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De la política a la ética

Fuentes: Rebelión

Pienso que la política, tal y como la conocemos ha llegado a su fin. La política ya no tiene nada que hacer por muchos motivos, pero hay dos fundamentales. Me refiero a la política que tenemos ahora, porque política siempre va a haber. Esos motivos son los siguientes. En primer lugar la política está sometida […]

Pienso que la política, tal y como la conocemos ha llegado a su fin. La política ya no tiene nada que hacer por muchos motivos, pero hay dos fundamentales. Me refiero a la política que tenemos ahora, porque política siempre va a haber. Esos motivos son los siguientes. En primer lugar la política está sometida a un poder superior que ha aceptado. Es el poder del capital y los que lo manejan, porque no es sólo el sistema capitalista, sino que el capital, la riqueza tiene dueño, son personas físicas, unos pocos en el mundo. Pues bien, los políticos han aceptado a los superricos (pasando muchos de ellos a formar parte de sus filas) y al modelo capitalista como única forma de evolución histórica. Teniendo una idea deterministas de la historia (que no es idea, sino ideología) que es falsa. La historia es un sistema complejo, no lineal y, por tanto no determinista. Ello no quiere decir que pueda ocurrir cualquier cosa, sino que la determinación histórica es sistémica, entonces lo que tenemos es un campo de probabilidad.

En segundo lugar, la política y los políticos han perdido su referente en una democracia, que es el pueblo. La política busca su aval en el pueblo, por medio de las votaciones (esta es la pantomima de la democracia), una vez que pasan las elecciones desconectan totalmente y se adhieren al poder y a los intereses de partido y no de los ciudadanos. Y, psicológicamente y éticamente, el político es un animal ambicioso. Y en el mundo de la política, que es el del poder, reina la ley de la selva, la del más fuerte, es un mundo totalmente competitivo en el que la empatía no existe. Por eso los podemos considerar psicópatas, porque no sienten el dolor ajeno, ni el de sus compañeros ni el del pueblo. De lo que se trata es del poder por el poder. Es el triunfo de la cultura patriarcal (la violencia, el poder, la posesión, la competitividad…) Es esta política la que está acabada porque además nos ha llevado, eso sí, con nuestro consentimiento, a nuestro autoexterminio, si no encontramos un remedio. Y esta solución tiene que venir de una concepción no jerárquica de la política, sino sistémica y basada en la empatía (colaboración) frente a la violencia y la competitividad.

El segundo punto es el de la educación. Vivimos anclados en el mito de la razón ilustrada, que ha sido denunciada muchas veces, pero que sigue dominándonos. Y yo sigo considerándome un defensor de la razón crítica ilustrada, pero, cada vez más crítica y menos razón lógico-analítica. Razón cordial (del corazón) que diría Adela Cortina. Pues bien, la Ilustración mantuvo dos ideas que, en el fondo, eran mitos y un exceso de optimismo. Mantuvo la idea de que la educación nos haría libres. En realidad pensaron que la educación era el vehículo del conocimiento y que éste, de por sí, nos haría libres. Ese era el optimismo ilustrado, nada más lejos de la realidad. La educación se convirtió desde entonces, hasta ahora, en el mejor vehículo de control de las conciencias, de limitar el pensamiento, de dirigirlo según los intereses ideológicos del estado y de la época. y, el conocimiento, no transmitía la virtud, que era lo que, realmente, nos podría hacer libres. Los sistemas de enseñanza no son más que una maquinaria para crear vasallos obedientes al sistema. (Hoy en día los primeros vasallos somos los profesores que estamos perfectamente adoctrinados, somos obedientes y sumisos, como el sistema nos ha construido y transmitimos la ideología sin el más mínimo cuestionamiento. Ver la unanimidad y la obediencia de un claustro de profesores es lamentable. Y, el miedo, que crea la sumisión, también, claro). Y me refiero a los tres niveles de la enseñanza. El conocimiento, claro que libera, pero cuando el conocimiento va unido a la virtud, como era el caso griego (Sócrates, Platón y Aristóteles). Conocer no era sólo conocer cosas, sino conocer para ser mejor. El propio conocimiento, que nace de la admiración ante lo real y del reconocimiento de nuestra ignorancia eleva ya, de por sí, nuestra alma a la contemplación. Porque el saber, no era un saber interesado, sino puro, un saber por el mero hecho de saber. En definitiva el saber era un acto de libertad.

