miel que con el vinagre.
Hay ocasiones en las que el hilo que trenza el sistema se ve con claridad aún sin necesidad de sofisticadas herramientas conceptuales. Momentos en donde poetas y novelistas -añadamos, cineastas- aciertan tanto como los científicos sociales. Basta querer ver. Algo a lo que la ciencia social oficial se ha negado durante, al menos, los últimos treinta años. ¿Por qué hay responsabilidad en profesiones como las médicas y no en la economía o la politología? Recientemente unos economistas pedían aumentar la inflación en España para sanear el déficit. Todo eran ventajas. Ni un comentario sobre los millones de personas que irían a la ruina. Matan más gente los científicos sociales que los domingos.
Inglaterra pone 16.000 policías para detener a unos jóvenes con más rabia que ideas. Bastaría dedicar, digamos un diez por ciento de esos policías, a buscar delincuentes de cuello blanco para que esos jóvenes tuvieran espacios, medios y ocasión para que las ideas suplieran el nihilismo de «quiero acabar con todo». Esos 1600 policías harían un sencillo diagrama en donde estaría claro que los que despiden a trabajadores tienen acciones en empresas de comunicación que participan en consorcios que venden armas a grupos cubiertos crediticiamente por bancos que financian a los partidos que rescatan a las instituciones financieras con dinero de un Estado que es puesto de rodillas por mercados financieros que también permiten, junto a políticos bancarizados, que se especule con el precio de los alimentos que condenan al hambre y la guerra a países como Somalia y que ahonda cada vez más la brecha entre los que tienen y los que quieren tener pero saben que trabajando nunca van a llegar a tenerlo. Casi una línea recta.
La reclamación de la época es la igualdad, aunque, como siempre, el verdadero fin es la libertad (la que busca ese ser consciente que lo único que sabe con certeza es que se va a morir). La libertad, roto el peso de la tradición -esa que quieren recuperar, tras acabar con el Concilio Vaticano II, los autoritarios rectores de la iglesia católica – se da por lograda. El auge del mercado, los cientos de canales de televisión, Internet, los teléfonos móviles, los desarrollos en transportes y comunicaciones, poder escoger entre Coca-cola o Pepsi cola, viajar, el alargamiento de la adolescencia, el sensacionalismo de una información supuestamente infinita servida en tiempo real, la soberanía de los consumidores, son todos elementos que hacen pensar que nunca tanta gente fue tan libre en la historia de la humanidad. Pero esa libertad se ve coartada por la falta de acceso real a esa promesa de vivir como monarca absoluto. Se les había olvidado que sin súbditos no hay reyes. Es entonces cuando surge el enfado: ser feliz es tener acceso a todo lo que me da la felicidad, pero no llego. Y no voy a llegar tampoco mañana. Así que lo quiero todo y ahora. Como sea.
Durante el Caracazo, esa protesta popular en Venezuela en 1989, también se asaltaron comercios para llevarse electrodomésticos. No es que no hubiera gente que no pasara hambre -al igual que ahora en Londres-, pero lo sorprendente es que alguien se llevara ayer un televisor a color, hoy un televisor de plasma. Robas lo que crees que te mereces pero no tienes. Son robos propios de la sociedad consumista. A la gente bien le gusta más que los pobres roben comida. Les causa menos contradicciones. Pero la categoría de pobre se ha complejizado: un niño que no tiene el último modelo de teléfono móvil es despreciado por sus amigos en el colegio. Es un «pobre rico». De poder hacerlo, robaría una blackberry. Le invita a ello todos los días la televisión. La que, con la publicidad, lubrica el sistema.
Uno de los grandes problemas de la violencia en Londres es que no es política. Ni siquiera es prepolítica. Como ocurrió en Los Ángeles, resulta que los negros quemaban las tiendas de los coreanos o de los latinos. Tremendo negocio. Cuando la muchedumbre iba a subir a Hollywood, la guardia nacional les detuvo con tanquetas:»hasta aquí está permitido». Para la protesta nocturna londinense, es más intuitivo quemar una mezquita o asaltar las tiendas del barrio que prender fuego a la sede del partido conservador o hacer una pira con un banco. Hay una parte de germen fascista aterrador. Las víctimas que se convierten en verdugos. Con muchas razones, pero eso no les hace tomar las decisiones correctas.
Así visto, el escenario repite situaciones de los años treinta, pero también tiene novedades, no todas positivas. La mayor posibilidad de información ayuda al optimismo. La renuncia de la socialdemocracia a pensar críticamente el sistema, junto al hundimiento del comunismo, siembran radicalmente el pesimismo. La tercera vía desemboca necesariamente en una sociedad signada por las desigualdades. Thatcher o Blair se fusionan en la memoria. Ambos estarían de acuerdo en que la solución a los desmanes pasaría por sacar al ejército a la calle (los bajos sueldos a la policía y la existencia de sindicatos policiales la hace ineficiente, sobre todo porque puede terminar entendiendo las razones de los que protestan). Y, como en el día de los locos, no serían pocos los desempleados que aplaudieran un baño de sangre que restableciera el orden.
La transformación viene cuando se desborda el sistema, no cuando se le echa encima gasolina. La violencia, cuando no tiene apoyo social, es terrorismo y no lucha legítima. Y beneficia al sistema. Precisamente lo que quieren los terroristas que gobiernan las finanzas del mundo. ¿O es que hay que recordar que la red Gladio -CIA, Vaticano y derecha política- se encargaba en Italia de organizar atentados atribuidos a la izquierda cada vez que el Partido Comunista Italiano podía entrar en el Gobierno?
Acierta el 15-M cuando reparte flores en vez de botellas incendiarias. Lo hace en nombre de la lucha de clases. Una lucha de clases que no tiene por qué tener hoy la misma forma que en 1917. Claro que la pregunta es la misma -se trata, a fin de cuentas, del sistema capitalista- pero las respuestas cambian. Mantener las respuestas es de una pereza intolerable. Salvo para los inmovilistas de profesión. Impotentes que, ayunos de ideas, prefieren arreglar los problemas con el fuego. La influencia católica tiene vericuetos insospechados. Y nunca ha tumbado ningún régimen capitalista.
Un 15-M que sabe el hilo que va de los párpados llenos de moscas de un niño hambriento en el cuerno de África a las llamas que asolan la noche de Tottenham. Injusticias intolerables causadas por canallas con corbata. Un 15-M que sabe que hay países poderosos como Alemania que le piden a España que venda su oro sólo para mantener la ganancia de sus bancos. Que sabe quiénes son esos políticos poderosos que, como los republicanos norteamericanos, no dudan en llevar al mundo a la ruina para salir de un Obama que nunca será lo suficientemente obsequioso. El mismo 15-M que pide un Estado social aquí y el fin de los paraísos fiscales allá. El que reclama mayor gasto social y el fin del FMI y del Banco Mundial. El que denuncia la hipocresía de un Papa que se gasta en proselitismo lo que salvaría millones de vidas en África. El 15-M que culpa a políticos y banqueros de la crisis en Europa y del hambre en Somalia. El 15-M que empezó reclamándose apolítico y que en apenas tres meses sabe que la Política -con mayúsculas- es la que aquí y ahora puede cambiar las cosas. Política -con mayúsculas- porque busca cambiar las estructuras de un modelo que no da más de sí. Un modelo que, como dijeron los Clash, nos traerá una nueva edad del hielo. Y al que, a día de hoy, se le crean más contradicciones con la miel que con el vinagre.