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De la renuncia a la guerra como instrumento de política nacional

Fuentes: Rebelión

Ponencia de Jaume d’Urgell en la Conferencia sobre la Guerra del Líbano, pronunciada en el Ateneo Científico, Artístico y Literario de Madrid, el sábado día 4 de noviembre de 2006.

Buenos días,

En primer lugar, me gustaría agradecer vuestra presencia en este templo del respeto al pensamiento ilustrado. Es para mi un gran honor tener la ocasión de hacer uso de la palabra en el Salón de Actos de la Docta Casa, el mismo lugar que desde 1884 viene haciendo las veces de cuna, pupitre, escaño y tribuna de la concordia y el entendimiento.

Henos aquí, en nombre de esa fraterna voluntad de servirnos del verbo y la razón, dispuestos a reflexionar, exponer y debatir cualquier idea, sin más temor ni otro fin que no sea el de intentar acercarnos a un ideal de convivencia en paz y justicia.

Mi reconocimiento también para las sentidas y contundentes intervenciones que me preceden. Es una suerte poder asomarnos siquiera por un instante a esa ventana que cada uno de ellos nos ha ofrecido, dándonos a conocer su particular visión de una realidad que no es posible describir mejor. El impacto de la guerra sobre la población civil es una imagen que solo la vivencia puede fijar en el recuerdo. No hay palabras para comunicar lo innombrable.

Hay quien puede afirmar que nuestra capacidad real para hacer algo por la Paz es más bien discreta, que éste será otro acto más «uno de tantos» -dirán-, «lo de siempre»… y es verdad que esto no es el Consejo de Ministros, ni la Cámara del Legislativo. Somos meras personas, agentes de la sociedad civil -ciudadanos de a pie-, pero estamos resueltos, eso sí, a dar pasos que ayuden a avanzar al conjunto de la Sociedad hacia un futuro en el que la Libertad se fundamente en la ausencia del miedo.

Habida cuenta de la dificultad para fijar un mensaje claro en el recuerdo, sabemos que éste debe ser breve, correctamente estructurado y apoyado en pruebas irrefutables. Algo tan genérico y predecible como que «La guerra es mala», podría parecer un buen comienzo, pero para el caso que nos ocupa, no debería ser suficiente, debemos desafiar lo que hasta ahora damos por sabido e intentar llegar un poco más allá de lo obvio:

Las palabras clave de hoy deberían ser «sensibilización», «toma de conciencia». Debemos ser conscientes de que en estos momentos, 48 conflictos bélicos tienen lugar en diversos lugares del planeta. Debemos conocer que todo lo que creemos saber acerca del Derecho Internacional Público, como el Derecho Humanitario Bélico, las convenciones sobre limitación de armamento, los usos y formas «honorables» de hacer la guerra… son sistemáticamente ignorados ahora mismo, en todas partes.

Quizá pueda parecer ingenuo, pero hasta hace unos meses, yo mismo era una de esas reses humanas que creen que hoy la guerra es legal, que algunas guerras pueden ser justas, que la guerra se «hace bien», que hay una forma elegante u honesta de hacer la guerra, que las resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se cumplen escrupulosamente, que una crónica de guerra es como una noticia deportiva o una noticia de sociedad… pero la realidad es bien distinta.

