«El mundo sin propiedades grávidas de futuro no merece ni una mirada, ni un arte, ni una ciencia. Utopía concreta se encuentra en el horizonte de toda realidad; posibilidad real rodea, hasta lo último, las tendencias-latencias abiertas dialécticas» -Ernst Bloch, El principio esperanza
Vivimos tiempos de desencanto, una época de desilusiones que incluso los más derrotistas frankfurtianos del siglo XX en el marco de las guerras mundiales y la barbarie humana habrían inscrito como un drama antiutópico. La descomposición democrática; la necropolítica que la tragedia pandémica activó; el rotundo desprecio por la vida de los siempre invisibles; la instalación de proyectos políticos abanderados por sectores ultraconservadores que deliberadamente cercenan derechos; la emergencia de unas derechas extremadamente ideologizadas que no desisten en su empeño por profundizar las desigualdades y concentrar la riqueza, son todas marcas de estos nuevos tiempos que hasta hace apenas unos años no cabían ser pensados. Una época que procura suspender el pensamiento, la racionalidad y la ilusión de otro mundo mejor.
América Latina atraviesa una particularidad aún más gris: el quiebre explícito del pacto democrático pergeñado hace más de treinta años durante las transiciones, y la embestida autoritaria de los poderes instituidos. Golpes de Estado a la vieja usanza, persecución política, asesinato de líderes sociales como dispositivo disciplinar, manipulación de calendarios electorales, gobiernos-de-élites-para-élites, proscripción de partidos y líderes políticos, dibujan el panorama de una región que hasta hace poco mostraba ser ejemplo, si no de fortalecimiento democrático, de respeto a unas mínimas reglas del consenso democrático. Neoliberalismo autoritario, posdemocracia, autoritarismo de mercado, dictaduras tecnofinancieras, democracias autoritarias, regímenes de excepción, son todas nociones que no casualmente han dominado los análisis recientes sobre la región.
El Ecuador los últimos tres años viene a ilustrar de forma pavorosa estos fenómenos que aquellos conceptos pretenden mostrar. La implantación –no consulta ni votada en las urnas– de un programa de ajuste estructural a la vieja usanza,1 comandado por un presidente abyecto y ávido de pertenecer a una clase que le resulta –y siempre le será– ajena, reveló las tramas más perversas cuando neoliberalismo y autoritarismo fascistoide aparecen ligados.
La deriva anti-democrática del país andino comenzó tímidamente bajo el ropaje discursivo de un «diálogo nacional» para superar años de dominio del gigante populista. Prontamente el diálogo quedó desnudo y se transmutó en una distribución corporativa y elitista de poder. Lejos de un corporativismo «para todas y todos» que algunos incautos creyeron visualizar en la apuesta descorreizadora de Moreno, aquel no fue más que un reparto de los recursos estatales hacia las élites que habían sido las grandes adversarias del correísmo (banqueros, conglomerado mediático y la llamada alta sociedad civil). La clásica «captura estatal» por parte de los grupos financieros que habían sido responsables de la mayor crisis financiera del país, brilló como nunca. Los habituales mecanismos empleados por los dueños del poder se reactualizaron luego de una década en que, con sus vaivenes, parecían haber quedado bloqueados por la decisión política de un proyecto orientado a integrar a las mayorías. Fuga de capitales, exoneración de impuestos, condonación de deudas, privatización de empresas públicas, puertas giratorias para perpetuar acumulación de ganancias, fueron algunos de los elementos que dibujaron el panorama. Este despojo se combinó con una apuesta autoritaria que articuló descabezamiento, persecución y operaciones judiciales-mediáticas hacia el movimiento correísta, junto con la sofocación de toda protesta social.
El neoliberalismo pasó a constituir el adversario de buena parte de las batallas sociales que emergieron desde entonces, no así el reclamo por el regreso a un orden democrático. El conflicto social se duplicó desde el 2016 y los reclamos por falta de financiamiento en áreas sociales fundamentales, así como el rechazo a la política de ajuste, fueron la tónica de las contiendas políticas libradas en los espacios públicos.2 A medida que el movimiento indígena, gremios, sectores estudiantiles y colectivos de mujeres se movilizaron frente a la bestia neoliberal, el programa económico del gobierno parecía ser el objeto a impugnar.
