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Contra toda violencia colonial

De guerrerismos imperiales y colonialismo interno en la Revolución Bolivariana

Fuentes: Rebelión

La colonialidad de hoy es más compleja, intrincada y fluida que cuando Frantz Fanon señalaba que el mundo colonial era un mundo cortado en dos, con un ámbito privilegiado del colonizador y otro pauperizado y violento del colonizado. Pero la complejización de estos mecanismos de dominación no significa de ninguna manera el ‘fin del colonialismo’, […]

La colonialidad de hoy es más compleja, intrincada y fluida que cuando Frantz Fanon señalaba que el mundo colonial era un mundo cortado en dos, con un ámbito privilegiado del colonizador y otro pauperizado y violento del colonizado. Pero la complejización de estos mecanismos de dominación no significa de ninguna manera el ‘fin del colonialismo’, como lo anunciaran en su momento Hardt y Negri dándole paso a la instauración del «Imperio».

A pesar de que muchas de estas fronteras coloniales divisorias se han vuelto borrosas, han sido desbordadas y se han producido múltiples hibridaciones, el patrón civilizatorio de racialización subjetiva, geográfica, cultural y epistemológica ; de la configuración de ámbitos y zonas del » no-ser » – como lo planteara Fanon y actualmente los estudios decoloniales para referirse a la deshumanización de los espacios de la otredad «no civilizada» -; y de dominación de la vida ecológica en el marco de la División Internacional de la Naturaleza (F. Coronil), se mantienen. Y siguen estando formateados, como siempre ha sido, por mucha violencia. Violencia sistemática, violencia necropolítica, violencia de guerra global.

Melilla y Ceuta; el Apartheid en la franja de Gaza y Cisjordania; la creciente militarización del cinturón de Sahel; los Centros de Internamiento de Extranjeros y los Servicio de Inmigración y Fronteras en Europa; la biopiratería en India; las guerras en Yemen, Siria y Afganistán; la ruta migratoria México-EEUU y la construcción del muro de Donald Trump; la «mano de obra barata» de Vietnam, Laos o Myanmar y las maquilas en Centroamérica; el acaparamiento de tierras en África por parte de China; o las recientes maniobras militares en la Amazonía (entre EEUU, Brasil, Colombia y Perú); son algunos de los más explícitos ámbitos y geografías atravesados y definidos por este patrón y lógica neo-colonial.

En los últimos años, Venezuela se ha convertido en uno de los espacios emblemáticos atravesados por esta colonialidad del siglo XXI. A medida que se profundiza la crisis interna, el conflicto político y las agresiones internacionales, el país se va convirtiendo con más claridad en una completa zona del no-ser, una potencial área de desastre, apta para la «restauración» civilizatoria del «orden», del equilibrio macroeconómico y del curso hacia el progreso.

Pero este trágico proceso que vivimos en Venezuela no puede ser sólo evaluado desde una insuficiente geopolítica trascendental, desde la narrativa binaria del «Imperio contra la Nación», que traslada todo el ejercicio de poder neo-colonial en los agentes foráneos, dejando en silencio y prácticamente eximido al colonialismo interno ( P. González Casanova ) que impulsan élites políticas y económicas locales, en ocasiones en nombre de la liberación nacional, el socialismo y la revolución.

Esta bipolaridad amigo-enemigo es más lo que encubre que lo que explica. Oculta el hecho de que los pueblos tienen más de un enemigo; oculta que la colonialidad suele operar por medio de complejas articulaciones entre los actores «foráneos» y las cúpulas nacionales dominantes; oculta que la contradicción no es únicamente entre colonización-colonizados, sino que también se desarrollan disputas entre bloques políticos de la colonialidad, que marcan las pugnas geopolíticas (también entendidas como inter-imperiales), que en el fondo rivalizan por la captura de las fuerzas vivas (cuerpos, trabajo, energía, naturaleza).

Una geopolítica multiescalar, que reivindique una geopolítica de los de abajo, propone (re)tomar la pregunta: ¿en qué sentido la Revolución Bolivariana ha sido un proceso decolonial? O bien, ¿en qué sentidos ha representado nuevas formas de colonialidad? Y sobre todo, ¿cómo esto determina el desarrollo y posibles escenarios de la actual crisis venezolana?