Sí, lo reconozco: yo era una de esas personas que llevados por similitudes semánticas o etimológicas, tenía instalada la curiosa sensación de que las «barbaridades» solo las cometieron los «bárbaros» que hostigaban a los romanos, hará unos 19 siglos. Creía yo que solo una tribu salvaje podía llevar a cabo ciertas salvajadas… Pero no: como tendremos ocasión de contemplar en unos instantes, un ejército contemporáneo, «civilizado» y perteneciente a un país del primer mundo y cultura «occidental», como el que hoy en día ocupa gran parte de Palestina ignorando numerosas resoluciones de Naciones Unidas, no duda en abrir fuego contra civiles desarmados, bombardear escuelas, teatros, bibliotecas, hospitales, lugares de culto -no solo mezquitas, también iglesias católicas-, aeropuertos, autopistas, puertos pesqueros, puertos de mercancías, puertos de pasajeros, puentes, nudos e intersecciones de las principales vías de comunicación terrestre -particularmente en las entradas y salidas de las grandes ciudades y los polígonos industriales-, instalaciones civiles de Naciones Unidas, estudios de televisión, centros para la atención de niños con necesidades especiales, repetidores de telefonía, cementerios, ayuntamientos, sedes de partidos políticos, farmacias, tendido eléctrico, ganado, tractores, depósitos de agua potable, autobuses de pasajeros, vehículos de turismo repletos de familias civiles en fuga, refinerías petrolíferas, reservas nacionales de hidrocarburos, oleoductos… y así, una extensa lista de objetivos civiles imposibles de justificar.

Es preciso saber que estas cosas ocurren de verdad, hoy ¡ahora! Que no son casuales, que hablamos de seres humanos, de personas como nosotros, que no se trata de fanáticos obsesos por la religión, el odio o la envidia.

Si nos paramos a pensarlo, veremos que estamos hablando de personas como nosotros, relegadas por algunos a formar parte de de un «ellos» que en realidad nos incluye. Y no lo digo por falso paternalismo, lo digo además de por humanidad, a modo de advertencia: no podemos permanecer impasibles al espectáculo de cómo nuestros gobiernos destruyan seres humanos cuya diferencia respecto a nosotros es ficticia; entre otras razones porque si tan endeble es el criterio de discriminación, un día no muy lejano, alguien puede adaptar dicha arbitrariedad a su conveniencia, de suerte que las nuevas víctimas seamos nosotros.

No podemos permitir que nuestra irresponsabilidad nos tranquilice pensando que la guerra solo les afecta a «ellos», porque ya no hay un «ellos». En la aldea global que ha devenido el Mundo tras la eclosión de las telecomunicaciones y la masificación del transporte de pasajeros, hoy en día ese «ellos» nos incluye. Si hablamos de un fenómeno como la guerra, debemos tener presente que cualquier persona del plural hace referencia expresa a todos y cada uno de nosotros.

No es cierto que no sean personas, no es verdad que todas las personas que comparten cierta ideología, credo, religión, nacionalidad, género, orientación u vecindad merezcan morir. No solo es necesariamente injusto, también es una completa falsedad. Como también es incierto abogar por el concepto de guerra-preventiva, puesto que por reducción al absurdo, de generalizarse éste, su única cura sería la guerra-porque-sí, entendida como la previa a la preventiva.

La población civil libanesa -o al menos la que yo he tenido ocasión de conocer-, es una población diversa y plural, culta, trabajadora, afable y con un sentido de la hospitalidad, que ya lo quisiera yo para mi país. El nivel de desarrollo cívico en la capital -Beirut- es similar al de cualquier capital de Comunidad Autónoma. La calidad de vida es muy elevada, estimada tanto a través de los parámetros tradicionales como: número de camas o dentistas por habitante, porcentajes de alfabetización, o esperanza de vida; como a través de parámetros menos ortodoxos, como: metros cuadrados de hogar por habitante -viven en hogares grandes y cuidada estética-, estilo de ropa, índice de lectura de la prensa o uso de Internet. En provincias, es distinto, pero es que también en eso nos parecemos.

Todo cuanto antecede, para señalar que no es cierto que seamos tan distintos, y no es cierto que los libaneses merezcan morir. Quizá ayude a comprender qué es lo ocurrido en el Líbano este verano, imaginar la hipotética muerte de mil quinientos navarros a manos del ejército francés, la desaparición de otros tres mil quinientos y el desplazamiento de un millón de españoles, a manos del ejército francés, junto con la destrucción de la mayo parte de nuestras infraestructuras-clave y el 60% de cualquier tipo de construcción en el tercio norte del país.