Porque ese saber te permitía, de paso, la autonomía, que es lo que Sócrates siempre persiguió y enseñó. Y la autonomía es ser capaz de darte la ley a ti mismo y eso es la libertad. Pero el conocimiento, ya para los ilustrado, y hasta la fecha (tenemos esa aberración de la separación entre ciencias y letras, inconcebible, el conocimiento es uno. Y, encima, las humanidades son consideradas las fáciles) está desgajado de la ética. Está unido a la idea de progreso, que no es tal idea. Es decir, está unida a la idea de progreso científico-técnico. Es decir, que a mayor conocimiento más progresamos socialmente. Pues aquí hay dos errores graves. El primero es que no existe ninguna prueba de que el progreso tecnocientífico conlleve un progreso ético y político, más bien, aunque no necesariamente, todo lo contrario. Y, en segundo lugar, la concepción del progreso como un bien de por sí. Para empezar, no existe un progreso necesario de la historia y, para seguir, el progreso es un mito. Este mito es el mito del cristianismo de la historia de la salvación del hombre. El cristianismo, basándose en las escrituras, inventa la idea (San Agustín) de la salvación del hombre o la humanidad. Es decir que la historia, al contrario de lo que se había pensado, es lineal y tiene un sentido que va desde la creación y la caída del hombre (pecado original. Génesis) hasta la segunda venida del mesías que traería la salvación del hombre. (Apocalipsis). Pues bien, esta concepción mítica de la historia es la que se seculariza y se une a la ciencia, la política, la ética, la filosofía… y, desde entonces, a pesar de las muchas críticas, tenemos este mito en nuestro imaginario colectivo. Ni siquiera podemos hablar de progreso tecnocientífico, menos aún de progreso en la historia, máxime cuando estamos al borde de la autoextinción y tampoco de progreso ético y político, porque ya vemos los retrocesos que ha habido en los últimos cuarenta años. Además ese progreso no es universal, sino que se da en unos pocos países ricos y privilegiados.

Y de todo esto sale una idea que es la del surgimiento de una nueva ética. Esa nueva ética está dentro de un nuevo paradigma. Porque hay que señalar que lo que está en crisis no es el capitalismo, sino todo el paradigma que lo sostiene. Y lo que sostiene a un paradigma es una filosofía en tanto que visión del mundo, del hombre y de la relación de uno con otro y de los hombres entre sí. Hemos de abandonar el paradigma patriarcal y pasar a un paradigma matriarcal-ecológico. Desde esta perspectiva la ética debe dejar de ser antropocéntrica para ser ecocéntrica. Una ética sistémica, es decir, que tenga en cuenta las relaciones sistémicas a las que estamos sometidos dentro de la ecosfera de la que somos parte, no dueños ni señores. Es decir, que nuestra acción aquí puede repercutir en Pekín y en las generaciones futuras. Por otro lado, la ética no debe ser personal, ni del deber, sino que su base debe estar en la empatía que es la base de nuestra sociabilidad. Es obvio que el hombre es agresivo por naturaleza, pero también empático. Las diversas formas culturales pueden apoyar más la empatía o más la agresividad. Depende de lo que se haga tendremos sociedades violentas y competitivas o sociedades pacíficas y colaborativas. Pues bien, nosotros podemos decidir. Y por eso mantengo que depende de nuestra opción ética el formar una cultura y una sociedad u otra. Y la apuesta debe ser por la sociabilidad. Nuestra ética debe ser la ética de la compasión, del altruismo. Por eso la revolución que nos lleve al cambio de paradigma no viene de la política, sino de la ética. No se trata de cambiar las estructuras, sino de que el hombre cambie y con su cambio cambie las estructuras. Como dice la metáfora que utiliza Riechmann, a lo mejor el barco ya no lo podemos salvar, pero sí a la humanidad. Esta ética, también, lleva aliada una virtud, la de la austeridad (pero no la que dicen los políticos de ahora, que no es más que robar a los pobres) sino la capacidad de vivir y ser feliz sólo con lo necesario. Y, para eso hace falta el decrecimiento. El decrecimiento lo va a haber necesariamente, pero o bien, se produce por colapso civilizatorio, o bien lo vamos preparando ya, porque ayer deberíamos haber empezado.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.