 

Revolución Bolivariana y el colonialismo interno

La llamada «Revolución Bolivariana», en sus tiempos más desafiantes y de mayor efervescencia, se presentó y declaró como un importante frente anti-colonial, convirtiéndose en un referente de disputa contra Occidente y sus imperios (principalmente los Estados Unidos), y siguiendo la tradición histórica de los movimientos de liberación nacional de las periferias del sistema-mundo, impulsados décadas atrás. De hecho, representó uno de los principales soportes de numerosos movimientos antisistémicos en el mundo, tal y como lo fuese Cuba durante la Guerra Fría.

Internamente, en sus primeros años el proceso bolivariano irrumpió en el escenario político como una reivindicación a la otredad de la modernidad/colonialidad venezolana, a la subjetividad «salvaje» que por tanto tiempo generó el «Miedo a la Revolución» (Miquel Izard) por parte de las élites «civilizadas» del país. Esto fue así al menos por dos razones fundamentales: primero, por la narrativa popular del proyecto, principalmente la del presidente Hugo Chávez, que va progresivamente radicalizándose junto a una serie de políticas gubernamentales que abrieron espacios y oportunidades para la (re)apropiación política, económica e identitaria de estas subjetividades excluidas y racializadas del proyecto civilizatorio.

Segundo, pero primordialmente, dicha irrupción en realidad se gesta en las luchas populares, en las disputas que desde abajo se impulsan contra el status quo, en un período de ebullición y calor de calle que va desde 1987-1989, pasando por la elección presidencial de Chávez en 1999 y continúa en la defensa popular del proceso bolivariano hasta 2004-2005, cuando comienza su etapa de hegemonía y estabilización.

La síntesis de estos factores parecía que abrían el camino no sólo para ocupar «el lugar del colono» – como proponía Fanon para describir una pulsión política de «las masas» oprimidas por el colonialismo −, sino también para llevar adelante un proyecto de transformación profunda de la sociedad, un proyecto revolucionario. Sin embargo, con la posterior estabilización del Gobierno bolivariano, nuevos modos de colonialidad fueron formateando la orientación del proyecto, lo que de hecho, trazaba desde aquel momento los límites de la experiencia bolivariana.

Es cierto que desde sus inicios este ha sido un proceso con ambivalencias y paradojas, facetas de radicalidad que han coexistido con tendencias conservadoras, lo que revela un conjunto de grupos y corrientes en disputa. A nivel molecular, se abrieron nuevos procesos de producción de subjetividades, reflexiones y deliberaciones colectivas críticas, giros creativos, que muestran formas capilares de florecimiento de la contradicción anti-colonial. El campo popular, es necesario resaltarlo, ha sido siempre un campo de tensiones y resistencias a las lógicas centralizantes dirigidas desde arriba, revelando el agenciamiento social y el movimiento interno que constituye al proceso bolivariano.

Pero es inútil pensar en este proceso político únicamente como contradicción, como campo en disputa. Es necesario tratar de responder a las preguntas: ¿qué lógicas, códigos, patrones y tendencias, qué cosmovisiones y sentidos, qué estructuras de poder, qué regímenes de mando y dominación, se van imponiendo y definiendo el perfil de la Revolución Bolivariana ?

A partir de 2005-2006, cuando la disputa se produce ya no tanto por la sobrevivencia del proyecto, sino por la definición de su orientación política, se va a ir configurando un esquema de reorganización social, político y de distribución económica que persigue acotar y canalizar las «potencias plebeyas» hacia formas progresistas de modernización, hacia su propio modo de civilización.

Siempre hubo en el seno del bloque chavista sectores interesados en abortar y/o suspender la masividad de la irrupción popular anti-colonial, bloquearla sistemáticamente desde dentro, convertirla únicamente en un simulacro expiatorio que no desbordara los márgenes de la nueva institucionalidad revolucionaria. Como ya hemos dicho, el colonialismo opera históricamente en la conexión y articulación entre imperios e intermediarios domésticos, sea en forma de figuras institucionales, de cuerpos de seguridad, de dispositivos culturales e imaginarios. Los procesos de colonización necesitan, permanentemente, de estas bisagras entre el mundo/espacio del colonizador y el del colonizado, como lo reconocía el propio Fanón.

