Y que toda campaña dedicada a combatirlos o extirparlos, bajo pretextos de higiene o calidad alimentaria, es equivocada, y contraproducente.

Porque no existe salvación hundiendo al otro. A costa de lo demás.

Pero al imperio le cuesta entender eso. Porque le sigue rindiendo atender a su propia exclusividad; por eso, las élites de poder estadounidense, israelí, británica, por ejemplo, siguen apostando a la guerra.

Y aquí ya no hablamos solamente de las guerras alimentarias (aunque también). Nos referimos a todas las guerras, incluidas las más «tradicionales».

A las de los laboratorios en el caso de la agricultura, pero también a la guerra clásica para la apropiación de bienes considerados valiosos, como el petróleo, que, por ejemplo, existe bajo los pies de tantos musulmanes.

Por eso, como bien explicita Denis Rancourt [6] y explica Naomi Klein [7], se siguen desmantelando estados, sociedades y países mediante guerras y agresiones en el mundo árabe. Política de shock.

Volviendo a nuestro momento cultural, vemos que la guerra está presente en los más diversos aspectos de nuestras sociedades. Y que la guerra es la pretensión de borrar a el otro. Y nuestra convicción es que, por el contrario, sólo multiplicándonos con los otros podremos construir un mundo vivible. ¿Pero podemos compartir algo con quienes pretenden quedarse con todo?

Notas

[1] Una suscriptora de una revista que editara hace años me preguntó si fitomejoradores y agrotóxicos no se referían a lo mismo, a las mismas sustancias. Le contesté que por cierto era así y que el doble bautismo revelaba las muy distintas significaciones que le dábamos a lo mismo.

[2] A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, se registra década a década, ininterrumpidamente una pérdida de capacidad espermática en varones humanos estadounidenses. La misma investigación ha verificado, también marcada disminución de fertilidad en aves marinas, por ejemplo, y en cocodrilos de la península de Florida (Myer, Dumanoski y Peterson, Nuestro futuro robado, 1996).

[3] Aunque no se trata de resultados de sencilla lectura, unívocos. Junto con tales deterioros existen a veces formidables avances en el conocimiento humano, que permite sortear algunos obstáculos como nunca antes. Como único ejemplo; progresos quirúrgicos.

[4] Lynn White en «Las raíces históricas de nuestra crisis ecológica» [1968] reseña el papel de los cristianos, particularmente sacerdotes, acabando con el paganismo característico de los indígenas, para implantar un mundo moderno ajeno a todo pathos panteísta, a toda identificación con, por ejemplo, la naturaleza. Al romper con el paganismo se rompía con un nosotros que abarcaba todo y se introduce así, la cuestión de el otro, no ya entre humanos (donde por cierto ya estaba bien consolidada por el colonialismo y el racismo consiguiente) sino respecto del resto del mundo.

[5] 1. La franja atlántica de EE.UU.; 2. La cuenca del Ruhr, casi toda asentada en territorio alemán, ahora ocupado por Los Aliados (es decir, primordialmente, por EE.UU.) y 3. El cordón industrial dentro del archipiélago japonés (Kyoto, Yokohama, Tokyo) también bajo ocupación de EE.UU. Fuera de tales centros industriales había algunos otros como el soviético, el sueco o el norte italiano, pero todos de muy secundaria significación, entonces (v. James Burnham, La revolución de los directores, 1941).

[6] Cit. p. Jonas Alexis y Michael Cangemi, «Alfred Lilienthal y otros lucharon contra la mafia jázara», Veterans Today, publicado en castellano, rebelión.org, 6 oct. 2019.

[7] La doctrina del shock, 2007.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.