Regreso de correr. Han sonado en este rato varias canciones de Sabina. Forma parte de mi biografía musical. Alguna vez he tenido -años ha- el lujo de compartir noche y música con él, con la verja ya bajada, en algún bar de Madrid. La amistad con Luis Pastor brindó esa posibilidad. Recuerdo esa noche como […]
Regreso de correr. Han sonado en este rato varias canciones de Sabina. Forma parte de mi biografía musical. Alguna vez he tenido -años ha- el lujo de compartir noche y música con él, con la verja ya bajada, en algún bar de Madrid. La amistad con Luis Pastor brindó esa posibilidad. Recuerdo esa noche como un regalo. Luis Pastor se preguntaba hace poco a dónde han ido los cantautores. Luis no se ha marchado a ningún lado. Ahí sigue. El que yo escuche mucho a Sabina no tiene implicaciones políticas en mis convicciones. Por ejemplo, que él vaya a tocar a Israel justo cuando el ejército de ese país está masacrando a palestinos no modifica un renglón mis posiciones sobre el conflicto en ese lugar olvidado de los dioses. Tampoco cuando hace guiños a la monarquía o pide el voto para éste o aquél partido. Claro que me alegré cuando muchos artistas coincidieron con mis posiciones contra la guerra de Irak (sabiendo que estaban arriesgando mucho en un país donde se confunde lo público y lo privado), de la misma manera que no lo hice cuando otros muchos decidieron dar su apoyo a Zapatero.
Lo que agradezco profundamente es esa tarea permanente del mundo de la cultura que genera pueblos cultos y críticos. Nos hacemos ciudadanos preguntándonos cosas. Y las preguntas nacen, casi siempre, de cosas que te tocan el corazón antes que la cabeza. Después de tres años estudiando economía, no hubiera llegado a ciencias políticas y sociología de no ser por el diálogo vital que tenía con las cosas del arte (y que la «ciencia lúgubre» económica no brindaba). Con Los fusilamientos del tres de mayo podía explicar mi país pero no me valía para los balances contables. No quería renunciar a esa riqueza. La misma mirada crítica me llevó, sin embargo, a querer entender ese interrogante permanente que es España. Y empecé a ver que la Transición había dejado mucho que desear y que la cultura, como la universidad, como el periodismo, como la política, no estaba siempre a la altura. Había ciudadanos que esperaban a la puerta de los juzgados a políticos corruptos para aplaudirles. Los intelectuales y artistas firmaron un apoyo cerrado al PSOE en 1982 y muchos de ellos hicieron otro tanto en el referéndum de la OTAN en 1986. El PSOE manejaba la televisión pública -la única que había- con mano de hierro y no te dejaban salir en ella si no les apoyabas. Una canción de Javier Krahe crítica con la OTAN tuvo que caerse del enorme concierto de Sabina que retransmitió la TVE. Tenemos el país que tenemos. ¿O creemos que somos radicalmente diferentes a la casta que nos gobierna? Estamos ahora mismo dilucidando esa pregunta. Yo estoy esperanzado de que vamos a concluir que ya no somos como ellos y por eso les vamos a echar.
Siempre he procurado diferenciar los muchos mundos del arte, saber que el tiempo político de la cultura no se mide por el tiempo político de los partidos y que es más fácil que en una canción, en un poema o una partitura, en un ensayo o en una novela, en una película, en una obra de teatro o en un cuadro esté adelantado el futuro que deseamos antes que en los decretos que emanan de gobiernos y parlamentos. El mundo de la cultura adelanta el mundo que deseamos y lo hace posible. Lo hemos dicho muchas veces: el socialismo no se decreta, y quien crea las condiciones para que las leyes afiancen esa vida mejor es la cultura y sus autores. Nuestro querido Gramsci sabía que si no se gana la batalla de crear un nuevo sentido común, de nada sirve que asaltes el palacio de invierno. Es verdad que no basta quedarse en las ideas y las expresiones culturales y artísticas. En algún momento, esa nueva manera de leer el mundo reclamará políticas públicas, leyes, quizá una nueva Constitución.
Podemos ha nacido para hacer posible lo imposible. La fuerza que nos dan las encuestas ha llevado a que nos intenten derribar como sea. Cualquier cosa que digamos o hagamos es reinterpretada de la peor manera posible. Somos objetivo militar a batir, y se intenta que digamos lo que pueda generar protestas y enfado de personas o colectivos. Aunque no tenga nada que ver con lo que pensamos. ¿Que a veces metemos la pata? ¡Claro! Y no hay ningún problema en reconocerlo cuando así sea. Pero el grueso de los ataques tienen otras intenciones. Forma parte de la guerra sucia de la vieja política. En mi caso concreto, nunca he dicho que los artistas no puedan opinar de política. Estaría bueno. Es una mentira que nace de un desafortunado titular de una agencia de prensa. En fin… Quien quiera ser honesto debe escuchar el argumento completo, no solamente la frase con la que arranca un comentario. No solamente el mundo del arte tiene derecho a hacer política, sino que sin el mundo del arte no va a haber cambio político. Pero que nadie nos obligue a que nos interesen lo mismo las novelas de Vargas Llosa que sus incursiones en la política. Y lo mismo ocurre con gente que ha ganado un espacio en la opinión pública con su profesión y desde ahí salta a otros ámbitos con desigual fortuna. Gilberto Gil fue ministro de cultura de Lula en Brasil. Y mereció todos los elogios. Otros artistas, por ejemplo en España, están de diputados (y sujetos a muchas críticas y también celebraciones). Insisto: la política no pertenece a ningún grupo de expertos. Todo lo contrario. Estamos hartos de los profesionales de la política. Pero lo contrario tampoco es cierto. Que por estar fuera de la política o de su reflexión profesional tienes siempre la razón. Hay ángulos que convendría limar. Por supuesto que Norma Duval o Bertín Osborne pueden encabezar la lista de firmantes de un manifiesto del PP. Lo que preocupa es que tengan el poder de orientar el voto de nadie solamente porque tienen reconocimiento en su profesión.