Cabría entonces no sólo preguntarse por la composición de actores e ideas del bloque opositor al proyecto chavista, sino también (y principalmente) cómo se conformaron los nuevos colonos en el seno de esta irrupción. Y en lo sustantivo, cómo se ha expresado y qué lugar ha ocupado en el proceso bolivariano, el germen del proyecto civilizatorio de la » post-colonia » republicana decimonónica , pero sobre todo, el del Petro-Estado militar gomecista y perejimenista, el de la democracia rentista adeco-puntofijista, el de la cultura del petróleo. Cómo estos factores han operado a lo interno del propio proceso, cómo encarnaron instituciones, grupos de interés, visiones sobre el desarrollo, e incluso el propio ideario de la revolución.

 

Entre continuidades y rupturas: la nacionalización del lugar del colono y el mantenimiento de la frontera colonial en la Revolución Bolivariana

A pesar de que se transformaron los rígidos límites de exclusión neo-colonial de la Venezuela del puntofijismo, en realidad, lo que en buena medida ocurre en la Revolución Bolivariana es la nacionalización del lugar del colono. Esto, como ya mencionamos, supuso la búsqueda, desde arriba, de canalización de las pulsiones populares emancipatorias, antioligárquicas y contrahegemónicas hacia formas progresistas de modernización. La inclusión social masiva abrió la puerta no sólo a las nuevas formas de la institucionalidad neo-colonial de la Venezuela petrolera, sino a la siempre ofertada realización de la vida civilizada, determinada desde principios del siglo XX por la idea de prosperidad y el ‘american way of life’, y ahora envuelta en una narrativa revolucionaria y de rescate de la épica nacional-bolivariana .

El problema de esto no es de ninguna manera la cobertura de las necesidades fundamentales, históricamente negadas, que se logró a partir de la distribución social de la renta del petróleo. Saldar esa cuenta, alcanzar esa reivindicación primaria es, en efecto, una expresión de la reclamada justicia social. El factor crítico fue, de hecho, encaminar el progreso revolucionario y su horizonte «liberador» en torno al intento de socializar y masificar lo que Ulrich Brand y Markus Wissen han llamado el » modo de vida imperial » . Esto es, el modo de vida que se recrea a partir de patrones de distribución y consumo propios de los países del Norte Global y sus clases altas y medias.

Uno de los elementos centrales de la construcción de consenso y cohesión interno en el proceso bolivariano fue la configuración de un escenario, desde arriba, para la realización de las clases populares a través de las mercancías (importadas) y los recursos financieros del capitalismo rentístico, y no tanto a partir de la apropiación amplia, directa y real de la política (frente al monstruo de la burocratización ) , de la distribución económica (frente al manejo hipercentralizado y a discreción de las grandes finanzas ) , de los bienes comunes (frente a la monopolización de la decisión sobre los llamados «recursos naturales» ) y de la producción (frente a la extraordinaria centralidad del extractivismo y la economía de importación ) .

El lugar del colono es el espacio por excelencia del modo de vida imperial, y eso no sufrirá modificaciones de fondo en el proceso bolivariano. Además de atar este ideal de realización social a un modo de vida insostenible y a la función colonial de Venezuela en el mercado mundial (extractivismo-rentismo-importación) – aprovechando el boom de las commodities y ahora con productos provenientes de China – , estos patrones dominantes son imperiales con la naturaleza y el trabajo de numerosos humanos en otras latitudes – como lo explican Brand y Wissen – , y por tanto no pueden representar ningún proceso de democratización, y mucho menos uno revolucionario.

Lo dicho, expresa algo determinante : el trasvase popular que se produce desde el lugar de la exclusión hacia el lugar del colono, no supuso de ninguna manera la supresión de esa histórica frontera interna de la colonialidad. En la Revolución Bolivariana se ha mantenido la configuración de la otredad colonial: el afuera de la modernización revolucionaria; el Dorado contemporáneo; la zona salvaje de bajo costo, de reserva, de sacrificio; el espacio y ámbito atrasado que posibilitaría materialmente el proyecto de la «Venezuela Potencia Energética Mundial» y el Socialismo del Siglo XXI.