Octubre de 2019 lo evidenció. El rechazo popular de un decreto presidencial que, enmarcado en el acuerdo que el gobierno había firmado con el FMI a principios de ese año, atentaba contra las condiciones de vida de los sectores más desprotegidos, fue la principal demanda. No aparecieron allí atisbos de un cuestionamiento a la forma de construcción política ni a la deriva autoritaria del poder que ya se venía instalando. El movimiento indígena –quien luego de años de letargo público, lideró el conflicto político y su tramitación– se arrogó la representación del universal (Ramírez Gallegos, 2020), cuestionó al gobierno no haber cumplido su promesa del reparto multicultural a la vieja usanza noventosa y se contentó con la derogación del decreto. Desde entonces, no se rechazó el corporativismo de élites, sino que de este no hayan gozado todos los sectores que apostaron por aquel. Tampoco que la principal fuerza de oposición –aunque haya sido el antagonista durante años del movimiento indígena– haya sido el blanco de una persecución política no vista desde el retorno democrático.
Esta primera victoria popular a medias quedó neutralizada con la pandemia. El trágico acontecimiento vino a apuntalar la trampa que ya en octubre parecía tenderse para el campo popular y progresista: batallar (solo) contra el neoliberalismo, y reducirlo, además, a un modelo económico.
Hoy, en vísperas de los comicios electorales, es la que delinea los contornos de la disputa política desde el campo progresista representado, fundamentalmente, por la reciente coalición Unión por la Esperanza (UNES), un frente de diversos movimientos y organizaciones estructurado alrededor de la identidad correísta. No es casualidad que «neoliberalismo» aparezca nombrado diecinueve veces en el plan de gobierno.3 Por momentos parecería que las fuerzas que la enarbolan parecen olvidarse que aquel constituye una racionalidad que ordena y gobierna las relaciones, las prácticas, los cuerpos, las ideas, los deseos, las emociones y afectos, y configura las preferencias. Es una actividad que norma la vida y se inscribe en nuestra corporalidad. Más allá de que el neoliberalismo consista en una determinada forma de producción y acumulación de la riqueza, esta puede (re)producirse porque existe una racionalidad –la «razón neoliberal» (Laval y Dardot, 2013)– y un tipo de subjetividad –formas de pensar, sentir, hacer y parecer– que lo sostienen. La subjetividad neoliberal opera como dispositivo anclado en axiomas como el individualismo, la maximización, el interés egoísta, el mérito, y el esfuerzo y responsabilidad individuales.
Así es que no se lo combate con «políticas antineoliberales». Si como tipo de proyecto político se lo puede disputar ganando elecciones, como tipo de subjetividad el desafío es más equívoco. Los progresismos de inicio del siglo nos demostraron que la puesta en marcha de una agenda anti-neoliberal con su correlato institucional-plebeyo no alcanzaron para afectar las subjetividades neoliberales (Stoessel y Retamozo, 2020).
¿Acaso estas no estaban ya inscritas en el tejido social, en las formas cotidianas en que actuamos y pensamos mucho antes de la aparición de este neoliberalismo reloaded? ¿Acaso las derechas no venían realizando un sigiloso y soterrado trabajo para apuntalar dicho entramado subjetivo? ¿Acaso los progresismos no terminaron por reforzar estas maneras de ser y pensar al colocar los esfuerzos en la crítica y proyecto económicos, y descuidar la crítica al triángulo maldito neoliberalismo-patriarcado-colonialismo?
Posiblemente los progresismos, además, hayan alimentado dichas subjetividades al desatender la construcción colectiva del poder y su traducción institucional en un sentido en que el Estado no termine por reificar a lo nacional y lo popular de forma homogeneizante. Ejemplo de ello es el reconocimiento constitucional de lo pluri-nacional, pero su gestión «desde arriba, enalteciendo la semejanza sobre la diferencia, la unanimidad sobre el disenso» (Portantiero y De Ípola, 1981: 13).
Cualquier alternativa al neoliberalismo, ahora de cuño autoritario, solo puede apelar a la permanente movilización colectiva del poder popular, volver a los orígenes de la soberanía, recuperar la participación genuina y permanente de los sin-parte e instalar el cuidado del-otro/a como ejercicio político, no como mera moralidad (Gago, 2014). Una subjetividad intersubjetiva que reconozca y articule las múltiples negatividades producidas por el orden es una clave para construir poder y Estado popular. La opresión obrera se conecta con la opresión femenina, y esta se vincula al mismo tiempo con la subyugación de los pueblos originarios por parte de entramados neocoloniales. Asimismo, comunidades enteras sufren los estragos antiecológicos de la embestida transnacional. La subalternidad indígena encuentra puntos de conexión con la exclusión de los migrantes y ésta, con la dominación de las trabajadoras domésticas por parte de las mujeres blanco-burguesas. La marca de fuego de estas resistencias es, precisamente, su experiencia como sujetos subalternos.