De nuevo con Gramsci: todos somos intelectuales. Todos trabajamos con la inteligencia. Un profesor no es más que un fontanero o un tramoyista (doy fe de que es bastante fácil que sea al revés). Pero unos tienen la función de intelectuales y otros no. Es una cuestión de profesión. En las profesiones uno se especializa. Todos sabemos de política y en democracia todos debemos tener el derecho a defender de manera pública nuestras ideas. Por eso, las cartas al director son una de las secciones más valoradas de un periódico que se precie. Y en las cartas escribe el pueblo llano (aunque los profesionales de la política quieran copar también ese ámbito). Son un reflejo de la sociedad, a no ser que estén manipuladas, claro. En cualquier caso, no todos los comentarios son iguales. Basta echar una ojeada a twiter. ¿O tienen el mismo valor todos los comentarios en las redes? Hay gente que piensa mucho lo que escribe, que lee libros y revistas además de periódicos, que reflexiona, que duda. Y otros que sueltan lo primero que se les pasa por la cabeza. De ahí que los partidos sean «intelectuales colectivos» que ayudan a tener criterio general pues nosotros solos no llegamos a todo. A no ser que se conviertan en empresas maximizadoras de voto sin ideología. Igual debiera ocurrir con los periódicos, aunque se han convertido en buena medida en empresas de medios de comunicación y confunden más que aclaran.
En conclusión, todos hacemos política y todos tenemos el derecho a expresar nuestras opiniones. Es de desear, en cualquier caso, que quien influya con sus posiciones políticas sea coherente. Tener derecho a opinar no significa que te tengan que aplaudir cada vez que cuentes lo que te viene en gana. Cada ciudadano tiene derecho a expresar lo que le da la gana, pero lo que dices puede carecer de interés (algo a lo que están sujetas también estas líneas). Especialmente cuando tu capacidad de influir no viene de que seas un especialista en el campo sobre el cual opinas, sino porque has tenido reconocimiento en tu ámbito profesional. Cualquier actor o actriz esperan el aplauso del público pero también esperan los dardos o abrazos de los críticos. Vivimos en sociedades saturadas audiovisualmente y le damos una importancia absurda al hecho de ser «famoso». Si un afamado cirujano o un reconocido bailarín o un cotizado actor o una dicharachera tonadillera dice una tontería política, claro que tiene derecho a decirla, pero no deja de ser una tontería. El que insistamos en que la política no es, ni por asomo, lo que hacen los políticos no nos debe hacer perder de vista estas cosas.
No todos los pueblos hacen los mismos esfuerzos por estar informados. En España, aún tenemos mucho que avanzar en esa dirección. Ojalá leyéramos tanta prensa como nuestros vecinos. Es impresionante la coherencia política que tuvo Labordeta. La coherencia política de Lluis Llach. Sin compartir sus posiciones, Willy Toledo es coherente, igual que lo es Wyoming, Alberto San Juan o Luis Eduardo Aute (con quienes comparto más cosas). La lista sería interminable. Otras personas muy conocidas son, sin embargo, mucho menos coherentes en sus posiciones políticas. Opinan de asuntos colectivos como si lo hicieran de su último trabajo artístico. Y no están a la altura. Y como tienen mucha relevancia, es importante recordarles que han opinado desde la ignorancia. Como muchos políticos, qué duda cabe. Puedes presentar un telediario y aprovechar tu fama para luego vender un champú. Son saltos con sus riesgos.
En mi ámbito concreto de trabajo, la universidad pública, tenemos abierta una profunda crítica sobre el triste papel de la academia en la construcción de una democracia alternativa. A mí no se me ocurre decir que a la sociedad le queda mucho y que la universidad, en cambio, está para tocar campanas. Asumo como propias las críticas a la universidad. Y creo que no ayuda nada la defensa corporativa de la universidad. Es evidente que ni todos los universitarios estamos a la altura ni lo contrario. Como le ocurre a cualquier colectivo. Incluidos los artistas. Ninguna generalización hace justicia. Pocos recuerdan quién ha sido el último premio nacional de novela, o de ensayo, o de poesía. Ojalá que esa gente fuera la que tuviera el reconocimiento social como para que los partidos les pidieran encabezar sus manifiestos. Nos queda mucho. Prefiero a Angelina Jolie ayudando a niños que pidiendo el voto para el Tea Party. Pero en asuntos de política norteamericana, me quedo con Chomsky o Zinn. Ojalá vayamos construyendo en España una cultura popular, plural y crítica, expresada horizontalmente por toda la sociedad y defendida por cada ciudadana y ciudadano -que haga imposible,por ejemplo, un espectáculo como el toro de la Vega- y que termine con cualquier corporativismo que nos ayude a desterrar, con Gil de Biedma, esa maldición que hace que la historia de España siempre tenga que terminar mal. Si Podemos alcanza posiciones de gobierno, ojalá que el mundo de la cultura no le entregue ningún cheque en blanco para que no repitamos los errores de otros momentos de nuestra aterida democracia. Asumamos que la crítica es precisamente quien construye una esfera pública virtuosa. Y poco a poco, ir quitándonos todas esas herencias que nos impiden volar.
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