La Sierra de Perijá, el Delta del Orinoco, la Sierra de Imataca, los bosques de Parguaza, la cuenca del Caura, las sabanas del sur de Anzoátegui y Monagas, la península de Araya, los manglares de Morrocoy, y un largo etcétera. Fronteras que son objeto de la neo-colonización del extractivismo minero, petrolero, gasífero, de infraestructuras, de turismo depredador. Extractivismo ampliado que sustenta el proyecto de modernización progresista de la Revolución Bolivariana. Extractivismo en el cual, no sólo no se hizo ningún cuestionamiento real al patrón de colonización de la naturaleza, sino que en el enorme grueso de los casos fue impulsado sin ninguna consulta a los pobladores locales.

Extractivismo que actualizó y expandió diversas formas de racismo y clasismo geográfico y ambiental contra campesinos, indígenas y pescadores, al imponerles la tradicional » externalización de costos «; es decir, tener que tragarse los desechos, la contaminación de aguas, el socavamiento de sus medios de vida locales, diversas formas de etnocidio, la deforestación, desplazamientos, las enfermedades producidas por estos » polos de desarrollo » o las diversas formas de violencia que se producen en sus territorios en nombre de esta promesa de emancipación, progreso e independencia nacional .

De ahí los diversos tipos de respuesta y movilizaciones de estos pueblos y comunidades. Los indígenas pemón tratando de detener el proyecto del tendido eléctrico en sus territorios; las variadas protestas de pescadores (en el Lago de Maracaibo o Paraguaná) por los efectos de la contaminación petrolera; las movilizaciones de comunidades campesinas como la de Tiara (en Aragua) por los impactos ambientales de la mina de Loma de Níquel; las confrontaciones de comunidades wayuu ante la militarización de sus territorios; los señalamientos de enfermedades de integrantes de comunidades que viven en las zonas aledañas a los mechurrios; los cortes de ruta en San Diego de Cabrutica (Faja del Orinoco) por las desigualdades en la distribución del agua; los enfrentamientos de comunidades yekwana en el Caura contra militares y mineros ilegales; la durísima lucha de campesinos y comuneros por tierras, con alto saldo en muertos; o la de los indígenas yukpa del Tokuko y Yaza contra ganaderos y la expansión de la minería de carbón, por mencionar ejemplos emblemáticos.

Pero poco o nada se habla de esto. Ha sido uno de los secretos (sucios) de la revolución. Es cierto que desde el Gobierno bolivariano se produjo un reconocimiento e inclusión formal de esa otredad de la colonialidad, por tanto tiempo invisibilizada. Esto ocurrió principalmente en el campo jurídico (reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas y del ambiente en la Constitución Bolivariana de 1999, Ley de Tierras, Ley de Pesca, Ley de Pueblos Indígenas, Ley Orgánica del Ambiente), en el campo simbólico (a través de su reivindicación en los discursos políticos) y a través de una serie de políticas públicas guiadas desde las estructuras estatales.

No obstante, esta formalidad tiene fundamentalmente los rasgos de una puesta en escena: la situación hoy de los pueblos originarios, es muy preocupante y su supervivencia está seriamente amenazada. Después de 19 años, la demarcación y titulación de sus tierras, consagrada constitucionalmente, prácticamente no se ha realizado o ha sido muy precaria y parcelada. En los hechos, el indígena, sigue siendo una otredad del desarrollo bolivariano. A su vez, el accionar y gestión de Pdvsa, y en general de las empresas estatales (que dominan casi completamente el mapa económico del extractivismo nacional) se siguen presentando como incuestionables, inescrutables e inalcanzables para el grueso de la población. Allá la democracia participativa y protagónica nunca llegó, así como no lo hizo en sectores claves de las estructuras de poder del Petro-Estado.