Y aún así, el caso libanés es mucho peor, porque nosotros, que sabemos bien lo que significa una guerra civil, deberíamos comprender mejor que nadie, la situación de un pueblo que desde hace más de tres décadas se ve abocado a la guerra cada seis ó siete años, a sufrir una nueva posguerra, a empezar otra vez desde cero, a intentar olvidar a demasiados amigos, familiares y conocidos, a regresar al hogar, desescombrarlo y volverlo a construir. Y luego esperamos que no alberguen rencor, ni miedo. Esperamos que nos compren cosas hechas con sus propias materias primas. Esperamos poder verles sin que nos vean, visitarles sin que nos visiten… negarles, permaneciendo nosotros.

El Líbano, para muchos sinónimo de sufrimiento, es esa España refleja, que se esconde tras un espejo al que llamamos Mediterráneo. Con nuestros mismos montes marronáceos, manchados de verde olivo; nuestra cultura común, nuestro mismo mar, cielo, tierra y orografía. Nuestros mismos políticos corruptos, nuestras mismas preocupaciones familiares, nuestro mismo liberalismo económico, los mismos establecimientos de comida basura, los mismos refrescos de extractos naturales, las mismas entidades bancarias, las mismas mentiras, la misma distancia entre la clase política y los ciudadanos de a pie…

No es cierto que los que ocupan Palestina pretendan su afianzar seguridad o responder a un casus belli de opereta terminado en tragedia helena… bueno, sí… el asunto va de «protección», pero más para reeditar un «protectorado», que para proteger verdaderamente a nadie. Discutir sobre a quien beneficia ese nuevo protectorado, cual es su encaje geoestratégico, o a qué circunstancias cronológicas obedecía el inicio, continuación y fin de la guerra, escapa a mi capacidad de análisis.

Diré solo que me encontré con personas corrientes -como las que hoy pueblan esta sala-, una nación de amigos, una economía rota, un país con la piel marchita y el corazón destrozado -pero vivo-, acostumbrado a renacer… una nación habituada a sobrellevar un permanente estado de reconstrucción.

Me gustaría traer a colación el magistral discurso pronunciado el 2 de diciembre de 1931 por Manuel Azaña -quien fuera presidente del Ateneo de Madrid-, discurso en el que describía a grandes rasgos el contenido de la inminente reforma militar. Se trataba de una alocución dirigida a los miembros del Parlamento, cuyos términos venían a defender la necesidad de otorgar al estamento militar, la función que le es propia: estar dispuesto para repeler agresiones exteriores en caso de una conflagración internacional. Se cuestionaba Azaña sobre las funciones ajenas a su cometido que con el tiempo había ido asumiendo el ejército, y reflexionaba sobre la idoneidad de consentir tan perniciosa desviación. Una semana más tarde, se aprobaría un texto constitucional en cuyo artículo número seis confluían la contundencia de una Carta Magna, junto a la belleza de la mejor poesía: «España renuncia a la guerra como instrumento de política nacional».

Quizá no sería éste un mal momento para -a la vista del horror del que somos capaces-, identificar las funciones que erróneamente se ha arrogado una vez más la milicia, como puede ser la guerra preventiva, el bloqueo militar de Pueblos no-alineados, las funciones de control social, la escalada bélica irracional, el salto al espacio exterior, las funciones de policía contra los ciudadanos, escolta mercante, ocupación geoestratégica -bases permanentes-, intimidación internacional, generalización del expansionismo, secuestro, tortura y desaparición global, funciones penitenciarias, creación de limbos jurisdiccionales, monopolizar la inversión en investigación y desarrollo, limitar la difusión de información científica, guerra contra el terrorismo, represalias masivas en respuesta a hechos causados por agentes que no guardan relación con los represaliados… quizá no sería mala idea, combinar el discurso de Azaña con el de Engels… tomando del primero la necesidad de que el ejército sirva únicamente para defendernos del extranjero; y del segundo, la idea de que el extranjero no existe.

Teniendo en cuenta el panorama actual, lo que sí estamos en condiciones de afirmar es que las decisiones que nos llevaron a este presente, fueron equivocadas.

¡Salud y paz!

Muchas gracias.