«Poner dinero en el bolsillo de la gente» para reactivar la economía parecería insuficiente como salida al neoliberalismo, y solo volvería al campo progresista preso de la trampa. Dirigir la crítica –y la solución– (solo) al desplome de las condiciones materiales de las mayorías dejaría intactas las limitaciones del «tiempo pasado que fue mejor». Reiterar en el discurso anti-neoliberal, además, luciría indiferente para una nueva generación que creció en pleno fervor populista y retorno estatal. Por último, dejaría vacante nichos discursivos que están siendo copados por fuerzas que se presentan de izquierda pero que facilitaron la deriva autoritaria, como el movimiento representado por Yaku Pérez Guartambel. Su programa «Minka por la vida» combina crítica ecológica, interpelación comunitaria y austeridad estatal en que lo político aparece como lo sucio y corrupto, y en que ningún llamado a recuperar mínimas condiciones democráticas parece asomar. El candidato más afable para la derecha reaccionaria hacia la cual dirigió la crítica en octubre pero con la que terminó pactando.4 Contender bajo el frame neoliberal sin luchar por un retorno democrático solo afianza la opresión. Que el movimiento indígena no se haya pronunciado contra la persecución-proscripción del correísmo, es síntoma del deterioro del debate público y de la devaluación democrática que sufre el país.
Tras
la confirmación del horror, las salidas que visualizaban algunos
frankfurtianos estaban plagadas de pesimismo. La nostalgia por lo que no
fue había capturado el pensamiento. La esperanza reducida a melancolía.
Ernst Bloch invierte el pesimismo y coloca al principio esperanza como
acto en potencia. Un acto orientado a edificar horizontes emancipadores,
una acción que se vuelve responsable del por-venir, por-construir,
por-cuidar. Lejos de operar como consuelo, la esperanza se edifica en
principio político. Es conciencia reflexiva del presente y de las
posibilidades futuras-reales. No es atados al pasado como construimos
futuros sino que los forjamos con ideas de proyectos e ilusiones por
venir. El campo progresista ecuatoriano hoy se encuentra en dicha
encrucijada: o se queda atado a la nostalgia colectiva del tiempo pasado
que fue mejor o produce por-venires emancipadores en que quepan todas y
todos. «Unidos –y organizados de forma permanente– por la esperanza»
parece la alternativa. Bolivia lo acaba de demostrar.
Ilustración de
Tatiana Del toro Zúñiga
- En Ecuador, casi tres años de políticas de ajuste estructural configuraron una sociedad en la que la mitad de trabajadoras y trabajadores son informales (casi 11 puntos más que hace 7 años); un 60% de las y los trabajadores no tienen cobertura médica ni seguridad social; un 11% de trabajo es no remunerado, frente a un 6% en 2014 (el 90% es realizado por mujeres); y en la que para fines de 2019 el 25% de la población se encontraba bajo la línea de pobreza, siendo la mitad de las personas pobres indígenas. Esta situación se profundizó en el contexto de emergencia sanitaria. Además, entre 2018 y 2019, las tasas de desempleo más altas se ubicaron en las mujeres jóvenes (18 a 29 años), las mujeres afrodescendientes (12%) y las mujeres en la capital del país (10%).
- Ver las cifras del Centro Andino de Acción Popular: http://www.caapecuador.org/series-estudio-y-analisis/
- https://confirmado.net/wp-content/uploads/2020/10/PLAN-DE-GOBIERNO-PROGRESISMO.pdf?c601b1&c601b1
- https://www.primicias.ec/noticias/politica/yaku-perez-reconcilia-con-gobierno/
Bibliografía
- Gago, V. (2014). La razón neoliberal. Economías barrocas y pragmática popular. Buenos Aires: Tinta Limón.
- Laval, C. y Dardot, P. (2013). La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal. Barcelona: Gedisa Editorial.
- Portantiero, J. y De Ípola, E. (1981). «Lo nacional popular y los populismos realmente existentes». Nueva Sociedad, Nº54, pp. 7-18.
- Ramírez Gallegos, F. (2020). Octubre y el derecho a la resistencia. Revuelta popular y neoliberalismo autoritario en Ecuador. Buenos Aires: CLACSO.
- Stoessel, S. y Retamozo, M. (2020). «Neoliberalismo, democracia y subjetividad: el pueblo como fundamento, estrategia y proyecto». REVCOM. Revista científica de la red de carreras de Comunicación Social, Nº10.
Fuente: https://www.primicias.ec/noticias/politica/yaku-perez-reconcilia-con-gobierno/