La cruda realidad evidencia una continuidad de la lógica civilizatoria de colonización territorial que caracterizó los períodos políticos anteriores. Estas subjetividades, estos territorios, han sido nuevamente asignados como los «daños colaterales» de la innegociable modernización. La justicia social tan anunciada en realidad se ha ejecutado a costa de la injusticia ambiental cargada a esa otredad colonial. La novedad es que los promotores de esta modernización revolucionaria ahora se parecen a ella, hablan como ella, » están de su lado » , e incluso dicen hacer todo esto por y en nombre de ella, lo que creó nuevos dispositivos de penetración territorial-identitaria de la misma y facilitó a este tipo de colonialidad llegar a rincones donde no había llegado antes.

En todo este proceso, la plurinacionalidad y pluriculturalidad que constituye la historia y el tejido socio-territorial venezolano, quedan de nuevo cercadas. El devenir corporativo del Petro-Estado bolivariano y la lógica centralizante del Socialismo del Siglo XXI, procuraron una identidad y unos códigos revolucionarios que, en su afán de articulación y acotamiento social al proyecto nacional-estatal, impulsaron procesos de homogeneización sobre esa diversidad bio-cultural venezolana, sobre la vida en los territorios, en los ecosistemas. Consejos comunales para circunscribir las amplias y diversas formas tradicionales de organización indígena existentes; comunas campesinas que intentan ser determinadas por por su participación en el crecimiento del PIB nacional o bien por los objetivos electorales propuestos por el partido de gobierno, por citar ejemplos.

Los elementos descritos, aunque marginalizados en el debate político, reflejan en realidad la orientación hegemónica que toma el proyecto bolivariano, los modos en los cuales se asumen y formatean las estructuras del colonialismo interno, y por tanto, cómo se refuerzan los anclajes históricos de su función internacional, que desde una perspectiva desarrollista, consolidaron esquemas de muy alta dependencia y fragilidad política, económica y geopolítica.

Difícilmente se puede entender el desarrollo de la extraordinaria crisis que vive Venezuela en la actualidad, únicamente señalando la intervención foránea. La Revolución Bolivariana ha sido también un régimen de acumulación de capital, y como tal, ha estado profundamente marcada por las pugnas internas de los grupos de interés que han compuesto el propio bloque político. En este sentido, los nuevos colonos utilizan al Petro-Estado como facilitador de procesos de acumulación privada de capital: por eso la creación o mantenimiento de zonas del no-ser – ahora también de las «zonas económicas especiales» – , que opera junto a distintos mecanismos de distribución de la renta, formas de financiarización de la naturaleza, relanzamiento de la relación con corporaciones transnacionales, entre otras medidas, que tributan a estos intereses privados.

Para un tipo de economía como la venezolana, donde es vital articular con el gran captador, centralizador y distribuidor de la renta petrolera, como lo es el Petro-Estado, no es posible una «guerra económica» de estas dimensiones sin que pase por la participación directa o indirecta de buena parte de los grupos o integrantes cupulares del sector público. Esto, hoy en día, ya es de conocimiento popular.

Con el derrumbe de los precios internacionales del petróleo, y por ende, con la (¿momentánea?) ruptura del hechizo de riqueza que envolvió al proceso bolivariano, otra cosa q ue también queda en evidencia es precisamente lo que siempre advertía Fanon en sus escritos: la colonialidad es un hecho eminentemente violento.

 

Contra toda violencia colonial: la ética de la izquierda y la geopolítica de los de abajo

Nos encontramos en una delicada y peligrosa situación a escala global, en la medida en la que arrecian y avanzan lógicas belicistas en el conflicto geopolítico. La actual guerra comercial, señala una probable agudización de las lógicas neo-coloniales en la disputa por las consideradas «zonas de reserva de recursos naturales y mano de obra barata». Venezuela es una de las claves en estas disputas, con un alto grado de significación en lo referente al control de la región latinoamericana.

Lo preocupante es que, ante esta coyuntura, nos hemos vuelto más vulnerables. Vulnerables ante los Estados Unidos y sus aliados. Vulnerables ante China y Rusia. Pero si el colonialismo imperial ha podido avanzar en la vulneración del proceso bolivariano, no ha sido fundamentalmente por los ataques impulsados desde afuera – recuérdese cómo estos fueron repelidos en 2002, 2003 y 2004, en el período de ebullición e irrupción popular anti-colonial − , sino más bien por lograr articularse con el propio colonialismo interno del proceso. Es decir, con los propios canales internos de socavamiento a la producción doméstica (preferencia al sector primario) y de favorecimiento a la importación de alimentos (por ejemplo, esquemas favorables con dólares preferenciales entregados en componendas); de la captura a discreción de la renta petrolera y de la «fuga de capitales» (lo que enriqueció con miles de millones de dólares a un sector de funcionarios de alto nivel gubernamental); de cooptación y desmovilización social en nombre de la disciplina revolucionaria y el orden interno; o de encauzamiento epistémico en torno a la cultura rentista (que aunque sirve electoralmente en realidad va desarmando a la población para la construcción de alternativas ante la crisis).

El imperialismo es mucho más que los marines desembarcando en las costas de un país . En este proceso, mientras los Estados Unidos ha sido el Imperio más frontalmente agresivo contra Venezuela, China ha sido el protagonista económico para terminar de atornillarnos a la dependencia extractivista, al dirigir por años sus grandes inversiones y esquemas de préstamo fundamentalmente al sector primario, en consonancia con su política de inundarnos de sus productos manufacturados, que terminamos importando.

En este sentido, no basta mirar hacia afuera. En realidad nunca ha bastado. Si estamos ante el agotamiento de un ciclo político y la configuración de otro en Venezuela, vale la pregunta en clave geopolítica «¿quiénes nos atacan?», pero al mismo tiempo tiene que valer la pregunta de quiénes ejecutan localmente este progresivo viraje político, este cambio de régimen que apunta hacia el estado de excepción permanente, esta re-estructuración económica que tiene una clara racionalidad neo-colonial y que nos dirige hacia un nuevo proceso histórico de acumulación por desposesión.

Si hemos hablado de una «nueva fase del extractivismo» en realidad estamos hablando de una nueva fase del colonialismo. ¿Quiénes son, desde ya, los «salvajes» que amenazan al restablecimiento del orden? O bien, ¿quiénes serán finalmente los sacrificados, los «condenados de la tierra», los «daños colaterales» de este nuevo proceso civilizatorio, y sobre todo, quiénes los pacificadores, los civilizadores, los jueces?

Conviene insistir: en esta arremetida no se trataría sólo restaurar con rigidez la exclusión en los lugares privilegiados del colono, sino recuperar y reorganizar la condición de enclave extractivo que tiene el afuera de la frontera colonial. Para el caso venezolano, la colonización de las nuevas fronteras de la extracción, el asalto a los últimos rincones poco intervenidos del territorio nacional, constituye la base material de la nueva arquitectura geográfica del capitalismo para los próximos años. En este proceso, el Arco Minero del Orinoco es central; es la más clara expresión de la colonialidad, del racismo, y viene chorreando sangre y lodo por todos los poros, de la cabeza hasta los pies (Marx dixit).

Pero independientemente de cual sea su posicionamiento al respecto, son las clases populares, habitantes de los barrios urbanos, mujeres, pueblos indígenas, comunidades campesinas y pescadoras, e incluso sectores más vulnerables de la clase media, los que sufren y enfrentan las consecuencias de las políticas de flexibilización económica, de la militarización de la vida; mientras sufren el desparramamiento de la violencia política opositora o de las sanciones estadounidenses, también lo hacen con el pago puntual de la deuda pública en detrimento de las importaciones, con el crecimiento de las agresiones contra organizaciones campesinas y comuneros y contra protestas de trabajadores precarizados por la situación actual. Mientras son afectados por las redes de bachaqueo y contrabando transfronterizo, del mismo modo lo son por la devastadora corrupción gubernamental, que se ha devorado los fondos públicos.

Por supuesto que retumba la pregunta sobre ¿qué sentido tiene la izquierda ante esta situación? ¿Cuál es el rol y la posición de la indignación? ¿O qué significa la dignidad? ¿Cuál es el límite, el ¡ya basta!, el punto de honor? ¿Cuáles son sus principios irrenunciables? ¿Hay espacio y posibilidad para un programa alternativo en este tiempo caótico?

Asumir la crítica decolonial en realidad no es fácil, porque no se trata sólo de epistemologías, construcción de identidades y patrones de conocimiento. Repitámoslo: la colonialidad es un hecho eminentemente violento. En todas sus escalas. Tanto en las sanciones de Trump como en el Arco Minero del Orinoco. De cerca te machaca, pero como «espectador» te abofetea. Por eso da escalofríos que influyentes académicos, antes que críticos decoloniales parecen actuar más como los consejeros del príncipe, legitimando de hecho la depredación neo-colonial en nuestros sures.

Parafraseando a Frantz Fanon, no se trata sólo de pensar sobre el nuevo colonialismo, sino también de ver qué podemos hacer al respecto. No parece que tengamos soluciones fáciles frente a nosotros. Pero esta especie de guerra global que nos envuelve, se despliega, profunda, sobre los tejidos de la vida, las tramas comunitarias y sociales. Una geopolítica de los de abajo reivindica como punto de partida esos núcleos de vida socio-ecológica, aquellos de donde emanan no sólo las resistencias territoriales, sino también donde germinan siempre las alternativas, las formas futuras de un cambio histórico en desarrollo. Una geopolítica de los de abajo demanda que la enunciación del «nosotros» no sólo re-centre a todas esas otredades excluidas y explotadas, sino que también tenga cuerpo, tierra, territorialidad.

De ahí la importancia y significado en Venezuela de la lucha del cacique yukpa Sabino Romero y sus comunidades, que han batallado no sólo por la recuperación de sus tierras ancestrales, y contra las agresiones de militares y ganaderos, sino también contra la expansión del extractivismo de carbón en la Sierra de Perijá. La lucha de Sabino se filtró por las fronteras y las grietas de la paradoja colonialidad/decolonialidad del proceso bolivariano, en la medida en la que se adscribió pública y explícitamente a la identidad y el campo popular del chavismo, al tiempo que se confrontó férrea y decididamente al patrón civilizatorio/colonial dominante en la Revolución Bolivariana.

Sabino parecía decir: «estamos listos para realizar la revolución, aquí y ahora, en nuestros territorios, a través de la acción directa, ocupando tierras. Nos ampara el mandato revolucionario de Chávez. Estamos en revolución. Pero no se olvide: no queremos a los carboneros. El extractivismo es capitalismo y los que promueven el extractivismo son capitalistas. Se unen a los ganaderos. A militares y burócratas corruptos. Lo que queremos es tierra para los indígenas. Agua, territorio y dignidad».

La subjetividad que encarnaba Sabino no sólo expresaba las facetas más radicales del proceso originario y anti-colonial que hizo ebullición entre 1989-2004/2005, las reivindicaciones más nítidas de su promesa emancipatoria. Era además una vocería que hablaba desde el afuera del lugar del colono. Su filiación al proyecto bolivariano no supuso de ninguna forma subsumir los principios de dignidad y justicia para los indígenas. Muy al contrario. Por estas razones y la firmeza de su lucha, y por el apoyo de diferentes movimientos sociales y organizaciones populares, logró cierta masividad y posicionamiento de sus demandas, interpelando a todo el chavismo desde adentro, pero también revelando las propias contradicciones y tensiones constitutivas del proceso bolivariano.

La lucha de los yukpa de Sabino evidenciaba, por tanto, que disolver la frontera colonial, desmontar las estructuras del lugar del colono, era desafiar al modelo desde su raíz. Revelaba pues, otros códigos, otras valoraciones de lo revolucionario, otro camino diferente a transitar para alcanzar la emancipación. De ahí la consigna «Sabino marca el camino».

 

A Lêgerîn Çiya (Alina Sánchez)

 

*Emiliano Teran Mantovani es sociólogo e investigador asociado al Centro de Estudios para el Desarrollo (CENDES), miembro del Observatorio de Ecología Política de Venezuela y mención honorífica del Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2015 por el libro ‘El fantasma de la Gran Venezuela’. Participa en el Grupo Permanente de Trabajo Sobre Alternativas al Desarrollo organizado por la Fundación Rosa Luxemburgo y es miembro de la Red Oilwatch Latinoamérica.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.